viernes, 22 de febrero de 2013

A través de la cerradura (secreto y traición en la literatura de Javier Marías)


Diego Pérez Ordóñez

Los conceptos del secreto, del voyerismo, del vistazo aparentemente inocente…o una mirada indiscreta, encontrarse en el sitio equivocado para advertir o descubrir algo que no debía ser develado, la incomodidad de ser testigo de un evento azaroso, suelen ser los ingredientes de la literatura de Javier Marías (Madrid, 1951). Estos las más de las veces incómodos espectadores de lo que no debía ocurrir, asistentes a extraños hechos y actos aparentemente aleatorios, se muerden las uñas y se rascan la cabeza tras ser embestidos por dilemas éticos: ¿contar o no contar?, ¿guardar o no el secreto?, ¿compartir o no los acontecimientos?  Muchas veces el insumo de la obra del madrileño es la encrucijada producto de haber presenciado lo prohibido, de haberse enterado de lo vedado, de haber escuchado un diálogo íntimo que siempre estuvo diseñado para únicamente dos personas, de haber desenmascarado accidentalmente lo disimulado. Susurros. Intimidades. Cuchicheos. Miradas por detrás del hombro…

Atención: leer demasiado puede perjudicar su salud.

Como el sobrecogido adúltero de Mañana en la Batalla Piensa en Mí, quien termina por toparse –casi literalmente- con la misteriosa muerte de su objeto de deseo:

“Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrase con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere –si tiene tiempo de darse cuenta- les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa.”

Que no se te muera la amada

Así el amante frustrado (porque no consuma su aventura galante) termina por convertirse en asistente silencioso y fortuito de una muerte extrañísima, aparentemente no violenta y por supuesto no anunciada, mientras el marido (también aparentemente) está en un hotel londinense y mientras un niño duerme en el cuarto de al lado sin sospechar todavía que ya es huérfano de madre. La lana y el trasquile: el galán apuesta por una noche de placer y termina acostado con un cadáver. 

O la entrañable María Dolz, quien por rutinas del desayuno termina por enredarse en la confusa muerte de Miguel Deverne –supuestamente contratada por él mismo, al tiempo que aparentemente dirigida por su amigo y a la postre quizá en connivencia con su propia esposa- en la más musical pero quizá la más sórdida de las novelas de Javier Marías: Los Enamoramientos. El núcleo de esta obra (poblada de frases esponjosas y melodiosas, por cierto) pasa también por haber visto algo, encontrarse con lo indebido, meter las narices ahí donde a uno no lo han llamado. María cuenta sobre el muerto (occiso, deliciosa palabra de la crónica roja) que:

“Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él –no se me malentienda- sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego…No me gustaba encerrarme tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido es hacerlos sentirse incómodos o molestarlos.” La algo impúdica editora convertida en voyerista rutinaria y de costumbre, que no puede ir a trabajar antes de mirar - ¿o es vigilar, de cierto modo?- a una pareja aparentemente normal, aparentemente feliz. Como muchas veces en el arte de Marías: alguien ve algo que no debía ver, está en sitio equivocado como presagiando lo que siempre quedará impune. 



Deshojando margaritas

Contar o no contar. Violar la confianza del interlocutor. Rasgar el velo íntimo. Jacobo Deza, protagonista de la para muchos densa y tupida Tu Rostro Mañana atiende a una amistad que “…me obligó a escucharla, y, con menos aspaviento que sincero susto, me hizo partícipe de su recién inaugurado adulterio, siendo yo más amigo de su marido que de ella, o más antiguo. Flaco servicio el suyo, pasé meses atormentado por mi saber –que ella me ampliaba y renovaba teatral y egoístamente, cada vez más presa de narcisismo-, con la certidumbre de que ante mi amigo yo debía guardar silencio: no ya por juzgarme si derecho a enterarlo de lo que acaso él –cómo saberlo- habría preferido seguir ignorando; no ya por querer asumir la responsabilidad de desencadenar acciones o decisiones ajenas con mis palabras, sino también por ser muy consciente del modo en que me había llegado aquel incómodo relato.” Aparte de que en frases como la trascrita Javier Marías le guiña un ojo a Marcel Proust, por aquello de esos párrafos exuberantes, elásticos y que terminan por girar alrededor de su propio eje, empieza a cuajar la teoría central de esta entrada: los personajes marianos como incómodos testigos de lo debatiblemente incorrecto, prisioneros del aprieto sobre divulgar o no divulgar. 

O, solo para cimentar apropiadamente el argumento, el mismo Deza en una especie de exilio en Londres, trabajando como una suerte de traductor de espías y de exégeta de personas que le interesan a su red de fisgoneo, se saca los zapatos cuando llega a su departamento y nos informa que: “Hay un hombre que vive enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronan el centro de esta plaza y exactamente a mi altura, un tercer piso, las casas inglesas no tienen persianas o raramente, si acaso visillos o contraventanas que no suelen cerrarse hasta que el sueño inicia sus cacerías atolondradas, y a este hombre lo veo bailando frecuentemente, alguna vez acompañado pero casi siempre él a solas con gran entusiasmo, recorriendo en sus danzas o más bien bailoteos el alargado salón entero, ocupa cuatro ventanales.” Sí. Acá mismo tienen ustedes al voyerista ilustrado y satisfecho, al mirón que se deleita, muchas noches a lo largo de los tres nada fáciles tomos de Tu Rostro Mañana, con el placer de ver bailar al vecino, en la neblinosa Londres de calles estrechas y empedradas, de edificios arrimados y carentes de cortinas apropiadas. Y cuando el observador se siente observado (es que los bailarines del departamento vecino se dan cuenta de su presencia y lo invitan a bailar): 

“De ahora en adelante ya no podría observarlos con la misma tranquilidad, o más bien observarlo a él, que las más de las veces estaba solo, eso era un inconveniente…Cogí mis prismáticos del hipódromo y miré desde atrás, desde adentro, a resguardo de los ojos, de ellos, se me antojó que habían cambiado de acompañamiento por cómo se movían ahora (habían vuelto a lo suyo, tras mi eclipse mi espantada…”

Grandeza clandestina

Esto ya lo había advertido Wyatt Mason hace unos años en la New Yorker (edición de 14 de noviembre de 2005, “A Man Who Wasn´t There. The Clandestine Greatness of Javier Marías”) cuando sostuvo que “Sus narradores desempeñan un papel muy activo discerniendo las verdades que se ocultan tras las apariencias: como los espías, siguen a la gente, a pie, por ciudades de Estados Unidos, Inglaterra y España; escuchan furtivos detrás de las puertas, en balcones, y en retretes de minusválidos; como los detectives, sonsacan confesiones durante largas conversaciones, y comunican las noticias que han ido recogiendo. Sus informes parecen exhaustivos, pero arrojan una concatenación de resultados inesperados: infidelidades de las que nace el verdadero amor, asesinatos que dan lugar a nacimientos.”   
O quizá con más precisión Juan Benet, él mismo uno de los más grandes estilistas de la lengua española de los últimos cincuenta años y de cierto modo promotor de la prosa de Javier Marías, en su ensayo sobre el espionaje y el contraespionaje Sobre la Necesidad de la Traición (en La Construcción de la Torre de Babel, Madrid, Siruela, 1990). El núcleo de la tesis de Benet es que un espía necesita de otro espía, que el espionaje es una especie de juego de espejos, de reflejos e imágenes en bis: “Por eso decía al principio que el espía son dos; como el matrimonio, una actividad llevada a cabo por una pareja; un espía que procede del campo adversario y un traidor salido del campo propio que –no necesariamente por dinero- rompe en secreto el juramento de fidelidad a su rey, a su constitución o a su pueblo, vende su alma al diablo y pasa a colaborar con aquél por el triunfo de unos ideales o por unos principios muy distintos de aquellos en los que se formó.”  Así son los personajes, o mejor dicho los narradores de las construcciones de Marías, de ética siempre precaria, que no nos dejan saber si están del lado del aliado o del enemigo, si ejercen precisamente el espionaje o en divergencia el contraespionaje. Estos protagonistas (que a veces podrían ser el mismo Marías de profesor visitante en Oxford, o el mismo Marías que intenta calzarse los tacones de una mujer) contornean los abismos de la moral, tasan las dimensiones del precipicio y evalúan si mentir no, cómo dulcificar la verdad, si divulgar lo aprendido o si conviene mejor cerrar la boca. 

 De vuelta a Benet: “El traidor rompe un juramento de fidelidad. El juramento será una fórmula ritual mediante la cual quien la acepta se compromete a respetar ciertas reglas. Es, por así decirlo, la cerca que define los límites de un Estado dentro del cual se puede mover el individuo. Si la salta es un traidor. Si por dos veces he utilizado antes el símil matrimonial es porque el traidor tiene todos los parentescos con el adúltero que rompe su juramento de fidelidad para con su cónyuge en virtud de una compulsión más fuerte que el respeto al voto, el afecto a la persona engañada o el dolor reflejo provocado por un daño irremediable. Por lo mismo que el traidor es mucho más interesante que el espía que viene de fuera y lo tienta y seduce, el caso de la adúltera que destruye su matrimonio y su vida por un amante de paso-por lo general pintado por el narrador con trazos despectivos- es el que ha excitado la imaginación del novelista.” (Sobre la necesidad…) Las creaciones de Marías siempre coquetean con la tentación de cruzar las fronteras de las que habla Benet: la fina línea que divide lo correcto de lo incorrecto. Los lindes de lo conveniente, la tentación de confesar lo confiado. Lo que enfrenta el prenombrado espía madrileño en desarraigo londinense, esta vez en boca de Isabel Cuñado: “De algún modo, el relato de Deza es el de un inventario de transgresiones que siguen un proceso triple: ser primero secretos, ser descubiertos más tarde y, finalmente, ser nombrados.” (“La Cuestión Moderna en Javier Marías”, en Ínsula Nos. 785-786, Javier Marías. La Conciencia Dilatada, Madrid, Espasa Libros, 2012, pag. 26) 

Mirar por la cerradura. Buscar las rendijas. Escuchar discretamente, como para no llamar la atención. Parar las orejas. Todo como cimientos no demasiado evidentes de la arquitectura literaria de Javier Marías.

martes, 5 de febrero de 2013

Ribeyro, ensayista de la tristeza



Diego Pérez Ordóñez

Llevo años rondando los libros de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), años de rumiarlos, de mirar sus lomos, de volver a ellos en busca de los confines del laberinto, de párrafos añorados y de frases que continúan resonando. En mis rencuentros con Ribeyro, casi siempre, me empeño en escrutar las razones de su tristeza, de su insistencia por lo melancólico. Y la obstinación sigue adelante. 

A pesar de que el peruano es más conocido por ser un cuentista preciso, afilado y pulcro, tiendo a encallar en sus diarios (“La Tentación del Fracaso”). Un volumen grueso y amedrentador -seiscientas setenta páginas- que rebasa el mero apunte cotidiano, lo anecdótico y lo circunstancial y que se nutre de la aflicción como materia prima. Es que Ribeyro, que argumentaba que los conceptos pertenecen a la esfera pública, mientras que las formas son parte del coto privado, parece haber volcado en sus diarios (que arrancaron en 1950) gran parte de su casi enfermiza introspección, de su complacencia con la soledad, de su afición a sentarse en un café de París al mando de una botella de Burdeos para ver pasar a la gente común en una tarde lluviosa cualquiera. Ya en una de sus primeras entradas, cuando prefería ir a ver practicar a la orquesta sinfónica en la neblinosa Lima, en vez de asistir a sus clases de Derecho, sostenía estar “…inferiormente dotado para la lucha por la existencia.”

Have a cigar


Los diarios de Ribeyro superan el registro espontáneo de eventos. Por lo general, si se lo dan a escoger, se decanta por lo bucólico versus lo feliz, por las cosas que guardan cierto tufillo a evocación, en vez de por las cuestiones que pudieran resultar rutinarias y positivas. Y Ribeyro machaca sus pensamientos, los mordisquea una y otra vez, los contempla desde distintos ángulos antes de plasmarlos en una forma que a ratos se acerca al ensayo, al bosquejo meditado. Destacan, por ejemplo, la dualidad del peruano que vive en París pero que al tiempo añora su ciudad natal: “No regresar, bajo pena del peor de los castigos, ni a la mujer que quisimos en nuestra juventud ni a la ciudad donde fuimos felices” y pensaba en “el encarnizamiento que pone el tiempo en destruir nuestras ilusiones.” O su aflicción de no haber escrito nunca la gran novela, de haber pasado casi desapercibido en el “boom” literario, de haberse convertido después de todo en una suerte de escritor de culto: “Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura.” 

Sin embargo, de todas las reflexiones de Ribeyro, proyectadas con una prolijidad que da a entender la tasación de cada palabra, me quedo con el agridulce juicio sobre su propio padre: “Reconozco que era colérico, soberbio, autoritario, desdeñoso. No compartiré nunca su manía por el orden, la higiene. Su racismo, sus ideas políticas que viraron hacia el fin de su vida hacia la reacción, me son extrañas. Pero todo ello pesa poco en la balanza, al lado de su inteligencia diamantina, de su saber, de su coraje, de su independencia de juicio, de su ironía que por momentos llegaba al sarcasmo, de su humor y dones histriónicos, de su elegante manera de expresarse, encontrando siempre fórmulas insólitas y, en el fondo, de su enorme bondad, pero una bondad razonada, que era fruto de su lucidez más que del sentimentalismo.” Es el Ribeyro que apuesta sus fichas al aplomo de la tristeza, al peso de la recordación. 

Este texto fue originalmente publicado en Ache. Revista de Cine y Literatura. No. 4, Quito, 2013.