sábado, 31 de agosto de 2013

Bessie Smith: diva entre las divas




Diego Pérez Ordóñez

La historia de Bessie Smith (1894-1937) tiene todos los ingredientes de una bien pensada y dirigida telenovela: el ascenso a la gloria desde los rincones más humildes de la segregación racial, fama y estrellato, alcohol y excesos y una muerte trágica y polémica. Parece que Bessie Smith bebía a barba regada, que era ferozmente independiente en un mundo de machos alfa blancos, era soberbia hasta el punto del desplante y se metía en la cama con quien le daba la gana, esencialmente. En tiempos de digitalización, de paparazzi y de obsesión con la imagen, Bessie Smith habría sido una celebridad en toda regla, de esas que procesan a las revistas del corazón para proteger su ultrajada privacidad, de esas que manejan automóviles llamativos y estúpidamente caros, de esas que cruzan puñetazos con los fotógrafos que la quieren retratar en la calle. Pero incluso antes de la masificación de la popularidad, esta cantante de blues marcó camino, fundió el molde de la diosa contemporánea: algo subversiva, de carácter fuerte, extravagante y caprichosa.   

Es que, pónganse a pensar, la primera época de oro de blues –fundamentalmente los años 1920s- estuvo marcada por las grandes voces femeninas: cantantes como Mamie Smith, Ma Rainey, Ida Cox o Alberta Huntner. En esa época la imagen de una mujer, por lo general extravagantemente vestida, con plumas en la cabeza y acompañada por una banda masculina era casi tan común como la idea que hoy tenemos del blues: un cantor que toca una guitarra acústica en alguna vieja cantina del sur profundo, probablemente en Mississippi un sábado por la noche. Un cantor que se quejaba del daño que la había hecho una mujer. Hay que recordar que las mujeres abrieron la trocha para los hombres, micrófono en mano. 
 
Fuente: Johannasvisions.com

Incluso hoy, cuando su música a primeras escuchas pudiera parecer añeja y anticuada, su imagen sigue en plena vigencia. Para Anki Toner, por ejemplo, Bessie Smith además de haber sido la más importante e influyente de las cantantes clásicas del blues – lo que no es poca cosa- fue un emblema: “Una mujer negra que no sólo se hizo millonaria por su propio trabajo, sin que nadie le regalara nada en una sociedad dominada exclusivamente por hombre blancos, sino que, además, era explosiva, independiente, arrogante, bebedora, violenta y sexualmente promiscua.” (‘Blues”, Madrid, Ed. Celeste, 1995, pág. 115).  Tocó brevemente el cielo a pesar de haber nacido en la segregada Chattanooga de Tennessee en 1894, en plena vigencia del Ku Klux Klan, en condiciones en que una mujer negra no solamente ocupaba el último madero de la rígida escala social sino que era prácticamente un bien o una mercancía. 

Al parecer en los últimos años de la adolescencia (hay que decir, de paso, que Bessie Smith era huérfana y pobre de solemnidad) se juntó a una compañía/caravana de vodevil en calidad de bailarina. En esos aprietos se dejó proteger por Ma Rainey, una de las diosas originales de la por entonces difusa frontera entre los distintos géneros de la música de origen africano: el  blues, el vodevil, el ragtime, los gérmenes del jazz… Corrían tiempos –imagínense- en que solamente las mujeres de reputación dudosa podían dedicarse al blues, tiempos en los que el espectáculo se daba la mano con el proxenetismo, días y noches en que el llamado ‘show business’ a menudo se abrazaba con las mafias nacidas de la prohibición del alcohol. 

Logró grabar un disco en 1923, a pesar del repetido rechazo de las casas discográficas, que le imputaban tener la voz demasiado bronca y áspera. Lo cierto es que cuando logró que la admitan en un estudio de grabación su primer disco vendió algo así como 750.000 copias, una cifra sideral para la época.  Fue su estación de oro: a pesar de que se avecinaba la gran crisis económica Bessie Smith era todo un éxito comercial, llenaba los teatros y los sitios donde cantaba, se daba el lujo de contar con músicos como Coleman Hawkins, Benny Goodman o Louis Armstrong y de llevar un ritmo de vida digno de una voluptuosa princesa. Un tren de vida de largas noches, botellas vacías, variedad de amantes, ropas caras y aplausos. En una foto de la época se la ve enjoyada de pies a cabeza, con una especie de tocado de grandes y tupidas plumas blancas, echada en una tumbona y ofreciendo a quien la vea una sonrisa a medio camino entre la sugestión y la lujuria más frontal. En otra imagen está jugueteando con un collar de perlas de varias vueltas, mientras mira a la cámara en plan de fascinación.  Así,  para Samuel Charters “Un nombre sigue evocando la magia de esos primeros años del blues: Bessie Smith ‘la Emperatriz del Blues’. Sus mejores grabaciones nunca han estado fuera del mercado, a pesar de que algunas de ellas datan de los días de las grabaciones acústicas – con su sonido empacado- más de 70 años atrás. Los discos de Bessie se vendían en todas partes, y cuando por ahí encontramos ejemplares en algún sótano o en la esquina de un ático, han sido tocados tanto que apenas pueden ser escuchados otra vez.” (En el texto para “Classic Blues Women” de la colección Blues Masters, Rhino Records.

Fuente: riverwalkjazz.stanford.edu


Divas aparte, Bessie Smith era dueña de una voz autoritaria y de carácter. Una voz que le permitió convertirse en una suerte de ídolo en el sur profundo de Estados Unidos, húmedo y algodonero, y tratar de cruzar la frontera hacia los públicos blancos (en ese entonces reacios a admitir que una mujer negra que cante de desamores pueda ser considerada un talento). Y sí, Bessie Smith parece cantar –incluso en estos tiempos- con la furia y con la decisión de alguien que sabe que ha nacido en un mundo para ella injusto, en el que los hombres (productores, cazatalentos, empresarios discográficos) son dueños de todas las cartas. Y sí, con su voz carrasposa y fuerte, señaló el camino no sólo para los bluesmen clásicos que la precedieron, sino para toda cantante femenina de blues, jazz o rock. Hay un poco de Bessie Smith en Janis Joplin, en Susan Tedeschi, en Tina Turner. Hay incluso un poco de Bessie Smith en la camaleónica Madonna. 

Se cuenta – aunque sobre este punto los especialistas contemporáneos opinan que se trata de una leyenda apócrifa-  que la Smith salió gravemente herida de un accidente de tránsito en 1937 (en la carretera número 61, cerca de Clarksdale, que años después inmortalizó Bob Dylan). A pesar de su fama como una de las más reconocidas voces de la música algodonera, se supone que tres hospitales del estado de Mississippi le negaron tratamiento médico, por ser negra. Al final, se dice, murió desangrada. Aunque los académicos más serios argumentan que en el accidente no hubo factores raciales de por medio, el mito forma parte del aura de esta extraordinaria cantante.  Años después, en una suerte de desagravio con estampas de tragedia, otra mujer, aunque esta vez blanca, le puso una lápida a la anónima tumba de Bessie Smith. Se trataba, claro, de Janis Joplin, quien terminó bajo tierra poco después.

sábado, 3 de agosto de 2013

Las mil vidas de Casanova



Diego Pérez Ordóñez

Apenas mencionar a Giacomo Casanova (1725-1798) causa partición de opiniones. Para muchos su nombre es casi un sinónimo de frivolidad y de libertinaje: escasamente un amante indiscreto y contumaz, poco más que un charlatán. Pero lejos de su trillada imagen de aventurero y libre-fornicador, en la vida de Casanova– que en realidad parecen mil vidas- se funden muchas de las características del hombre ilustrado: el memorialista, el viajero, el hombre educado a sí mismo, el diletante y el conversador de salón. También se puede alegar que Casanova reproduce con fidelidad el siglo XVIII, los tortuosos viajes en carroza, los pomposos palacios, las discusiones filosóficas, los modales de corte, los primeros pasos de la gastronomía organizada. 

Pero si cedemos por unos segundos a su leyenda como amante tenemos que mencionar su facha. Uno de los agentes de la inquisición veneciana, que lo persiguió hasta ponerlo tras las rejas, lo describió de la siguiente manera:

“Va y viene a todas partes, con una cara franca y la cabeza en alto, bien vestido. Es un hombre de unos 40 años como máximo, buen mozo de aspecto saludable y vigoroso, de piel muy morena y ojos vivaces. Lleva una peluca corta de color castaño. Por lo que me han contado, tiene un carácter descarado y despectivo. Pero sobre todo, tiene mucha labia y, por consiguiente, es ingenioso e instruido.” 

Fuente: www.kamprint.com
 
Por eso Casanova está siempre a caballo entre la realidad y la ficción: su mismo nombre evoca mito, viajes, salones literarios, góndolas y antifaces, capas y espadas, episodios galantes y huidas apuradas. Está claro que Casanova tiene un pie en cada mundo, un día puede estar viajando a París, al día siguiente visitando a Voltaire o alquilando alojamiento en Londres para tramar cómo ganarse la vida. Casanova siempre empieza de nuevo, se reinventa, él mismo es una obra de reingeniería. Desde sus flirteos con la cábala y con la magia negra, hasta sus lecturas de Rousseau, y sus últimos días de bibliotecario en un castillo, papel y pluma en mano, a cargo de escribir sus evocaciones. 

Es que como memorialista el veneciano difícilmente puede ser igualado: su prosa es frontal y cómoda, su actitud es confiada. En análisis de Tierno Galván, las ‘Memorias’ de Casanova no pueden caer en la categoría de confesión, ya que “Casanova no huye de sí; al contrario, está satisfecho de sí mismo. Incluso el ingrediente de vanidad es menor en estos casos. Casanova no es un vanidoso, admite derrotas que en el plano espiritual los autores de confesiones niegan o disimulan.” (“Acotaciones a la Historia de la Cultura Occidental en la Edad Moderna”, Madrid, Tecnos, 1964, Pág. 131) ¿Quién compite con Casanova en este campo? Quizá, y guardando las distancias de lado y lado, el vizconde de Chateaubriand (se me ocurre). 

Fuente: www.flickr.com
Pero hay otros menos comentaristas menos generosos, como Stefan Zweig, cuyo retrato del veneciano es despiadado: 

Dentro de la literatura universal, Casanova figura como un caso excepcional, un caso fortuito y único, y ello se debe, sobre todo, a que ese famoso charlatán ha entrado de un modo tan ilegítimo en el panteón del espíritu creador como Poncio Pilatos en el Credo. Porque su abolengo poético no es menos volátil que aquel título de caballero de Seingalt, entresacado del alfabeto con absoluto descaro; y porque sus pocos versos, improvisados con prisa en honor de alguna damisela, en el trayecto entre la cama y la mesa de juego, huelen a almizcle y a engrudo académico, y cuando el bueno de Giacomo empieza a filosofar, haríamos bien en apretar las mandíbulas para evitar la convulsión del bostezo.” (“Tres Poetas de sus Vidas. Casanova, Stendhal, Tolstói”, Planeta, Barcelona, 2008, Pág. 29)
 
Pero si siempre divide opiniones, no hay duda de que Casanova es también Venecia, sus canales no siempre limpios, las suntuosas mansiones acuáticas, las sinuosas calles, los excesos carnavalescos. Y si fuera necesario nombrar un abogado para Casanova, alguien que fundamente sus tesis, sería el esteta húngaro Miklós Szentkuthy. Fragmentos, entonces, del alegato pro-Casanova: 

Lo más admirable de Casanova es su absoluta seguridad a la hora de definir los rasgos característicos del amor (no del amor ideal, sino del amor posible, ‘el menos malo entre todos’)…Una condición especial para el amor es el vagabundeo, el llegar de un palazzo a otro, de un lupanar a otro, del seminario a la cárcel, del camarote del barco al harén, del parque al dormitorio de una criada, de los aposentos a la noche veneciana, un constante ir y venir, un eterno ‘llegar’; esta incesante metamorfosis de lugares y decorados es la esencia del amor.” (Miklós Szentkuthy, “A Propósito de Casanova”, Madrid, Siruela, 2002, Págs. 51-52)

Y, claro, como hablar de Casanova casi siempre lleva a Venecia (ya lo dije), la ciudad de las callejuelas y de las ventanas como vitrinas: 

Casanova no habla de Venecia, puesto que Venecia lo es todo. Es necesario expresarlo aquí mismo de forma tajante: Venecia es un dogma cardinal, una realidad inapelable, la única cosa que subsiste tras el desmoronamiento final, la única cosa por la que vale la pena vivir eternamente…Venecia no es un trasfondo para el amor. Venecia es el amor mismo. El amor de Malipiero está marcado por el hecho de que las calles de Venecia son estrechísimas y de que las ventanas son enormes, así que él puede ver a su amada con una total comodidad mística…puede contemplarla en su casa, en su cama, puede ver hasta el plato de sopa que se está comiendo, puede ver hasta la palangana en la que se está lavando.” (Miklós Szentkuthy, “A Propósito de Casanova”, Madrid, Siruela, 2002, Pág. 53)

www.amorestvitae.blogspot.com .com
En abundamiento, para Marina Pino la relación entre Casanova y Venecia es la de una madre o madrastra y su hijo sedicioso y prófugo, una ciudad colmada de teatros y carnavales: “Jugar, fornicar y asistir al teatro era el derecho de los ciudadanos. De los asuntos políticos, religiosos y de buena policía se ocupaban los nobles y sus domésticos. Un número incontable de espías mal pagados y un temible Santo Oficio no impedían ser feliz en la República Serenísima. Casanova fue feliz por lo menos hasta los treinta años. Hasta esa edad Venecia forjó su carácter.” (En el prólogo de Casanova, Giacomo, “Aventuras en Venecia”, Girona, Atalanta, 2011)
 
Al menos yo, me quedo con el Casanova ilustrado, con el evocador de memorias, con el viajero.