domingo, 27 de enero de 2013

Alfredo Gangotena, cazador de tigres


Diego Pérez Ordóñez

Del mismo modo que el manjar, la poesía es algo objetivo, por mucho que este algo sea bello, y he aquí lo que la hace independiente o, como se dice, abstracta, lo mismo que la escultura o la pintura modernas. Leopoldo María Panero.


En Alfredo Gangotena (1904-1944) se fusionan admirablemente una mente exquisita y un alma torturada. Imagínense a un esteta enjaulado en una sociedad prehobbesiana y conventual. Pónganse en los zapatos de una especie de artista-equilibrista que busca luces en la línea divisoria entre dos idiomas. En palabras de Nabokov (que conocía al dedillo el exilio y los malabarismos lingüísticos), un hombre ilustrado en una sociedad bárbara, palabras casi a la medida de nuestro personaje. 

Es que, claro, Gangotena infringía casi todas las reglas de una ciudad centenariamente pacata: un patricio con visión más allá de “la hacienda”, con aires de vanguardia y surrealismo, con ciertos empaques de dandy, incluso con libros. El poeta, en el viejo Quito que ni siquiera acababa en la avenida Colón, debe haber sido una especie marcada, un elemento sospechoso, casi un descastado. Un habitante excéntrico, aunque retraído, cuyas tarjetas de presentación parisinas anunciaban: “Alfredo Gangotena, cazador de tigres”, en su amado idioma francés. Por eso, por salirse del molde, incluso en estos tiempos sobre el poeta cuelgan todo tipo de sambenitos: debe haber sido homosexual, debe haber sido hemofílico, era, en cualquier caso, raro. Muy antiguo para haber sido “bohemio”, el poeta Alfredo Gangotena no suele pasar de una anécdota para iniciados en su ciudad natal y de un poeta exportado en Francia. 

Retrato del artista
No hay evocación de Alfredo Gangotena como la escrita por Carlos Tobar Zaldumbide, la trascripción de una charla que dictó en Art Fórum de Libri Mundi en enero de 1993 y que unos años después recogió la revista Seseribó/Contexto (No. 4, 1997, Págs. 20-24). A falta de una biografía neutral y documentada, el de Tobar es un nostálgico repaso por los momentos íntimos del poeta Gangotena, de los días dedicados a los amigos y a la literatura, de las conversaciones en la vieja casa de la calle García Moreno. Se trata, por suerte, de una deliciosa introspección de alguien que, como Tobar, también tenía una relación profunda con las letras y que echó a andar la memoria con todo el detalle posible. Por ejemplo: “La pequeña sala en que nos reuníamos era de una burguesa banalidad, con la excepción de la presencia de buena parte de la biblioteca de Alfredo, con admirables ejemplares, en su mayoría de literatura francesa, que abarcaban todas las épocas, desde Villón hasta Eluard. Adornaban las paredes una que otra litografía de Manet o Rousseau y un buen retrato de nuestro huésped hospedador, pintado por Alberto Coloma.”

Buenos y modernos tiempos en familia.

 Aunque de algunas fotos se pudiera concluir lo contrario, Tobar caracterizaba al poeta como sencillo en el vestir, de estatura mediana, libre de todo exceso. También como de salud débil y de prevención al frío que “…le obligaba a recibirnos, en las frescas noches quiteñas, arropado con variadas lanerías multicolores. Y [en un estilo proustiano andino] se había construido un curioso aparato inhalador del que no se desprendía y cuyos aromáticos efluvios aspiraba con religiosa periodicidad.” (Los corchetes son míos).  En lo tocante a su reclusión: “Alfredo era un ser melancólico, acosado por la añoranza y la incomprensión. El abismo intelectual y anímico que se interponía entre él y los miembros de su cercana familia – con la excepción quizá de su hermana Fanny- le compelía a un aislamiento taciturno y dolorido. Tan más cuanto que esa incomprensión se extendía a lo ancho y a lo largo de una buena mayoría de la intelectualidad conciudadana de aquel entonces, que no quería, o no podía, comprender al escritor, que consideraba, despectivamente, ‘extranjerizante’ y ‘afrancesado’. En efecto, el criterio que primaba en los cenáculos literarios era el de que sólo era concebible la poesía que se expresase en la lengua autóctona y oficial, y siempre que llevase, inclusive, un sello de nacionalismo criollo y, casi siempre, quejoso y sollozante.” 

Ya se pueden imaginar, entonces, a Gangotena caminando por las calles de la vieja ciudad, abrigado, con las manos en los bolsillos, quizá masticando las líneas de un nuevo poema o pensando en cómo mejorar un poema ya publicado – al parecer muy meticuloso y nunca dejaba de modificar sus textos- y añorando sus días en París. “El poeta – dice una de sus estudiosas- está obsesionado por la sangre y sus poemas laten. Conciencia fragmentada que mira el abismo, el poeta busca o espera la trascendencia por la luz. Sangre y luz se entretejen en los cuerpos del deseo, a la vez que se confunden en una trilogía el peregrino anhelante, la Amada idealizada y el misterioso Huésped, como sucede en Tempestad Secreta.” (Pérez Ordóñez, Virginia, “Huésped de Sangre. Ensayos Sobre la Poesía de Alfredo Gangotena.”, Quito, Orogenia, 2004, Pág. 13) Al poeta frágil y retraído, fin de raza, expatriado en su propia ciudad: “Gangotena habitaba en un cuerpo enfermo. Su visión de la vida estaba atravesada por su condición: conciencia permanente del latir de venas y arterias, sensación de la precariedad de la vida, de la corrupción de la sangre. Esta vivencia le hacía quizás más consciente de la disgregación, del incesante transcurrir del tiempo, pero sobre todo le daba la certeza de sentirse un ser distinto, un exiliado en la tierra – no solo en su tierra-, un ser de excepción, dolorosamente marcado para la implacable conciencia y para la soledad…”  (“Huésped”, Pág. 15) 

Atisbos de dandismo.


Dualidades del idioma
Aparte de sus aspectos personales, una de las claves de la poesía de Gangotena es que fue escrita mayoritariamente en francés. A pesar de que el poeta nació en Quito, de que su idioma materno era el español, tomó la decisión de escribir su obra en su idioma de adopción: el francés.   Como apunta Adriana Castillo “En un principio el ser ausente es un juego para el artista. Ser hispanófono y versificar en francés implica un abandono voluntario, un sí es no trasgresor, de la lengua materna y de su espacio expresivo; una ausencia escogida es ésta, si se quiere; un desafío, además de una diversión. Luego, la fascinación por la lengua adoptada atrapa a Gangotena.” (En “Alfredo Gangotena. Antología.”, Madrid, Visor/Libri Mundi, 2005, Pág. 10) 

Este fenómeno, el del escritor que amaestra una lengua inicialmente ajena, que la domina, ha sido abordado por George Steiner en uno de sus ensayos más reconocidos: Extraterritorial. Para Steiner la idea de un escritor que de forma tácita o expresa renuncie a su lengua para adoptar otra en su obra puede parecer incomprensible. “De ahí –sostiene Steiner- que a priori la idea de un escritor lingüísticamente ‘sin casa’ resulte extraña; la idea de un poeta, novelista o dramaturgo que sienta como en casa ajena al manejar la lengua en la que escribe, que se sienta marginado o dudosamente situado en la frontera. Sin embargo, esta sensación de extrañeza es más reciente de lo que podemos pensar.” (“Extraterritorial”, Madrid, Siruela, 2002, Pág. 17) Para otros escritores, por ejemplo Sándor Márai, la literatura solamente se entiende en la lengua madre, es decir que hay una especie de cordón umbilical entre la literatura y el lugar de origen. 

En el caso de Gangotena el caso parece ser el inverso, el francés como idioma de huida, como símbolo de la modernidad ausente en los páramos andinos. En Gangotena, en cambio, el escogimiento del francés pudo haber sido una forma de ponerle tuercas y tornillos a su propio destierro interior, de remachar ese sentimiento de no-pertenencia en su propia ciudad de nacimiento, en su ambiente familiar. La misma Castillo remarca: “Regresar a Quito corresponde con el segundo viraje en la existencia del creador. Quito y su sociedad, Quito y su entorno natural son vividos como una pesadilla y una agresión por el retornado…El reencuentro con el espacio de los orígenes fracasa y el sentimiento de pérdida, el golpe de la ajenidad maduran, son llaga viva.” (“Alfredo Gangotena. Antología.”, Pág. 10) 

En este fenómeno de extraterritorialidad Gangotena no está solo. Acordémonos de Vladimir Nabokov, que escribió en por lo menos tres idiomas (ruso, francés e inglés) y fue uno de los grandes estilistas del siglo XX en inglés, a pesar de no haber sido su lengua madre. Uno de sus más grandes admiradores, Javier Marías, también pone énfasis en este carácter no geográfico de la literatura de Nabokov, de su obra como recordación de mundos que han desaparecido, el exilio, de la carencia de un hogar fijo, de los cambios de lengua y opina que l suyo es un canon esencial del siglo pasado “…aunque sea extraterritorial y carezca de nacionalidad muy precisa, una prueba más de que la lengua en que un escritor escribe es de gran importancia, pero no lo determinante. O, dicho con mayor atrevimiento, su importancia, con ser enorme, no deja de ser secundaria.” (“El Canon Nabokov” en “Faulkner y Nabokov: Dos Maestros”, 2ª ed., Barcelona, Debolsillo, Pág. 169) 

No es mi culpa, Vladimir. 
En este sentido, el idioma cobra una importancia secundaria en comparación con el estilo: lo que les importa a estos autores extraterritoriales, en exilio perpetuo de su propio idioma, es la prosa (o en el caso de Gangotena, la lírica), su ritmo, su marea, sus claves. Por eso para Nabokov, indistintamente del inglés, ruso o francés argumenta que “Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos.” (“Curso de Literatura Europea.”, Buenos Aires, RBA Libros, 2010, pág. 29) Es decir, el sentido de la ficción como divisora de aguas de la realidad, como motor de la creación artística. De este modo con la ficción estilística –Nabokov escribía casi con guantes blancos- el idioma en que se llegue a la obra de arte original es indistinto: por eso Nabokov admite que desde su primera infancia fue bilingüe en ruso e inglés y que muy pronto, a los cinco años, aprendió francés. Las notas que el niño Nabokov tomaba sobre sus mariposas eran en inglés. Después de su primer exilio, tras la revolución de 1917, en Berlín y en París escribió sus obras en ruso y luego tradujo dos de sus novelas del ruso al inglés. Escribió “La Verdadera Vida de Sebastian Knight” directamente al inglés, en el París de 1939. Es decir que, muy posiblemente, cada libro de Nabokov encierra en sí mismo varios libros: la creación, la traducción, la retraducción…

Pero si vamos de vuelta a la teoría de la extraterritorialidad, Steiner opina que se puede leer la mayor parte de la obra de Nabokov como si se tratase de una meditación acerca de la naturaleza misma del lenguaje humano, de la posible simbiosis entre diversas concepciones lingüísticas del mundo y de una corriente común que recorre la columna vertebral de los distintos idiomas. Por eso, si seguimos la argumentación de Steiner –de paso, muy posiblemente el más importante pensador de nuestros tiempos- grandes novelas nabokovianas como “Lolita” o “Ada o el Ardor”  “…son narraciones acerca de las relaciones eróticas entre el hablante y el lenguaje, y de manera más directa son lamentos –a menudo tan formales y quejumbrosos como las oraciones fúnebres del Barroco- por la separación de su única amante verdadera: ‘la lengua rusa’.” (“Extraterritorial”, Págs. 21 y 22) A diferencia del mismo Nabokov, entonces, Steiner sí reconoce en su prosa cierto extrañamiento, cierto eco de los viejos años rusos. 

Otro caso de extraterritorialidad –esta vez desde el teatro y desde el protestantismo- es el de Samuel Beckett que “Tras haber pasado de escribir en inglés a hacerlo en francés, para luego traducirse al inglés, se liberó estilísticamente de Joyce y dejaron de importunarle las ideas de Proust, a pesar de tener un ancestro común con éste último: Schopenhauer.” (Bloom, Harold, “El Canon Occidental”, 3ª ed., Barcelona, 1997, Pág. 507)  O quizá la historia de Joseph Conrad, el polaco también en perpetua emigración marina, escritor tardío, maestro de la lengua inglesa a pesar de las distancias geográficas y estilísticas. Aunque la segunda lengua de Conrad era el francés, “La verdad a este respecto es que mi aptitud para escribir en inglés es tan natural como cualquier otra con que haya podido nacer. Tengo la extraña y abrumadora sensación de que siempre ha formado parte inherente de mí. Para mí el inglés nunca ha sido una cuestión de elección ni de adopción.” (Cashford, Jules, “Joseph Conrad: Homo Duplex”, en la edición de Atalanta de “El Copartícipe Secreto”, Girona, 2005, Pág. 90) 

A la mar inglesa se ha dicho, Conrad.


En el poeta Gangotena, en tal caso, quizá el uso del francés como lengua de expatriación sea un vehículo para expresar el gran motor de su obra poética: la angustia perpetua. El desasosiego es el condumio de la poesía de Gangotena, el factor que recorre toda su obra:

“Me dejaste suspenso en ayes/
De estas ansias, con los labios entornados.
¿Dónde habré de hallar contornos
Al propio pecho mío de tu presa, de/
tu vuelo? (Tempestad Secreta)

O en “Vigilia”, dedicado a Jean Cocteau:

“En la nieve y en las cenizas, como el manto de las soledades/
El viento recio de la náusea me revuelve el ombligo.
Omnímodo es el espanto; y bajo los arcos/
Algún espíritu me empuña para la entrapada.”

Así, pues, el poeta Gangotena enfila en una noche fría y lluviosa del viejo Quito de vuelta hacia su casa de la calle García Moreno, en exilio perenne, masticando unas palabras en francés que plasmará en su próximo poema, siempre pendiente, siempre inconcluso.

sábado, 5 de enero de 2013

Fonseca y la estética de la violencia


Diego Pérez Ordóñez

Las adictivas páginas de Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 1925) suelen incluir una procesión de personajes de lo más rocambolescos: prostitutas de alto vuelo que atienden a sus usuarios con todos los detalles que el servicio al cliente exige, políticos podridos que honran a la perfección a la industria mafiosa más importante del mundo, empresarios e industriales de dudosa catadura moral, amantes insatisfechas que planean crímenes atroces, coleccionistas de arte con suntuosos departamentos en la avenida Atlántica de Copacabana, un abogado criminalista con ínfulas de detective epicúreo y aficionado a los vinos portugueses, sicarios civilizados (sic) que estudian y se perfeccionan en la maestría de matar, policías poco eficaces y tímidos para el trabajo que filtran información sobre sus investigaciones, elegantes choferes comprometidos con los delitos de sus empleadores, señores de sociedad, bronceadas y rubias, que juegan tenis y boxeadores del bajo mundo, complicados en apuestas y peleas arregladas, por ejemplo. Sin embargo, lejos de ser literatura puramente policial, la obra de Fonseca implica la verdadera arquitectura de un universo disidente, de un universo de sutil denuncia del mundo desquiciado de hoy, del mundo delirante por el dinero, aturdido por la política y dominado por la violencia y por el miedo.


El asesinato como pieza de museo

En sus intentos por cimentar una estética de la violencia Fonseca es heredero y sucesor de Thomas de Quincey, el inglés que publicó en el siglo XIX “Del Asesinato Considerado Como una de las Bellas Artes”, un cáustica tentativa por darle carácter ornamental y decorativo al delito, sobre la base de un discurso académico ficticio pronunciado en un club de caballeros de Londres, para analizar y ensalzar las virtudes y las características artísticas del crimen. Una especie de sociedad de amigos de la belleza del crimen, un club temático de esos que los ingleses adoran (no nos olvidemos que en Londres hay clubes para viajeros, para actores, para liberales, para conservadores, para los que sirvieron en la India y para los que juegan cricket). No tengo constancia ni forma de probar que Fonseca haya leído a De Quincey, pero la columna vertebral puede ser bastante parecida, darle pinceladas al crimen, encumbrarlo como una actividad en la que la ética no necesariamente es blanca o negra, poner en evidencia lo que pasa bajo nuestras narices pero que nos negamos a procesar. No digo que la literatura de Fonseca sea de denuncia, realista, ni nada que se le parezca, pero sí sostengo que una de sus claves es que él sí se atreve a decir lo que nadie más se atreve a decir y a volcar con su mente exquisita en las páginas.

El maestro en su hábitat
 En sus intentos por crear cuentos directos, que te agarran por la yugular y no te sueltan, con frases cortas y punzantes, Fonseca reclama con justicia el título de heredero de ese Chéjov tan básico e influyente para, por ejemplo, la maquinaria creativa de Julio Ramón Ribeyro: “La lectura de Chéjov, de sus deliciosos cuentos, ha despertado en mí una vieja veta creadora que creía agotada: la del relato lineal, vivo, vívido sobre todo, rico en diálogo, exento de frases y de análisis. Este fin de semana he sido invadido por un torrente de ideas que me poseen y me fatigan. Temas para los que no veía solución literaria me han parecido más que nunca fácilmente gobernables.” (“La Tentación del Fracaso”, 2003, Barcelona, Seix-Barral, Pág. 163) También es usufructuario de la economía del lenguaje de los cuentos de Hemingway, de la ficción a veces impredecible pero siempre en dinámica, sobre la que el estadounidense hace rato opinó que: “A veces te sabes la historia. A veces te la inventas a medida que avanzas y no tienes idea cómo va a salir. Todo cambia a medida que se mueve. Eso es lo que hace al movimiento que a su vez hace el cuento. A veces el movimiento es tan lento que parece que no lo hubiera (movimiento). Pero siempre hay cambio y siempre hay movimiento.” (En el número 18 de “Paris Review”, Nueva York, invierno de 1958) Sí, en los austeros y casi siempre parcos cuentos de Rubem Fonseca siempre hay movimiento, pero se trata las más de las veces de movimiento frenético, de movimiento delirante. Y también está la incertidumbre de la que habla Hemingway, pero en el caso del brasileño no se trata de la clásica pregunta de quién mató a quién, de quién es el culpable del asesinato, sino la carencia de finales felices. No hay siquiera una fina línea entre buenos y malos. Y, claro, esa es la incertidumbre.

Es que Rubem Fonseca utiliza ese lenguaje corto, esas frases corrosivas, para fotografiar de mejor modo la violencia, para agarrar de las solapas al lector y hacerle ver – sin que haya espacio alguno para la duda o para la vacilación- que algo aterrador ha ocurrido o está por pasar, que no hay piedad, que cualquier cosa parecida a la distinción entre lo correcto y lo incorrecto se ha ido hace ya rato por el caño. Fíjense en la escena inicial de Agosto, la novela política fonsequista por definición, obra mayor que no deja áreas grises y que dibuja la descomposición sin misericordia:

“La muerte se consumó en una descarga de gozo y de alivio, expeliendo residuos excrementicios y glandulares –esperma, saliva, orina, heces-. Asqueado se apartó del cuerpo sin vida sobre la cama, al sentir su propio cuerpo contaminado por las inmundicias expulsadas de la carne agónica del otro.” (Bogotá, Norma, 2004, Pág. 9)

En cuatro líneas un fiel bosquejo de la muerte, de la carne agónica del otro. 

Es de mala educación apuntar


Otra perturbadora escena de muerte:

“Una niña de doce años de edad fue hallada muerta por unos excursionistas en la floresta de Tijuca, en un lugar no muy distante del Alto de Boa Vista. Había sido estrangulada, quedaban vestigios de semen en su ropa, no tenía bragas, pero no había indicios de estupro. Los peritos de la policía calcularon que la niña había sido muerta cerca de cuarenta y ocho horas antes. A unos dos kilómetros del sitio donde el cuerpo fue encontrado había un colegio para niñas pobres, regentado por monjas.” (“El Amor de Jesús en el Corazón”, en “Historias de Amor”, Norma, Bogotá, 2001, Pág. 50)

Los sicarios también leen

A menudo Fonseca – y este es otro aspecto de su apuesta por la estética de la violencia- nos presenta con dilemas éticos, nos pone frente a decisiones enredadas y trata de que cuestionemos nuestras propias creencias. A veces los sicarios son puramente profesionales casi liberales, proveedores de servicio que simplemente cumplen sus obligaciones contractuales: disparan, soplan el cañón, guardan el arma, vuelven a su departamento, abren una botella de vino, cenan, se meten a la cama con pijama y osito, y mañana será otro día. Otras veces los sicarios actúan por causas aparentemente justas: venganzas personales, aniquilación de personajes que son incluso de más baja ralea que ellos, ajustes de cuentas que, en la pluma de este señor brasileño, parecen ser de la mayor razonabilidad. Como el matón de El Seminarista (una nouvelle de 2009) que alterna sus trabajos técnicos, por así decirlo, con lecturas de los clásicos del mundo antiguo. Encargado con matar a un rival en el sicariato, conocido por sus trajes Armani, por su deslumbramiento con los automóviles caros y por su obsesión con cultivar sus abdominales en el gimnasio, la creación de Fonseca nos cuenta:

“Para algunas personas, vanitas, vanitarum, et omnia vanitas, vanidad de vanidades, y todo es vanidad, como dice el Eclesiastés. Así que un día el Despachante me llamó y me dijo que mi próximo cliente era Janota. Nunca me interesa saber cuál es el motivo de mis encargos. Sólo quiero mi pago…Aún tenía los dedos en la corbata cuando le disparé en la cabeza. Una mujer que pasaba gritó asustada; el silenciador de mi pistola es muy bueno, pero el puf llama la atención. Doblé la primera esquina, arrojé la gorra a la cesta de la basura, tomé un taxi y me fui al cine, función de las diez.” (Bogotá, Norma, 2010, Págs. 17 y 18)

O el sicario que se les agarra con el dentista, solamente porque intenta cobrarle una cuenta:

“Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal si te meto esto culo arriba? Se quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho con el revólver empecé a aliviar mi corazón: arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí a puntapiés con los frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mí, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de mierda.

¡No pago nada! ¡Me he hartado ya de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quien cobra!

Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijoputa.” (“El Cobrador”, Barcelona, RBA Libros, 2009, pág. 156)

Cuchillo y tenedor

Pero es en El Gran Arte, de lejos la novela más acabada y más ambiciosa de Fonseca, cuando el maestro pone en movimiento del modo más refinado su propósito de enaltecer – si cabe- la violencia como forma de interesar y quizá perturbar al lector y de llegar así a la meta con sus argumentos literarios. Y es en El Gran Arte cuando se puede ver al Fonseca más sofisticado, al más confiado y erudito, al que va en pos de una novela de gran escala, una novela con capas, mundos paralelos, entresijos, cuyo eje – de la novela- parece ser el enaltecimiento del asesinato a puñaladas, del cuchillo como herramienta correcta del crimen perfecto. En este libro se relame los bigotes (no tiene bigotes) desplegando su erudición sin mayores aspavientos, con total naturalidad. Cuando Fonseca escribe es como si te hablara un amigo, con la chimenea prendida y sin apuro. Un amigo al que conoces de inmemorial.

De modo que en la concepción fonsequista del virtuoso de los cuchillos, “Él conocía todas las técnicas de su instrumento, era capaz de ejecutar las maniobras más difíciles – la in-quartata, la passata soto- con inigualable habilidad, pero lo empleaba para escribir la letra P, sólo eso, escribir la letra P en el rostro de algunas mujeres…Dentro de la vaina de cuero está el objeto brillante, que agarró, poniéndose en guardia, los músculos del cuerpo tenso: un entretenimiento que se permitió, en aquel momento de euforia y de lujuria. Pero en seguida cambió la forma de empuñar el instrumento y se sentó al lado de la mujer, en el suelo. Cuidadosamente trazó en su rostro la letra P, que en el alfabeto de los antiguos semitas significaba boca.” (“El Gran Arte”, Navarra, Ed. Txalaparta, 2008, Págs. 9-10) Es decir la apropiada mezcla entre la pericia y la crueldad extrema del cuchillero: todo un experto que mutila la cara de sus víctimas, aparentemente por puro placer sado-maso. Hay que tomar nota de que, aunque desde perspectivas distintas y en estilos muy separados, Fonseca y Jorge Luis Borges comparten una pasión por el cuchillo como símbolo de la violencia, en realidad de diversos tipos de violencia. 



Es evidente que para trabajar en El Gran Arte Fonseca se documentó amplia y profundamente en el oficio del cuchillo y en su valor como objeto, en muchos casos como un fetiche. Hay una escena en la que nuestro personaje de hoy desarrolla sus conocimientos, cuando un ex militar adiestra a Mandrake: “Bowie. Ka-Bar. Loveless. Randall. Mark III. Joyas. Preciosidades que nadie tiene. La hoja del Bowie es una Sheffield auténtica, endurecida a mil setecientos cuarenta grados Fahrenheit. Doble forja. Afilada a mano en la muela. No existe nada mejor, en ninguna parte del mundo.” Y sigue, sobre la pericia de acuchillar a alguien: “Hay quien sostiene el cuchillo y golpea con él como si tuviese en la mano un martillo. Nunca lo hagas. Tampoco lo uses como si fuese el pincho del hielo, a no ser que el blanco sea el corazón de un individuo acostado. El cuchillo debe ser empuñado con el pulgar aplastado, apoyado en la parte superior del mango, a la altura de la articulación de la falange con la falangeta del dedo índice. Observa estos movimientos.”

En lo relacionado a la maña misma de darle muerte con eficacia al contrincante: “Un especialista busca las arterias…La carótida, explicó, es siempre fácil de alcanzar. Un corte de tres centímetros de profundidad hace que el individuo pierda la conciencia en pocos segundos. La vena favorita de Hermes era la subclavia. La perforación tenía que ser de seis centímetros, era una arteria que no debía ser buscada en la lucha con un adversario difícil, ya que para llegar a ella hay que empuñar el cuchillo de una forma poco manejable. Al ser alcanzada, la sangre irrumpía en un chorro imparable, fuerte como la manguera de un bombero, uno perdía la conciencia en dos segundos y la muerte sobrevenía en el tercero.” (“El Gran Arte”…Pags. 101-102)

 Ah, y un consejo final: “Quédate con él en la mano lo más que puedas. Acostúmbrate a él como si fuera una prolongación de tu brazo. Mantenlo siempre apretado, el puño cerrado. No arquees el pulgar. Conserva la hoja en línea con el antebrazo.” (“El Gran Arte”…Pags. 103-106) 



Libertad, igualdad, sexualidad

Cambio de tercio. Otro de los temas vitales en la construcción del mundo de Fonseca es el sexo, no solamente la libertad sexual, sino el uso del sexo en casi todas sus dimensiones: como herramienta política, como vehículo de placeres, como mecánica de extorsión o como modo de humillación y de sometimiento. En las páginas de este autor brasileño los personajes tienen distinta relación con el sexo, las putas que lo usan como mercancía, los políticos como forma de vaciar su poder, los sátiros como patología y así.

En el universo sexual de Fonseca la estrella que más brilla es Mandrake, el naturalmente poligámico abogado con empaques de investigador privado: “Me fui a la cama con Angélica. Qué placentero es hacer el amor con una mujer que no es un animal doméstico, como una puta o un ama de casa, sino una mujer soberana, con ideas propias y que se comporta de acuerdo a su conciencia libre, que no se somete a las prohibiciones que las mujeres siempre han sufrido en lo que toca a poder usar todas las partes de su cuerpo como fuente de placer sexual…” Casi un alegato a favor del sexo recreativo, seguido de la mala leche clásica fonsequiana: “La única cosa molesta es que a ella le gusta dormir abrazada a mí, cuando trato de soltarme me aprieta todavía más, duce que tiene pesadillas todas las noches, pero, cuando duerme conmigo, si me abraza, la pesadilla se desvanece o se convierte en un bonito sueño…”
(“Mandrake, la Biblia y el Bastón”, Bogotá, Norma, 2007, Págs. 29-30)

O traigamos a la mesa el caso de una comunidad de fornicadores, cuyo espíritu es “…como dijo el poeta Whitman en un poema titulado ‘A Woman Waits for Me’, el sexo contiene todo, cuerpos, almas, significados, pruebas, purezas, delicadezas, resultados, promulgaciones, canciones, órdenes, saludo, orgullo, misterio maternal, leche seminal, todas las esperanzas, beneficios, donaciones y concesiones, todas las pasiones, bellezas, delicias de la tierra.” Y enseguida, “Como miembro de la Cofradía de los Espadas yo creía, y todavía lo creo, que la cópula es la única cosa importante para el ser humano. Follar es vivir, no existe nada más, como bien lo saben los poetas.” (“La Cofradía de los Espadas”, Bogotá, Norma, 2001, Págs. 115-116)

O quizá la nostálgica memoria del viejo Río de Janeiro, por lo general ausente de la obra literaria de Fonseca, más bien volcada a la ciudad contemporánea e inhabitable, plagada de delincuentes, prostitutas, criminales y extorsionadores. Esta vez es José, mutando de niño a joven, del que el autor se vale para pasearnos por el Río que ya no existe, por la ciudad por la que, seguramente, el mismo Fonseca deambulaba a pie hace décadas: “Y también estaban las mujeres que contemplaba en las calles desde que llegó a Río y que, a pesar de su edad, lo atraían y seducían por su belleza, con mucho más fuerza que las mujeres de los libros. José se volvió precozmente sensible a los encantos femeninos, lo cual puede ser explicado por Freud y sus teoría sobre la sexualidad infantil, o quizás por Jung, como algo vinculado al inconsciente colectivo, pero probablemente no haya ninguna relación.” (“José”, México, Cal y Arena, 2011, Pág. 47)

Creo que ya he argumentado el punto suficientemente: la obra de Fonseca navega con la bandera de la libertad sexual flameando, la del sexo también como forma artística.

A pesar de su estilo mínimo –hay que decirlo de alguna manera- la fábrica literaria de Fonseca, lograda palabra a palabra, permite crear las imágenes del carmín de las mujeres que atienden en una casa de putas, de los espesos ambientes de los bares de Río de Janeiro, de las tribulaciones detrás de cada asesinato, de la mente perversa de los criminales, de los móviles del amante.  Y Fonseca logra todo esto con el vehículo de un lenguaje simple, a bordo de un estilo que está a kilómetros del preciosismo y a leguas de la pirotecnia verbal de Proust, de los laberintos de Juan Benet o de las distintas y prolijas idas y venidas de Javier Marías.