domingo, 13 de marzo de 2016

Alegato por la lectura

Diego Pérez Ordóñez

En épocas de velocidad desenfrenada, de recurrentes urgencias diarias que te agarran por el cuello y que no te dejan respirar, la lectura significa y representa la pausa por definición, una especie de tregua frente a la ferocidad e ímpetu de los tiempos. Es también, la lectura, una especie de antídoto contra los delirios del instinto gregario: el contraveneno natural de las autofotos (selfies), el revulsivo contra el peligro inminente de que alguien te etiquete en alguna red social al menor descuido. Leer es ser uno mismo, manejar tu gusto, distinguirte de la bandada.

Leer puede ser la búsqueda de un refugio de la inmediatez de lo digital, de su inminencia y de su inevitabilidad. Leer puede ser la muralla para darle guerra –infructuosa, claro- a la inclemencia de las épocas virtuales, a su celeridad, a su menosprecio por la intimidad y de militar, al mismo tiempo, por la personalidad. Leer es rebelarse a los intentos, hasta ahora plenamente exitosos, de encajarnos en algún grupo, de meternos en alguna red nueva, de encasillarnos en la próxima manada. Leer se constituye, por tanto, en una pequeña insubordinación solamente para iniciados, en la construcción –arma por arma, trinchera a trinchera- de un ejército silencioso pero militante cuyo objetivo es la consecución del silencio. Para uno de los mariscales de ese ejército sigiloso, George Steiner:

 “A medida que la civilización urbana e industrial asienta su dominio, el nivel de ruido inicia un crecimiento geométrico que hoy en día raya en la locura. Para los privilegiados, en la época clásica de la lectura, el silencio sigue siendo una mercancía accesible, cuyo precio, sin embargo, no cesa de aumentar…El silencio se ha convertido en un lujo. Y solo los más afortunados pueden tener esperanzas de escapar a la invasión del pandemónium tecnológico…Los períodos de verdadero ocio, de los que depende toda lectura seria, silenciosa y responsable, se han convertido en patrimonio, casi en distintivo, de universitarios e investigadores. Matamos el tiempo en vez de sentirnos a gusto dentro de sus límites.” (‘El Silencio de los Libros”, 3ª. Ed., Madrid, Siruela, 2015, págs. 33-35)

La lectura es la inteligencia al natural, en plena era del desarrollo de la inteligencia artificial. Es el doctor Freud, sentado en su despacho elucubrando sobre una nueva teoría. Virginia Woolf inventando, a diario, el futuro de la literatura. Es Borges, casi a tientas, en sus indagaciones entre la ficción y la realidad. Y es, quizá por sobre todos, Montaigne en la torre de su castillo en plena especulación sobre el sentido y la profundidad de los clásicos.

www.myraincheck.deviantart.com
El mismo Montaigne que, todavía desprovisto de la prosa encadenada y elegante de los siglos posteriores, escribía que: “En los libros busco solamente deleitarme con una honesta ocupación; o, si estudio, no busco otra cosa que la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo y que me enseña a morir bien y a vivir bien…Para suplir un poco la traición de mi memoria y su defecto, tan extremo que más de una vez he vuelto a coger como nuevos y desconocidos para mí libros que había leído minuciosamente y emborronado con mis notas unos años antes, me he acostumbrado, desde hace algún tiempo, a añadir al final de cada libro – es decir de aquellos de los que solo me quiero servir una vez- el momento en que he terminado de leerlo y el juicio que saco de él en conjunto, a fin de que esto me represente cuando menos el aire y la idea general que había concebido sobre el autor al leerlo.” (‘Ensayos’, Barcelona, Acantilado, 2007, Págs. 587-602)

Y así Montaigne, desde su aislamiento, le tendió un puente a Walter Benjamin. Le ayudó (sin saberlo, por supuesto) a crear al individuo en su soledad que Benjamin identificó, cientos de años después, como la materia prima de la novela:

“Pero el lector de una novela está a solas, y más que todo otro lector. (Es que hasta el que lee un poema está dispuesto a prestarle voz a las palabras en beneficio del oyente.) En esta su soledad, el lector de novelas se adueña de su material con mayor celo que los demás. Está dispuesto a apropiarse de él por completo, a devorarlo, por decirlo así. En efecto, destruye y consume el material como el fuego los leños en la chimenea. La tensión que atraviesa la novela mucho se asemeja a la corriente de aire que anima las llamas de la chimenea y aviva su fuego.” (En “El Narrador”).

Porque la lectura es, a un tiempo, la singularidad, la soledad, la serenidad. Es que la lectura puede ser el escondite por excelencia, sobre todo en días de ira y de furia, de la dictadura del ya y del esto-es-para-ayer, del imperio de la automatización, del absolutismo de la conexión permanente. De las épocas en que extraviar el teléfono inteligente puede causar paranoias equivalentes a perder un brazo, digamos.