domingo, 22 de junio de 2014

Rugidos de Waits

Diego Pérez Ordóñez

Hoy le doy toda la razón a quien alguna vez me dijo, en las discusiones típicas de una larga noche etílica, que Tom Waits es como el sushi. Es decir, al principio te repelen su crudeza y su ferocidad y luego corres a la refrigeradora a buscar una cerveza fría y espumante. Así, Tom Waits (California, 1949) ha ido cultivando un puesto en la historia del rock sobre la base de una fórmula secreta que contiene gruñidos y rugidos en combinación con la trabajada facha de un mendigo ilustrado y, sobre todo, que rebusca y explora las profundas raíces de lo más eminente y relevante de la música occidental: el blues, el jazz, el soul y el pop. Pero lo de Waits, a decir verdad, no es solamente extravagancia, sino que escucharlo da la sensación de entrar a codazos a una fuliginosa cantina, de instalarse laboriosamente en la barra y pedir un whisky de malta tras otro, de ver cómo los tahúres juegan billar y apuestan a las cartas, de esperar que salgan a resplandecer los puñales y los puñetes en cualquier momento. Lo de Waits es la música de nocturnidad, de desvelo y sin ambigüedades. Tom Waits te toma del cuello y busca la yugular. Pero al tiempo lo es –su música, claro- de detalles, de darse cuenta de nuevas pinceladas con cada escucha y con cada vuelta del disco, de reparar en la letra, de rascarse la cabeza y admirarlo. De repetir la rutina.  

Fuente: www.lamanufacturera.com
También, me parece, hay que dejarse empujar por su aptitud de iconoclasta sin contornos, por su capacidad de extasiar y por su vocación de contar historias de perdedores, marginales, putas y fulleros de toda estofa. Poco más atrás de su voz ruda y empapada en alcohol hay un tipo entrañable, un personaje fantástico y que asombra persistentemente. Y a las espaldas de su estampa de “clochard” hay un compositor reflexivo, un artista dedicado y un esteta en plena forma. Detrás del aparente disparate hay un virtuoso. Cuando llevamos los vasos de vuelta a la cocina y los vaciamos ceniceros viene un innovador y un profundo conocedor de la poesía “beat”.  Y cuando Tom Waits apaga las luces del estudio de grabación y cuelga el micrófono, se pone, casi con la misma naturalidad, el sombrero de actor y salta a las tablas. 

La sugestión de Waits – o del personaje que él se encapriche en simbolizar de tiempo en tiempo- aumenta con el carácter ecléctico de su trabajo, que puede indagar en las fronteras de la pesadilla en un momento dado, para luego flirtear con la mayor delicadeza y, las más de las veces, vaciarse en los dominios de la agudeza y del ingenio. Sí, claro, en este punto habrá que concluir que no hay un solo Tom Waits sino muchos, a su propia imagen y semejanza, a su propio antojo, a los vaivenes de su exquisita índole. 

Publicado originalmente como columna en El Comercio (Quito) en marzo de 2012. 

viernes, 6 de junio de 2014

Por qué amo el fútbol



Diego Pérez Ordóñez

Porque, más allá de los lugares comunes sobre la pasión de multitudes y sobre la rivalidad, el fútbol destila adrenalina y algunas otras hormonas neurotransmisoras, nos permite gritar libremente y sin parecer idiotas, nos incita a cerrar los puños y a cantar victoria unos días, a comernos las uñas y a tragar saliva otros, a parecer y actuar como niños cuando el equipo gana y a volver a la realidad de ser unos adultos mal genios, amargados y preocupados cuando el equipo pierde. Porque el fútbol nos hace viajar con furia por las cumbres y por los valles (a veces en cuestión de minutos) porque nos convierte en más amigos de los amigos y porque aporta siempre encendidos temas de conversación, indistintamente y todos los días, en un cafetín de Buenos Aires con unas masitas, en una calle paulista con guaraná, en una mesa de café parisiense con un espresso, en las escarchas moscovitas a punta de vodka o caminando hacia la plaza Tiananmen.  

www.martiperarnau.com
Porque aunque Borges lo considerara en su tiempo una estupidez inglesa (otras estupideces inglesas incluyen el parlamentarismo, la división del poder y a un tal William Shakespeare) el fútbol aporta indudables vasos comunicantes con lo artístico y con lo sublime. Porque Camus y Nabokov eran arqueros (el ruso incluso afirmaba que el trabajo de portero es como el de “un mártir, un saco de arena o un penitente”), porque para Pasolini el mejor poeta del año es siempre un goleador. Porque hay pocas cosas más gloriosas que un golazo, seguido por los rugidos furiosos desde una grada que tiembla y trepida, por el llamado de los tambores y por el espectáculo de las banderas y los cánticos. Más que una bomba atómica, que un golpe de Estado, que un discurso trastornado  de algún politicastro, el gol tiene el poder de detener el tráfico, de generar delirio en los ganadores y ofuscación en los perdedores: el planeta entero, aunque sea por segundos, deja de girar sobre su propio eje.

Porque el fútbol es un padre que entra con sus hijos al estadio todos los domingos, pero que previamente los ha aleccionado –catequizado es la palabra más precisa- en los colores del equipo, en la divisa, en las canciones y en los insultos de rigor, en las riquezas del lenguaje procaz que asusta a profesores y psicólogos, en el ímpetu y en el empuje. Porque el fútbol es estar sentado sobre una jaba de cerveza y frente a una televisión, con la mente puesta en el césped y únicamente en la cancha: los dedos cruzados. Porque el fútbol es también un ceviche bien limonoso, o un arroz con concha, mientras se sintoniza la radio. Por todo lo argumentado líneas atrás, y por todo lo que no entra en esta decadente columna dominical carente de lectores, amo el fútbol.

Columna aparecida en El Comercio (Quito) el 29 de abril de 2012.