lunes, 2 de diciembre de 2013

La presa deseada: (literatura del coleccionismo)


Diego Pérez Ordóñez

En todo coleccionista vive y palpita un personaje de novela. Y existe, también, una no siempre distinguible línea entre realidad y ficción, que se hace todavía más tenue en el caso del coleccionismo: la acumulación deliberada, apasionada paciente y metódica de objetos por su puro valor artístico, por su belleza intrínseca, por su carácter decorativo o, a veces, por una ansiedad que a menudo explora los suburbios de la enfermedad.

Se trata a un tiempo avidez de poseer lo que nadie más pueda tener (el caso del millonario aficionado a los manuscritos que creyó ser dueño de un documento único e irrepetible y que, cuando se enteró de que existía otro en el mercado, lo compró y lo destruyó en frente de un notario público), la necesidad de acopiar piezas casi siempre notables y esa especie de delirante cacería a la busca de una cosa deseada. Es que el coleccionismo debería ser pasto fértil para los siquiatras y los sicoanalistas, más que para los galeristas y marchantes de arte. Pero también lo debería ser para la literatura porque, en esencia, el coleccionista –de carne y hueso o infiltrado en las páginas de una novela o de un cuento- es siempre un personaje, material literario por excelencia.

Ardores napolitanos

Lo que el ensayista Blom pinta como “coleccionar como proyecto filosófico, como un intento de comprender la multiplicidad y el caos del mundo, y tal vez incluso de encontrar en ese caos un significado oculto...” (“El Coleccionista Apasionado. Una Historia Íntima”, Barcelona, Anagrama, 2013, Pág. 65) ha producido antihéroes entrañables como sir William Hamilton, enviado inglés a Nápoles a finales del siglo XVIII, recalcitrante acumulador de vasijas, pinturas y libros. El mismo Hamilton – el Cavaliere- que Susan Sontag dibujó con admiración como el diletante y esteta marido de lady Hamilton, ella célebre amante de lord Nelson que “de niño había coleccionado monedas, luego autómatas, más tarde instrumentos musicales. Coleccionar expresa un deseo que vuela libremente y se acopla siempre a algo distinto: es una sucesión de deseos. El auténtico coleccionista no está atado a lo que colecciona sino al hecho de coleccionar. Apenas cumplidos los veinte años, el Cavaliere ya había formado, y se había visto obligado a vender para pagar deudas, varias pequeñas colecciones de pintura.(“El Amante del Volcán”, Buenos Aires, Debolsillo, 2009, Pág. 35)


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Sontag perfiló al mismo Cavaliere (1731-1803) posiblemente más refinado en las  páginas de su novela que en la vida misma, ciertamente adornado por el cálido y modorroso ambiente napolitano: 

Al llegar como representante diplomático empezó a coleccionar de nuevo. A una hora de distancia eran excavadas Pompeya y Herculano, desnudadas, despojadas; pero todo lo que los ignorantes excavadores desenterraban se suponía que iba directamente a los almacenes del cercano palacio real en Portici. Él consiguió comprar una vasta colección de jarrones griegos de una familia noble de Roma, a la que había pertenecido durante varias generaciones. Coleccionar es rescatar objetos, objetos valiosos, del descuido, del olvido, o sencillamente del innoble destino de estar en la colección de otro en lugar de en la propia. Pero adquirir una colección entera en vez de perseguir pieza a pieza la presa deseada…era un gesto poco elegante. Coleccionar también es un deporte, y su dificultad es lo que le confiere honor y deleite. Un auténtico coleccionista prefiere no adquirir en cantidad (como los cazadores no quieren que la presa, simplemente, desfile ante ellos), no se siente satisfecho poseyendo la colección de otro: el mero hecho de adquirir  y acumular no es coleccionar. Pero el Cavaliere sentía impaciencia. No solo hay necesidades y exigencias interiores, y él deseaba seguir con la que solo sería la primera de sus colecciones napolitanas.” (“El Amante del Volcán”, Buenos Aires, Debolsillo, 2009, Págs. 36-7) Y El Cavaliere poseía una memoria prodigiosa. Se anotaba muy pocas cosas. Todo estaba en su mente: el dinero, los fondos, los objetos…una profusión portentosa. Enviaba listas de las necesidades de su biblioteca a libreros de París y Londres. Mantenía correspondencia con anticuarios y tratantes de arte. Discutía con restauradores, embaladores, exportadores, aseguradores. El dinero siempre resultaba una distracción, como debe ser para un coleccionista: a la vez medida y falsificador del valor.”

Angustias de otro esteta

Si el Cavaliere lidiaba con mercantes, embaladores, excavadores en la realidad y en la imaginación de Susan Sontag, desde un campo de concentración Irène Némirovsky esbozó cómo serían las angustias de otro esteta, que esperó hasta los últimos momentos para empacar y huir del París asediado y luego ocupado por las tropas nazis. Otro coleccionista que parecía negar la realidad para engancharse a sus cosas, a las piezas acumuladas tras años. Se trata del neurótico y desconfiado Charles Langelet que “Arrodillado en el parquet del salón…empaquetaba personalmente sus porcelanas… Langelet debería haberse marchado hacía tiempo, pero le tenía demasiado apego a sus viejas costumbres. Retraído y desdeñoso, lo único que le gustaba en este mundo era su casa y los objetos esparcidos a su alrededor, en el suelo desnudo (las alfombras, enrolladas con naftalina, estaban escondidas en el sótano)…Charlie volvió a arrodillarse ante la caja, que ya estaba medio llena, y a través de la paja y el papel de seda acarició sus porcelanas, sus tazas de Nankín, su centro de mesa Wedgwood, sus jarrones de Sèvres, de los que no se separaría por nada del mundo…Pero tenía el corazón roto: no podría llevarse el lavabo de porcelana de Sajonia que tenía en el dormitorio, una pieza de museo, con su tremol decorado con rosas”. (‘Suite Francesa’, 10ª edición, Barcelona, Salamandra, Págs. 64-66)

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Sin saberlo Némirovsky le dio la razón al ya citado Blom, en el sentido de que toda colección resulta una especie del teatro en el que actúan los recuerdos, sobre la base de un guión de pasados personales, de la infancia recuperada y del deseo de trascender.   (Blom, Philipp, “El Coleccionista…”, Pág. 253) En esa necesidad de consecuencia, de que la colección no sea atomizada, cobra importancia el inventario:

“Sin un catálogo, todo coleccionista importante ha de temer que su colección se disperse  y, con ella, su propio descenso a la oscuridad. Un catálogo no es un apéndice a una colección; es su apogeo. Mientras que los cuadros, los libros, las cajas de rapé de oro y otros objetos preciosos pueden, con el tiempo, regresar al mundo por la necesidad, la codicia y la ignorancia, y sin ningún rastro visible de su anterior dueño (a menos que, por supuesto, los coleccionistas observen la costumbre china de poner, en las caligrafías y otras obras gráficas, el sello que los identifica), un catálogo caracterizará la supervivencia de la colección como conjunto, como organismo y como personalidad.” (Blom, Pág. 283)

Aunque en las páginas de la literatura –han quedado expuestos apenas un par de ejemplos- se puede encontrar a los más depurados coleccionistas, también es posible hablar de un par de escritores, ambos argentinos, que alternaban la creación (un poeta y un novelista) con la detallosa recopilación de piezas únicas. Poeta, Oliverio Girondo, en algún tiempo rival amatorio de Jorge Luis Borges (o al menos Borges así lo creía)  “tuvo obras históricas europeas de origen español e italiano y mobiliario del siglo XVIII español, inglés y americano; adquirió piezas populares africanas en París desde 1927; juntó unos pocos artistas argentinos: Spilimbergo, Larco, Figari y Xul Solar; combinó platería criolla, cristalería y vidrios coloniales y del 800; reunió porcelanas inglesas y españolas del XIX; tallas y pinturas del 600 y el 700 realizadas en Potosí, Lima y Quito; centenares de objetos precolombinos mexicanos, peruanos, altoperuanos, catamarqueños y del NOA [noroeste argentino], y objetos prehispánicos colombianos de oro. Además, estuvieron los mapas y atlas europeos antiguos franceses y alemanes, libros del XVI al XX, algunos procedentes de Errázuriz y Eduardo Bullrich; artefactos egipcios, chinos, de Oceanía, Indonesia, Sumatra y Pascua, y del 800 D´Hastrel.” (Pacheco, Marcelo E., “Coleccionismo de Arte en Buenos Aires- 1924-1942”, Buenos Aires, El Ateneo, 2013, Pág. 205)
También está el caso de Manuel Mujica Lainez, elegante prosista, aunque a momentos excesivamente aristocratizante, y con seguridad opacado por el mencionado Borges, por Cortázar y por Bioy, y por lo tanto con injusticia relegado a la segunda división de las letras argentinas. Mujica disfrazó de ficción, con un perro (Cecil) como narrador, una visita guiada a su casa de campo de Cruz Chica, cerca de Córdoba. La mascota nos pone al tanto de que:  

“Lo primero que percibí, en su penumbra interior, fue la jerarquía esencial que concede a los objetos. Quizá crea en ellos más que en las personas. Entiendo que ha subrayado esa relación en alguno de sus libros. Los objetos lo preocupan y, no obstante el largo tiempo transcurrido desde que empezó a interesarse por ellos, continúan hechizándolo…La ‘visita’ comienza delante de los iconos ‘que traje de las islas griegas’ y de una tallada máscara de apóstol ‘que me regalaron después del incendio de los templos, en Buenos Aires, y procede eventualmente del de San Juan’…Se llega así a la biblioteca, estrecha y larga, dividida por dos arcos conventuales. Los volúmenes, alineados por temas y por orden alfabético –lo que significó siete meses de tenaz trabajo sin socorro y una enfermedad misteriosa, literaria, originada vengativamente en los hongos de los libros- tapizan los muros.” (“Cecil”, Buenos Aires, Debolsillo, 2010, Págs. 23-26)


Así, coleccionar se convierte en modo de rastrear los contornos de la ficción, de barajar a los personajes de las páginas con los coleccionistas de verdad, con los que recorren las librerías de viejo en procura de un viejo volumen, con aquellos que husmean los anticuarios y las galerías. La caza de la presa deseada.