domingo, 28 de diciembre de 2014

Luz de Salter

Diego Pérez Ordóñez

Cuando uno estaba en exploración de otros parajes, encontrarse con un no avistado maestro de la ficción es uno de esos placeres a primer instinto difíciles de describir, pero que literalmente te exigen contarlo de viva voz, de esos deleites que te tuercen el brazo para procurar compartir tu hallazgo con cierto grado de ansia, que te empujan a salir a la calle para buscar a alguien a quien agarrar de las solapas y revelarle el secreto.

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Podemos llamarlo el efecto Salter, la secuela Salter o como ustedes prefieran. Acá el tema es que James Salter (Nueva Jersey, 1925) te intima, desde sus primeras páginas, a hurgar de forma poco discreta en estantes de terceros, a hacer apurados pedidos por internet, a preguntar por él a libreros y dependientes en Bogotá, en Buenos Aires y en Lima. James Salter –que en realidad es el nombre de pluma de un señor Horowitz que hace décadas piloteó aviones de combate, que a sus ochenta y pico de años no tiene prisa alguna y que suele caminar muy pagado de sí mismo por las calles de Nueva York- es como una droga que clama por una inyección a la vena. Y James Salter era también, hasta hace poco, un autor generalmente reverenciado pero poco conocido, de aquellos que se conforman con vender apenas unos miles de ejemplares de sus novelas, de ser objeto de veneración para un grupo de sectarios y personaje de encomio para los críticos más mordaces y severos. Todo eso cambió. Ahora Salter corre el riesgo de que alguien lo reconozca en la calle o de que un inoportuno lector le pida un autógrafo o, incluso, de que los periodistas quieran conocer su casa de campo, hasta hace no mucho una ordenada y silenciosa ermita de lectura y escritura.

Giro copernicano
Tuvo que haber un giro de tuerca, algún tour de force: una novela perfectamente destilada y equilibrada que Salter dejó leudar durante tres décadas. Fue necesaria una obra de arte integral, poblada de personajes encarnizados y de credenciales éticas dudosas, articulada alrededor del mundo editorial, del deseo como uno de los pistones de la categoría humana, salpimentada por el sexo a modo de fondant, para que Salter se convierta en una especie de celebridad menor, en un artista que conoce los almíbares del éxito cuando cualquier otro entra a jugar en tiempos de descuento. La novela es Todo lo que Hay, la afilada crónica del regreso de Philip Bowman a Nueva York luego de haber participado en varias batallas navales de la Segunda Guerra Mundial y de su ascenso en el mundo social de la ciudad, de la agujereada frontera entre el placer y el amor y de los matemáticos cálculos de un desquite por el que se ha esperado con largura.

Como conversar entre amigos
Pero antes que nada, siempre estuvo la paciente pericia de Salter, la sensación –que logran muy pocos- de que leerlo sea como conversar largamente con un amigo íntimo. Siempre estuvo la alucinación de su prosa a un tiempo precisa y musical:

“Surcamos el río negro, sus bancos lisos como piedras. Ni un barco, ni un bote, ni una mota de blanco. El viento ha roto, agrietado la superficie del agua. Es ancho, interminable este gran estuario. El río es salobre, azul por el frío. Discurre borroso por debajo de nosotros. Las aves marinas que lo sobrevuelan giran y desaparecen. Surcamos velozmente el ancho río, un sueño del pasado. Rebasadas sus aguas profundas, el fondo empalidece la superficie, traspasamos los bajíos, las embarcaciones varadas en la playa para pasar el invierno, los embarcaderos desolados. Y, alados como gaviotas, nos elevamos, viramos, miramos atrás…El día es blanco como papel. Las ventanas están congeladas. Las canteras están vacías, la mina de plata inundada. El Hudson es aquí vasto, vasto e inmóvil. Una región oscura, un paraje de esturiones y de carpas. En otoño plateaba de sábalos. Los gansos dibujaban en el cielo su larga y cambiante uve. La marea sube desde el mar.” (Años Luz, traducción de Jaime Zulaika, Barcelona, Salamandra, 2013, Pág. 9)

En el estilo de Salter nunca sobran las palabras, parece como si antes de escribirlas las rumiara y las triturara con el afán de desentrañar su sonido y su significado más exacto: él se llama a sí mismo un sobador de palabras, le gusta lustrarlas hasta sacarles chapa, moldearlas y fundirlas hasta lograr sus fines últimos. Eso hace que su prosa sea limpia, refinada y construida en eufonías perfectas:  

“Bowman se sentó en la bañera, una enorme tina nacarada como las que hay en los balnearios, mientras se llenaba estrepitosamente de agua. Sus ojos se posaron en unas braguitas blancas que se secaban en el soporte de las toallas. En los estantes y en el alféizar había tarros y botes con lociones y cremas. Dejó vagar la vista con la mente a la deriva mientras el agua iba ascendiendo. Se deslizó hacia dentro hasta que la cubrió con los hombros en una especie de nirvana creado no por la falta de deseo sino por su consecución. Estaba en el centro de la ciudad y Londres siempre iba a ser suya.” (Todo lo que Hay, traducción de Eduardo Jordá, 3ª ed., Barcelona, Salamandra, 2014, Pág. 144)

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Materia memoria
Todo da a entender que la filosofía de Salter, o quizá sea mejor decir la grasa de su maquinaria, es la necesidad de reducir a escrito la materia de los recuerdos, es decir que solamente cabe memorizar y acopiar aquello que ha sido trasladado al papel con premeditación. Y todo parece llevar a que estamos frente a un verdadero obseso con fotografiar momentos exactos de la intimidad. Así, sus novelas parecen fluir en escenas de comidas memorables, reuniones en departamentos frente a Central Park y en animadas conversaciones de grupo. Salter, se supone, toma notas donde puede: en cajitas de fósforos, en servilletas de cóctel y luego las vuelca (sentado en su escritorio a orillas del río) en cuadernos perfectamente ordenados, en los que organiza sus a menudo penetrantes anotaciones, sus reflexiones amalgamadas con citas de otros autores a los que admira (entre ellos, Babel, Nabokov o Duras). Como si un analítico y algo retorcido siquiatra rematara apuntes y luego decidiera airearlos y compartirlos con el público. Como si se propusiera lograr ser un cronista de la corrosión que dejan el tiempo y la distancia, del desgaste –de sus páginas, la ruina parece inevitable- de las relaciones amorosas. Como un fedatario de los efectos melancólicos y destructores del camino irremediable del tiempo, de las cosas que desaparecen y de las personas que se van. Y están, del mismo modo y en concomitancia, sus personajes femeninos, las más de las veces, fuertes, decididos, soberanos. Y está la legendaria y garbosa elegancia de Nedra:

“Viste un jersey de color avena, esbelta como una espiga, con su pelo largo recogido, la lumbre crepitando. Lo que le preocupa de verdad es lo esencial de la vida: la comida, la ropa de cama, las prendas de vestir. Todo lo demás no significa nada; se arregla sobre la marcha. Tiene una boca grande, la boca de una actriz, emocionante, intensa…Tiene veintiocho años. Sus sueños, que todavía perduran en ella, la adornan: es confiada, serena, está emparentada con criaturas de cuello largo, con rumiantes, santos abandonados. Es precavida, difícil de abordar. Esconde su vida. Uno la ve a través del humo y de la conversación de muchas cenas: cenas campestres, cenas en el Russian Tea Room, en el Café Chauveron…” (Años Luz…Pág. 15)

Salter tiene mucho de artífice y otro tanto de afiligranado. Borronea sus novelas a mano, en un modo en que pueda sentir la contigüidad del papel, el rasgado de la pluma, y luego las corrige de modo obsesivo y puntilloso, hasta lograr su corto y perfecto ritmo, casi como el efecto síncopa del bebop.  Paralelamente Salter parece sentarse frente a la maqueta de un arquitecto que traza diestramente sus planos, afina esquinas y evalúa ángulos, borra líneas, emprende de modo insistente cálculos y recálculos de toda índole. Arquea, casi siempre en el mismo acto, luminosidades y perspectivas. Por eso sus verdaderos estudiosos comparan a las novelas de Salter con torrentes que varían en curso, que incluyen vados, deltas, fuentes y desembocaduras. No en vano Salter solamente puede emprender sus obras en una aireada y brillante casa de preferencia vacía, con ventanas al Hudson. No en vano la voz de Salter es autoritaria y única.



jueves, 4 de diciembre de 2014

Marías versus Marías

Diego Pérez Ordóñez

Javier Marías contra Javier Marías en el cuadrilátero. O, mejor, Javier Marías sentado frente al espejo, en busca de una imagen que lo ponga al día. Es como si en Así Empieza lo Malo – su más reciente novela- cohabitaran un par de Marías, discordantes y complementarios, dos Marías antagonistas y que al mismo tiempo se precisan el uno al otro.  En una esquina, por así llamarlo, el viejo Marías, el clásico maestro de las novelas en capas, de largas parrafadas y de laberintos tortuosos y ajedrezados. También el Marías de las miradas inoportunas, de los secretos imprudentemente filtrados, de las conversaciones confidenciales, de las indiscreciones, de las revelaciones sorpresivas, de los susurros mano en boca. Claro, el Marías fiduciario de Nabokov, experto en estirar las sábanas de la ficción hasta el infinito, experto en hacerte meter la cara en un pozo de aguas turbias y quietas.  Así, ese Marías tradicional construye ladrillo a ladrillo un puente que eventualmente lo lleve a darse la mano con otro Marías en vías de evolución, con un Marías que lucha por remozarse, por asombrar. Todo un arte de desdoblamiento.

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Quedan sobre la mesa, entonces, algunas de las razones por las que esta novela es casi monolítica. Y por las que tiene – bajo los criterios que el mismo Marías impone, claro- un argumento relativamente uniforme e incluso una especie de línea del tiempo. Así Empieza lo Malo es el celoso trabajo de arquitectura de un Javier Marías que procura repensarse, que trata de darse a sí mismo una larga y apretada vuelta de tuerca, que indaga en nuevas perspectivas, aunque parado sobre los viejos, conocidos y sólidos cimientos. Un Marías, en resumen, que se anima de vez en cuando a sondear en nuevos terrenos y que a un tiempo quiere agradar.   Parece, de otro lado, una novela que Javier Marías en realidad dictó a una tercera persona y que podría no haber escrito de su puño y letra, es decir no una novela chorreada desde su estilográfica pero sí desde su catálogo: una novela producto del decantar y de la destilación. Y, así, en su afán de conseguir una novela más maciza – y no sé si por ello menos elegante y de no tan intensa obsesión por la prosa- Marías ha violado una de sus propias reglas cardinales, la de no escribir jamás con brújula. Sobre este principio él mismo sentó las bases en 1992:

“Me temo que lo principal es que carezco enteramente de visión de futuro. No sólo no sé lo que quiero escribir, ni a dónde quiero llegar, ni tengo un proyecto narrativo que yo pueda enunciar antes ni después de que mis novelas existan, sino que ni siquiera sé, cuando empiezo una, de qué va a tratar, o lo que va a ocurrir en ella, o quiénes y cuántos serán sus personajes, no digamos cómo terminará.” Por forma que el madrileño, al menos de momento, parece haber adelantado un pie en el bando de los artistas a los que admira: “Son escritores que, por así decirlo, trabajan con mapa, y antes de ponerse en marcha  conocen ya el territorio que deben atravesar: se limitan a recorrerlo, seguros de poseer los medios adecuados para conseguirlo.” (En Errar con Brújula, de Literatura y Fantasma, 2ª. ed., Madrid, Siruela, 1994, págs. 91-92)

En el caso que hoy nos ocupa estamos (al menos a mí no me cabe duda) frente a un Marías que ha escrito una novela quizá sin brújula pero en todo caso con un bien calibrado GPS, una novela menos tupida de lo que se pudiera esperar, que no exige mayores desbroces ni desmoches. Estamos frente a un caso en que el autor –no estoy seguro de que muy a su agrado- te lleva de la mano por las escondrijos, te enseña de dónde proviene la luz, te sugiere el guión de una película en espera de ser filmada (una suerte de guiño de ojo al fotograma). Y estamos, por último, frente a una novela inusualmente política (inusualmente en Marías) que igualmente escruta en las razones y en los armarios del deseo, que mete las narices en la porosidad de la ética. 

jueves, 25 de septiembre de 2014

El otro hermano Cohen

Diego Pérez Ordóñez

Sí, claro, entusiasmarse con Leonard Cohen (Montreal, 1934) es una especie de gusto adquirido. A primeras escuchas su música puede parecer insípida y tediosamente anacrónica, como una suerte de largo y monótono alegato a favor de otros tiempos (tiempos vaporosos), curiosamente atrasado de cosecha y definitivamente siempre ahuyentada por modas, tendencias y novedades. Lo de Cohen siempre aparece fuera de lugar, invita a rascarse la cabeza, a voltearla hacia los parlantes, a buscar el volumen, a pesar de que podría parecer, para casi todos, gris, melancólico, carente de ritmo, plano, y reñido con los tiempos. Para sus detractores este canadiense es, apenas, un cantautor aislado y aburrido, una curiosidad histórica atrapada en tiempos frenéticos y delirantes, una variedad de trovador y rimador triste y soporífero. Para sus defensores, de otra parte, Leonard Cohen es la más rara de todas las aves, inmutable a pesar de las actualidades, firme en las épocas del todo vale y de ductilidades rutinarias, tan vigente ahora como cuando frecuentaba, muy joven, los bares de menos de medio pelo para ver bailar, alegremente supongo, a los cafiches, a los proxenetas y a las prostitutas. Yo milito, les cuento, en este campo (en el de Cohen, no en de los truhanes ni en el de las trabajadoras sexuales).

Fuente: http://img.jspace.com/

Es que, si quieren irónicamente, Leonard Cohen ya no necesita cantar: su voz telúrica y planetaria lo exime de eso. Ya no necesita siquiera recitar: apenas necesita hablar porque, más por talento puro que por edad, ha alcanzado un estatus de emblema, de poder mearse en la sopa del rey. En esto de ser emblema, es mi opinión, el canadiense comparte podio apenas con Bob Dylan, voz narigona y todo lo que ustedes quieran, y con Van Morrison, voz quejumbrosa y todo el resto de lo que ustedes quieran. De las plumas de Cohen, Dylan y Morrison han salido –creo que esta vez no exagero- varias de las más meritorias joyas de la cultura occidental. Y en Cohen (en Dylan también, pero en menor grado) está el tema de la punta del iceberg: de ser, quizá, el último de los mohicanos de la cultura judía de los últimos cien años. Acá tampoco exagero, supongo, porque en Cohen cohabitan Marcel Proust con Sigmund Freud, Arthur Schnitzler con Gustav Mahler, Stanley Kubrick con Leonard Cohen (porque su música tiene algo de cinematográfico, algo de guión de una película que está por ser filmada). Y también porque su música  equivale a abrir la puerta de una cantina en las más altas horas de la noche, de sentir el hálito y el viscoso humo y de darse cuenta de que solamente quedan 2 ó 3 personas adentro. Sí, claro, Leonard Cohen parece siempre “after hours” e incombustible, apropiado siempre con sombrero y de a guitarra de palo, algo encorvado, sí también, pero sin que dé signos de rendición, de alzar la bandera blanca, de mirar hacia su esquina en busca de querencia. 

Columna publicada en El Comercio en diciembre de 2013. 

domingo, 22 de junio de 2014

Rugidos de Waits

Diego Pérez Ordóñez

Hoy le doy toda la razón a quien alguna vez me dijo, en las discusiones típicas de una larga noche etílica, que Tom Waits es como el sushi. Es decir, al principio te repelen su crudeza y su ferocidad y luego corres a la refrigeradora a buscar una cerveza fría y espumante. Así, Tom Waits (California, 1949) ha ido cultivando un puesto en la historia del rock sobre la base de una fórmula secreta que contiene gruñidos y rugidos en combinación con la trabajada facha de un mendigo ilustrado y, sobre todo, que rebusca y explora las profundas raíces de lo más eminente y relevante de la música occidental: el blues, el jazz, el soul y el pop. Pero lo de Waits, a decir verdad, no es solamente extravagancia, sino que escucharlo da la sensación de entrar a codazos a una fuliginosa cantina, de instalarse laboriosamente en la barra y pedir un whisky de malta tras otro, de ver cómo los tahúres juegan billar y apuestan a las cartas, de esperar que salgan a resplandecer los puñales y los puñetes en cualquier momento. Lo de Waits es la música de nocturnidad, de desvelo y sin ambigüedades. Tom Waits te toma del cuello y busca la yugular. Pero al tiempo lo es –su música, claro- de detalles, de darse cuenta de nuevas pinceladas con cada escucha y con cada vuelta del disco, de reparar en la letra, de rascarse la cabeza y admirarlo. De repetir la rutina.  

Fuente: www.lamanufacturera.com
También, me parece, hay que dejarse empujar por su aptitud de iconoclasta sin contornos, por su capacidad de extasiar y por su vocación de contar historias de perdedores, marginales, putas y fulleros de toda estofa. Poco más atrás de su voz ruda y empapada en alcohol hay un tipo entrañable, un personaje fantástico y que asombra persistentemente. Y a las espaldas de su estampa de “clochard” hay un compositor reflexivo, un artista dedicado y un esteta en plena forma. Detrás del aparente disparate hay un virtuoso. Cuando llevamos los vasos de vuelta a la cocina y los vaciamos ceniceros viene un innovador y un profundo conocedor de la poesía “beat”.  Y cuando Tom Waits apaga las luces del estudio de grabación y cuelga el micrófono, se pone, casi con la misma naturalidad, el sombrero de actor y salta a las tablas. 

La sugestión de Waits – o del personaje que él se encapriche en simbolizar de tiempo en tiempo- aumenta con el carácter ecléctico de su trabajo, que puede indagar en las fronteras de la pesadilla en un momento dado, para luego flirtear con la mayor delicadeza y, las más de las veces, vaciarse en los dominios de la agudeza y del ingenio. Sí, claro, en este punto habrá que concluir que no hay un solo Tom Waits sino muchos, a su propia imagen y semejanza, a su propio antojo, a los vaivenes de su exquisita índole. 

Publicado originalmente como columna en El Comercio (Quito) en marzo de 2012. 

viernes, 6 de junio de 2014

Por qué amo el fútbol



Diego Pérez Ordóñez

Porque, más allá de los lugares comunes sobre la pasión de multitudes y sobre la rivalidad, el fútbol destila adrenalina y algunas otras hormonas neurotransmisoras, nos permite gritar libremente y sin parecer idiotas, nos incita a cerrar los puños y a cantar victoria unos días, a comernos las uñas y a tragar saliva otros, a parecer y actuar como niños cuando el equipo gana y a volver a la realidad de ser unos adultos mal genios, amargados y preocupados cuando el equipo pierde. Porque el fútbol nos hace viajar con furia por las cumbres y por los valles (a veces en cuestión de minutos) porque nos convierte en más amigos de los amigos y porque aporta siempre encendidos temas de conversación, indistintamente y todos los días, en un cafetín de Buenos Aires con unas masitas, en una calle paulista con guaraná, en una mesa de café parisiense con un espresso, en las escarchas moscovitas a punta de vodka o caminando hacia la plaza Tiananmen.  

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Porque aunque Borges lo considerara en su tiempo una estupidez inglesa (otras estupideces inglesas incluyen el parlamentarismo, la división del poder y a un tal William Shakespeare) el fútbol aporta indudables vasos comunicantes con lo artístico y con lo sublime. Porque Camus y Nabokov eran arqueros (el ruso incluso afirmaba que el trabajo de portero es como el de “un mártir, un saco de arena o un penitente”), porque para Pasolini el mejor poeta del año es siempre un goleador. Porque hay pocas cosas más gloriosas que un golazo, seguido por los rugidos furiosos desde una grada que tiembla y trepida, por el llamado de los tambores y por el espectáculo de las banderas y los cánticos. Más que una bomba atómica, que un golpe de Estado, que un discurso trastornado  de algún politicastro, el gol tiene el poder de detener el tráfico, de generar delirio en los ganadores y ofuscación en los perdedores: el planeta entero, aunque sea por segundos, deja de girar sobre su propio eje.

Porque el fútbol es un padre que entra con sus hijos al estadio todos los domingos, pero que previamente los ha aleccionado –catequizado es la palabra más precisa- en los colores del equipo, en la divisa, en las canciones y en los insultos de rigor, en las riquezas del lenguaje procaz que asusta a profesores y psicólogos, en el ímpetu y en el empuje. Porque el fútbol es estar sentado sobre una jaba de cerveza y frente a una televisión, con la mente puesta en el césped y únicamente en la cancha: los dedos cruzados. Porque el fútbol es también un ceviche bien limonoso, o un arroz con concha, mientras se sintoniza la radio. Por todo lo argumentado líneas atrás, y por todo lo que no entra en esta decadente columna dominical carente de lectores, amo el fútbol.

Columna aparecida en El Comercio (Quito) el 29 de abril de 2012.

viernes, 28 de marzo de 2014

John Banville o la ‘grande bellezza’

Diego Pérez Ordóñez

Como un asesino en serie, que calcula con perversidad metódica sus próximos pasos, al tiempo que piensa por adelantado cómo no dejar ninguna evidencia visible en el camino, John Banville (Wexford, 1945) levanta sus novelas como si se tratara, en cada caso, de un templo.

Por eso hay que imaginarlo en su luminosa y prolija oficina de Dublín –los que la conocen dicen que es bien luminosa- tratando de esculpir cada palabra, de delinear los planos de cada oración, para terminar en la cimentación, dedicada y escrupulosa, de apenas un párrafo tras varias horas de trabajo. Por eso el propio míster Banville, cada vez que puede, fanfarronea en decir que la frase es el mayor invento de la civilización. Por eso, cuando concluye una de sus esforzadas sesiones de escritura, su mujer (no sé si su primera o su segunda mujer), lo describe como una especie de sicario que acaba de llegar de una particularmente sangrienta faena.

Sí, hay que imaginar a John Banville tratando de encontrarle la resonancia precisa a cada palabra, el sonido perfecto en combinación con otras palabras vecinas y circundantes, al tiempo que, con la meticulosidad de un relojero, le va acertando la cadencia más apropiada a cada párrafo. Él mismo asiente que sus sesiones de escritura, a punta de puño y pluma fuente y en un libro que le encuadernan especialmente, son arduas y viscosas: la ficción parece atormentarlo, porque trabaja de forma lenta, detallosa y reflexiva (hay días en los que escribe un solo párrafo; otros días, ninguno).

Fuente: www.3.bp.blogspot.com

Adora el sonido de las frases, su musicalidad, y no se da por satisfecho hasta que alcanzan (las frases) un grado de eufonía que llama, en inglés, “harmonic chime” algo así como un repique o campaneo armónico. También es aficionado a llamar deliberadamente “craft” a su proceso de escritura, una expresión que revela meticulosidad al contrario de rutina, composición de filigrana: Banville se sabe artista y se pavonea. “Craft” como diciendo que, en efecto, escribe de forma pesada, acompasada, microscópica y ensimismada. En eso Banville se da la mano – de siglo a siglo- con Flaubert, ambos corredores de maratones por decirlo de algún modo, ambos a la busca de novelas perfectas, pero con la diferencia de que para el francés el lenguaje es igual de importante que la arquitectura, lo cual es una forma de sostener que en el caso de Flaubert la exploración consistía en el equilibrio entre la belleza del idioma y la infraestructura de la novela: debía ser ornamental pero no demasiado larga, debía tener ritmo y equilibrio. A Banville, por contra, la estructura le da lo mismo al punto que se podría legítimamente argumentar que todas sus novelas son, en el fondo, una sola, una sola marea, un sola compás, una sola plenitud, una sola pleamar.

Banville, del mismo modo, se da la mano con Javier Marías, en el sentido de que ambos son artistas de la brújula, de esos que cuando asientan la primera letra no saben –de hecho, no tienen ni siquiera una pista- qué rumbos va a tomar la cuestión, de esos que cuando arrancan apenas conocen que la realidad debe pasar por el tamiz del lenguaje para hacerse ficción. Y Banville se amalgama en abrazos con Vladimir Nabokov, en eso de escribir con guante blanco, en su compartida inteligencia diamantina, en su arrogancia aristocratizante, aunque en el caso del ruso sea heredada y en el del irlandés, aprendida.

Así como es preciso imaginar al Banville escritor, encorvado sobre el escritorio, hay que imaginar al Banville pintor, parado frente al caballete, recapacitando sobre los colores, los tonos y animándose a dar una pincelada. En algún momento el irlandés flirteó con la pintura y se nota en otra obsesión paralela, en la de los matices, en la de las representaciones:

“El cielo era todo neblina y ni soplo de brisa movía la superficie del mar, en cuya orilla las pequeñas olas rompían en una línea apática, una y otra vez, como un dobladillo vuelto infinitamente por una costurera soñolienta.” (‘El Mar’, 5ta. Ed., traducción de Damián Alou, Barcelona, Anagrama, 2005, Pág. 281) La cita es de ‘El Mar’, su trabajo a un tiempo más sosegado y más afligido, narrado desde la punta de vista de un niño, bajo el siempre distorsionante cernidero de la diferencia de clases sociales, con la añoranza de mundos perdidos.

Fuente: www. tripadvisor.es
Y así como Banville parece encaprichado con el color, también suele encandilarse con el mar y con el cielo: “Una enorme luna de blancura ósea estaba suspendida en lo alto del mar, en calma, y la estela del barco centelleaba y se retorcía como una gran cuerda plateada que se desenredaba detrás de nosotros.” (‘El Intocable’, traducción de Antonio Molina Foix, Barcelona, Anagrama, 2009, Pág. 71) “Que cielo más noble el de esta tarde, de azul pálido a púrpura subido pasando por cobalto, surcado por grandes icebergs de nubes, del color del hielo sucio, con borrosos ribetes cobrizos, que pasan de oeste a este, lejanos, majestuosos, silenciosos. Es la clase de cielo que a Poussin le gustaba poner en sus elevados dramas de muerte, amor y pérdida. Hay muchos claros; espero encontrar alguno en forma de pájaro.” (‘El Intocable’, Pág. 426)

De sus tiempos de pintor parece almacenar una fijación por lo natural: por el aire, por los brisas y por los efectos del agua:

“Vientos de primavera fluyen por las calles como agua ingrávida. El azulado cielo de abril. Los árboles tiemblan, sus húmedas ramas negras espolvoreadas de aliento verde. El asfalto reluce. Una fuerte racha de viento aporrea el cristal de las ventanas, haciendo que se estremezcan y despidan luminosas lanzas.” (‘Los Infinitos’, Pág. 66) Y, como quedó dicho, por el poder magnético de lo marino:

Pensad, si podéis, en un mar de eterno potencial y en nosotros como las formas que producen las aguas, henchidas y oscilantes; pensad en el aire moldeado por el tiempo en transparentes configuraciones; pensad en el hielo; pensad en la llama: eso es lo que somos, a la vez eternos y evanescentes.” (‘Los Infinitos’, Pág. 200)  En lo tocante al mar, en su alucinación por el flujo y por las aguas, Banville se declara legatario de Joseph Conrad, otro deslumbrado por la belleza del idioma: “El agua es aliada del hombre. El océano, la parte de la naturaleza más alejada, en la inmutabilidad y majestad de su poderío…” (‘El Espejo del Mar’, 4ta Ed.,  traducción de Javier Marías, Barcelona, 2012, Reino de Redonda, Pág. 179)


domingo, 2 de marzo de 2014

Así pasan los días: de Gombrowicz a Virginia Woolf


Diego Pérez Ordóñez

Es posible que en los diarios esté plasmada, sin anestesia y sin distorsiones, la fe privada de cada creador. También es posible que en los diarios de los grandes escritores esté el germen mismo de su ficción: es probable que sus apuntes frecuentes nos concedan una especie de asomada de privilegio a la materia prima de la invención. 

Garabatear, en principio para sí mismo, un cortejo con la intimidad pero con el aguijón de mandar los pensamientos y apuntes internos a la imprenta. Parece ser ese el caso, por ejemplo, de Witold Gombrowicz (1904-1969), quien admitía borronear su diario con algo de displicencia, consciente de que en realidad lo escribía con miras al público (“su insinceridad me fatiga… ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo?”)El mismo Gombrowicz al que el advenimiento del nazismo dejó, en una suerte de confinamiento literario en Buenos Aires, literalmente sin saber leer ni escribir: la fascinante historia de un hidalgo rural polaco verdaderamente sorprendido por el inicio de la Segunda Guerra Mundial a bordo de un barco transatlántico y que, con una mano adelante y otra atrás, se quedó a vivir en Argentina casi por un cuarto de siglo.

A pesar de sus dudas y de sus mortificaciones a Gombrowicz se lo considera uno de los mayores diaristas del siglo XX, sobre todo porque – como apunta Roberto Frías: “En el mundo de Gombrowicz la masa coquetea con el escritor para que éste se conforme, se calle, no critique, es decir, no ejerza la literatura. Y todo en la más completa soledad. El Diario, visto como un nuevo tipo de novela, sería la historia de una voluntad rebelde y tenaza que logra imponerse en los otros, metáfora gombrowicziana del triunfo literario.” (‘Letras Libres”, edición de noviembre de 2005). Y también a pesar de que su Diario no necesariamente cumpla con los cánones de intimidad, con los códigos de la introspección y de la introversión  y que, del mismo modo, el arte de Gombrowicz resulte inclasificable.  Y sobre todo porque en el Diario está la esencia misma de la idea cardinal de Gombrowicz: el asalto contra el lugar común y contra lo establecido, el cuestionamiento a la categorización de todo lo literario (de hecho, su obra es de las más heterodoxas que se pueda tener a mano). En eso quizá, irónicamente, casi siempre los apuntes de este señor polaco se alejan de lo puramente personal y hurgan en el sentido mismo de la ficción, en los arranques de la literatura.

Fuente: www.culture.pl
También resultan heterodoxos los diarios del poeta José Ángel Valente (1929-2000) regados de referencias a los asuntos de día a día, con glosas sobre otros poetas, artistas y filósofos y apuntes de viaje. “Vemos aquí formarse – acota Sánchez Robayna, el editor- poco a poco el embrión del tal o cual idea, y asistimos en más de un caso a su desarrollo, a su proceso de elaboración intelectual, ya se trate de los principios del estructuralismo, la música de Webern, la tradición de la cábala, las actitudes estéticas de Baudelaire, la noción del exilio en el judaísmo o la poesía de Lautreámont.” (‘Diario Anónimo’, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2011, Pág. 10)  Sí, la delicia de los diarios de Valente (que dejó perfectamente clasificados e inéditos) está en su multiplicidad, en que permiten al lector otear en el torrente cultural del poeta: desde citas del aludido Baudelaire (‘El dandy debe aspirar a ser sublime ininterrumpidamente; debe vivir y dormir ante un espejo’) hasta profundas reflexiones sobre las artes:

“El cuadro interesa como versión de la realidad. La relación entre el artista y la realidad es lo que constituye el cuadro. El arte abstracto no da una versión de la realidad, sino que intenta producir por su cuenta una realidad nueva. Pero es justamente el contenido de realidad humanizada (humanamente vista) lo que nos interesa en el cuadro o en el poema. El arte abstracto – todo él- no es ni bueno ni malo sino aburrido como un bostezo perfecto. El artista no trata de interpretar la realidad sino de crear un objeto bello (líneas, colores, planos) como podría producirlo la naturaleza misma. Pero es evidente que, planteado el problema en estos términos, el artista jamás podrá competir con la naturaleza. Es evidente además que la belleza de un cuadro nos conmueve de manera muy distinta a la de la belleza natural.” (‘Diario Anónimo’, pág. 55)

Fuente: www.hoyesarte.com
A Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) sus cuadernos de notas lo acompañaron desde la brumosa y arenosa Lima hasta la teatral París, desde la Madrid de los Austrias hasta la a veces triste y casi siempre lluviosa Bruselas. Si los diarios de Gombrowicz y de Valente rastrean en las vecindades de la intimidad, en el sentido de que podrían ser tenidos como memorándums de andar y mirar, los apuntes de Ribeyro son, sin duda, un experimento sobre los cotos de la desolación o, en lenguaje de Pessoa, del desasosiego. Se nota que los diarios del peruano hacen las veces de desfogue y de canilla de escape de su infravalorada obra de cuentista agudo, preciso y a un tiempo melancólico. Es posible, también, que la lectura de las páginas íntimas de Ribeyro arrojen nueva luz sobre sus cuentos, que no dejan de ser introspectivos, como si estuvieran narrados por un amigo.

El magma de los bosquejos del peruano es, sin duda, el abatimiento:

“Estoy inferiormente dotado para la lucha por la existencia. Estos quince días de trabajo en la Casa F. me han aniquilado. El piso frío de la oficina me produjo un resfrío del cual hasta hoy quedan los resabios, y las caminatas hasta las escribanías han hecho recrudecer una antigua almorrana. No puedo pasearme, ni echarme a dormir, ni comer lo que me agrada. Flaco, demacrado, irascible, estos días me han parecido horribles. Y me han revelado que para la actividad y las cosas prácticas soy hombre perdido. Con una naturaleza enfermiza, yo debería moverme lo menos posible y resignarme a alcanzar prestigio en pequeñas cosas espirituales que pueda hacer con paciencia y gusto, tranquilamente instalado en mi hogar, sin derroche de energías.” (‘La Tentación del Fracaso’, Barcelona, Seix-Barral, 2003, Pág. 7)

En sus diarios Ribeyro, siempre flaco, a menudo carente de estima y de empuje, nos quiere dar la idea de que se enfrenta a últimas y definitivas oportunidades, de que no hay alternativa sino para el desengaño puro y duro:   “He perdido contacto desde hace tiempo con mi yo creador y sido despedido por alguna fuerza centrípeta o movimiento ondulatorio hacia una tierra desierta donde no encuentro ni ánimo ni recursos para escribir ni inventar. ¿Cuál es la causa? ¿cuál la coyuntura? Lo ignoro, pero creo en todo caso que debo buscar otro campo por donde tirar mi arado. Europa, Francia, París, Place Falguière, son ya diez años de repetición de los mismos movimientos físicos y mentales y de observación, desde el mismo minúsculo mirador. Sé lo que me conviene ahora, cambiar de ubicación y por ende de disposición.” (‘La Tentación del Fracaso’, Pág. 654)

Y en la misma línea de penetración y de frontalidad están los diarios de Virginia Woolf, sobre todo los de 1925-1930, testigos de sus rutinas y de sus evocaciones: “Así pasan los días, y me pregunto a veces si no está uno hipnotizado, como un niño por una esfera plateada, por la vida; y si esto es vivir. Es muy rápido, brillante, excitante. Pero superficial, quizás. Me gustaría coger  la esfera con las manos y tocarla tranquilamente, redonda, suave, pesada. Y sostenerla de este modo día tras día. Leeré a Proust, creo. Iré hacia atrás y hacia adelante.” (‘Diarios. 1925-1930, Madrid, Siruela, 2003, Pág. 184)

Asentar en un cuaderno el desfilar y la impresión de los días, como arranque de otros asuntos igual de importantes: una ventana al laboratorio de las grandes mentes de la literatura. 

domingo, 5 de enero de 2014

Quito, Mississippi (lo que le debemos a Robert Johnson)



Diego Pérez Ordoñez

El mismo Keith Richards cuenta, con su especial modo cándido y despreocupado, que la primera vez que escuchó a Robert Johnson (Mississippi 1911-1938) en un disco de vinil,  preguntó quién era el guitarrista que lo acompañaba. El problema, claro, es que Johnson estaba tocando en solitario: apenas él y su viola. Richards detalla en sus memorias que su presentación con el bluesero tuvo lugar en el húmedo sótano donde vivía su colega Brian Jones, probablemente a principios de los sesentas: “Me quedé pasmado por lo que escuché. Era como llevar la guitarra, la composición y la realización a una altura totalmente diferente. Y al mismo tiempo nos confundió, porque no era música de grupo sino una sola persona. Y nos dimos cuenta de que los músicos que nosotros interpretábamos, como Muddy Waters, habían crecido con Robert Johnson y lo habían traducido a formato de banda. En otras palabras, se trataba simplemente de una evolución. Robert Johnson era como una orquesta por sí solo. Algunas de sus mejores cosas son al estilo de Bach en cuanto a la construcción. Lastimosamente la jodió con las chicas y tuvo una vida corta.” (En “Life”, Nueva York, Little Brown and Co., 2010, pág. 94. Mi traducción)

También Eric Clapton quedó hipnotizado cuando descubrió sus grabaciones, como a los quince años de edad. Dice que las escuchó día tras día por seis meses seguidos y que le impresionó el hecho de que Robert Johnson parecía tocar para sí mismo, sin pensar en que podía algún día contar con una audiencia y de que lo estaban grabando. Clapton sostiene –y podría tener un punto válido- que Robert Johnson ha sido el músico de blues más importante de toda la historia y cita como explicaciones su inigualable alma al cantar y la fortaleza de su música. Las composiciones de Johnson avalan la teoría del virtuoso inglés (él mismo grabó un disco de versiones años atrás): ‘Sweet Home Chicago’ y ‘Rambling on my Mind’ son, desde hace mucho tiempo, estándares de la tradición musical occidental y muchas de las figuras del blues contemporáneo han tenido grandes éxitos con las composiciones de Johnson. Algunos ejemplos: Taj Mahal grabó ‘I Believe I´ll Dust my Broom’, Cream hizo de ‘Crossroads Blues’ todo un himno y la versión de Led Zeppelin de ‘Travelling Riverside Blues’ es la cereza en el pastel de sus grandes éxitos (de la versión de cuatro discos compactos en caja).
 
Fuente: www.pomegranate.com

A pesar de que Robert Johnson no fue el bluesman fundador - ese honor se lo podrían disputar W.C Handy, a quien se le atribuye el haber compuesto la primera canción de blues formal, Blind Lemon Jefferson, una de las celebridades originales del género, o Charley Patton, caricatura del músico itinerante de los años veinte- Johnson sin duda fue el más sofisticado y quien mejor combinó los ingredientes clásicos del blues de las bochornosas planicies del delta del Mississippi. Y aunque una de las dos únicas fotografías de la época lo muestren bien trajeado, orgulloso de un juego de largos y elegantes dedos casi hechos a la medida para acariciar las seis cuerdas, y con una confiada sonrisa, la vida de Robert Johnson bien podría recapitular los avatares del sur de Estados Unidos durante las épocas de cosecha, pobreza y segregación. Para empezar, el apellido Johnson era el de uno de los amantes de su madre, su educación formal era muy precaria y su técnica de tocar la guitarra fue producto de sus esfuerzos de autodidacta. A momentos tuvo que alternar la recolección de algodón con la inicial afición por la música y la leyenda cuenta que era un guitarrista algo menos que competente hasta que, en una oscura noche sureña, se encontró con el demonio y ambos acordaron los términos y condiciones de un exorbitante contrato: a cambio del alma de Johnson el diablo le proveería con el talento de tocar la guitarra bluesera como nadie y como nunca.  De acuerdo con este mito fundacional de la carrera de Johnson, a partir de este tenebroso pacto los salones y las cantinas se empezaron a llenar cuando tocaba, e incluso se volvió más atractivo para las mujeres (fue un mujeriego recalcitrante toda la vida). Aunque esto de los acuerdos diabólicos es moneda común en la cultura occidental (pensemos en el doctor Fausto, en Paganini, en Tartini o en Cantuña), uno de los más prolijos estudiosos de Robert Johnson, Elijah Wald, opina que la leyenda debe ser atribuida a otro Johnson, Tommy Johnson, y que el invención fue transferida a nuestro Robert para hacer más interesante su figura para las audiencias blancas:
No solamente –dice- fue Tommy y no Robert, quien proporcionó esta versión de un guitarrista del Mississippi que había vendido su alma, pero su testimonio nos llegó a través de su hermano LeDell, quien parece haber estado singularmente enamorado de estas historias. LeDell era un cantante de blues reformado que se había convertido en ministro religioso y que rastreaba su conversión a cuestiones sobrenaturales, argumentando que su guitarra había sido hechizada y que así se había asustado de la música secular.(‘Escaping the Delta. Robert Johnson and the Invention of the Blues.’, Nueva York, Harper Collins, 2004, pág. 273. Mi traducción).  Alan Lomax, un productor e investigador que recorrió el sur de Estados Unidos a la busca de artistas que representaran la esencia del blues, complementa que: “De hecho, de todos modos, todo violinista de blues, tocador de banjo, soplador de armónicas, pianista y guitarrista era, en su opinión y en la de sus colegas, un hijo del diablo, una consecuencia de la visión europea que considera al baile negro como pecaminoso en extremo.(‘The Land Where the Blues Began’, Londres, Minerva, 1995, pág. 365. Mi traducción).  Todo esto significa que la fantaseada relación contractual de Johnson con el diablo es una argolla más de la cadena de leyendas sobre el intercambio de espíritus por talento, por dinero o por gloria.

Fuente: www.rootsweb.ancestry.com
Ahora tenemos que volver a Keith Richards y a eso de que Robert Johnson “la jodió con las chicas”. Es que, cuando Johnson alcanzó cierto nivel de celebridad su fama se tornó peligrosa: Stephen C. LaVere cuenta que en las ardorosas noches de Mississippi los demás músicos te odiaban si podías tocar mejor que ellos, que las mujeres te detestaban si le ponías el ojo a alguien más, y que los hombres te aborrecían si las mujeres te adoraban. Johnson, Sonny Boy Williamson  y Honeyboy Edwards estaban tocando en la cantina de una localidad llamada Greenwood. Parece que Robert Johnson se estaba metiendo en la cama con la mujer del dueño de la cantina y que este señor lo envenenó, en uno de los intermedios del show, la noche del 13 de agosto de 1938. Continúa LaVere:

“De acuerdo a todos los reportes Robert empezó a desplegar su atracción hacia una dama que había visto durante su estancia en el local. Puede que no haya sabido, y seguramente no le habría importado, que ella era la mujer del dueño… De modo que, durante una pausa de la música, Robert y Sonny Boy estaban juntos  cuando alguien le trajo a Robert una media pinta con el sello de seguridad roto. Como Robert se aprestaba a tomarla, Sonny Boy se la quitó de las manos y se rompió en el piso. Sonny Boy le advirtió ‘Hombre, nunca tomes un trago de una botella abierta. No sabes lo que puede contener.’ Robert, en cambio, replicó ‘Hombre, nunca me quites una botella de whisky de las manos.’ Así la cosa, a Johnson le trajeron una segunda botella sin sellar y Sonny Boy solamente pudo observar y guardar la esperanza.” (De las notas interiores de ‘Robert Johnson. The Complete Recordings.’ Mi traducción.)

Evidentemente la segunda botella estaba emponzoñada y, aunque Johnson inicialmente pudo luchar contra sus efectos, murió un par de días después por neumonía. Se dice que Robert Johnson está enterrado en la capilla de Payne, en una pequeña localidad de Mississippi llamada Quito. Esta es una de tres o cuatro versiones sobre la localización de su enterramiento.

A pesar de que sus únicas grabaciones datan de 1936 la música de Robert Johnson cabalga cada día con más frescura y a confiado tranco. Su forma de tocar y entender la guitarra es simplemente deslumbrante: muy poca gente concibe de dónde puede sacar e inventar semejantes ruidos y sonidos –mucho antes de que Jimi Hendrix por poco logre una virtual amalgama con su propia guitarra eléctrica- cómo logra tanta melodía a pesar de su soledad, cómo pudo haber compuesto semejantes canciones un hombre de aparente rusticidad. Su resonancia tiene dientes afilados, está a pocos cromosomas del rock (sin perjuicio de la distancia en el tiempo) y está dotada de una pesadez inusitada. Con cada oída resulta más fácil y razonable entender los vasos comunicantes de Robert Johnson con los Rolling Stones, con Buddy Guy con Luther Allison y con muchos de los bluesmen de ese pelaje. Si bien Johnson no inventó el blues, es posible que haya fijado las reglas para el canon.