domingo, 18 de noviembre de 2012

Blues: África hace las Américas


“The sky is crying
Look at the tears roll down the street
I´m waiting here looking for my baby
And I wonder where can she be.”

Elmore James

Diego Pérez Ordóñez

Hablamos de una noche cálida y húmeda. Una noche típica del Mississippi de 1903. W.C Handy era un músico negro que, al nacer el siglo, lideraba una popular banda musical del sur profundo de Estados Unidos. El tren tenía nueve horas de retraso. Mientras esperaba, estiró las piernas y procuró que su cuerpo se acomodara a la banca de madera que le servía se asiento. Se quedó dormido…

Handy no sabía si estaba soñando cuando un hombre, negro retinto, se sentó a su lado. Parecía un pordiosero: ropa harapienta, un cuchillo y una guitarra golpeada eran su único patrimonio. Cuando el músico despertó su nuevo compañero de banca le pasaba el cuchillo – de arriba abajo- a las cuerdas de la guitarra. El instrumento emitía un sonido chirriante y quejumbroso que parecía seguir obsesivamente a la voz del cantante, quien repetía el mismo verso dos veces para que la guitarra le contestara. Para Handy, un músico refinado, esta experiencia fue totalmente novedosa: “A pesar de estar algo nervioso en la estación del ferrocarril a las tres de la mañana, empezó a sentir la felicidad del compositor…Una nueva era acababa de comenzar y Handy la anotó en su cuaderno: la era del blues del tren” cuenta Alan Lomax. 

Seguramente con esos apuntes a mano y con la mente en aquella noche histórica, W.C Handy compuso en 1908 una canción para la campaña electoral de E.H Crump a la alcaldía de Memphis, Tennessee. En un principio llamada “Mr. Crump”, no fue publicada sino hasta 1912 con el nombre de “Memphis Blues”. El éxito de esta grabación hizo que, en los años siguientes, proliferaran canciones con la palabra “blues” en el título. Es que el mundo anglosajón la palabra “blue” ha estado asociada desde hace siglos con la melancolía y con la depresión. Al parecer el escritor estadounidense Washington Irving acuño el término “the blues”, como lo conocemos hoy, en 1807. Menos científico, John Lee Hooker, bluesero en cuya música retumbaba y circulaban las raíces africanas, alguna vez dijo que “Cuando Adán y Eva se vieron por primera vez, ahí fue cuando empezó el blues. No importa lo que la gente diga, todo se resume a lo mismo, un hombre, una mujer, un corazón roto.”

W.C Handy o la poco frecuente sonrisa de un bluesman.


Muchas veces el “bluesman” se lamenta sobre la partida o la pérdida de la mujer amada, sobre su situación económica o sobre la dureza del trabajo en el campo. Por ejemplo, en 1901,  el arqueólogo Charles Peabody contrató una cuadrilla de trabajadores para llevar a cabo excavaciones en Mississippi. Cuando empezaron los trabajos Peabody notó (y luego lo escribió en un artículo para una revista) que los trabajadores cantaban “historias de mala suerte y temas de amor”, hasta nuestros días la materia prima del blues. Como vamos a ver las navegaciones y tribulaciones del blues –los esclavos llegaron de África a las costas de América- empezaron con los cantantes y poetas tradicionales de lo que ahora es Senegal (Mali también), fueron a dar a las plantaciones de algodón y se masificaron en las ciudades. 

De África con amor
En sus manos sostenía un pequeño instrumento casero y de cuerdas. Lo tocaba mientras repetía una serie de ritmos hipnóticos, complementados por la profundidad de su voz. Sus pies desnudos golpeaban el suelo polvoriento de una choza. A ratos cantaba. A ratos recitaba versos de manera libre y espontánea. Los vecinos empezaron a rodearlo y a seguir la melodía moviendo la cabeza de atrás para adelante, como hechizados por la combinación de ritmo, poesía e improvisación…Esta escena se repetía con frecuencia 200 ó 300 años antes de que W.C Handy tuviera su narrado encuentro en la estación de tren. Esta escena se repetía con frecuencia en Senegal y en las calurosas tierras de África occidental. El cantante de la choza era un “griot” y de acuerdo con el criterio de Samuel Charters “cada lengua de África del sur posee una palabra diferente para designar ‘cantante’ pero todas ellas emplean un término más general, ‘griot’.” 

 A la cultura de estos cantantes africanos, predecesores de los “bluesmen”, hay que añadir las tradiciones de los ancestrales tambores – a menudo tocados con las palmas de las manos- primitivos xilófonos, artefactos de viento e instrumentos de cuerda parecidos a los actuales violines, arpas y liras. En combinación con todo lo anterior los antiguos “griots” africanos también usaban efectos especiales de voz que el investigador Robert Palmer caracterizaba como “una extravagante variedad de efectos tonales, desde chillidos falsos hasta ronqueras y gruñidos usando la garganta, hasta refunfuños guturales.” Esta ocultación de la voz, sigamos a Palmer, se remonta a las tradiciones africanas de las máscaras y de su uso para simular que la voz del cantante estaba poseída por un dios o por un espíritu, de manera que el “griot” debía cambiar su voz junto con su apariencia. Las tempranas grabaciones de tres de los blueseros precursores, Charley Patton, Son House o Ruben Lacy tienen elementos de esta técnica de enmascaramiento de la voz. Hablamos del bluesman como intérprete de una obra cuyos factores suelen ser la tristeza y la mala suerte. 

De costa a costa
Fue el poblado de Jamestown, en el actual estado de Virginia, el que vio llegar el primer cargamento de esclavos africanos a sus costas atlánticas, una tarde de agosto de 1619. Para suerte del arte, los esclavos que fueron a dar a las colonias inglesas preservaron sus tradiciones: a pesar de que venían desde distintas regiones de África, y que en muchos casos tenían diversos vínculos culturales, compartían las suficientes costumbres musicales como para que siglos después el blues se convierta en música verdaderamente revolucionaria. 

Pónganse a pensar en las denigrantes de los esclavos que vivían en las plantaciones sureñas, por eso el mismo Alan Lomax apunta que “hubo, como era usual en la tradición negra, una respuesta musical. Ésta vino en el repentino surgimiento del cantante solitario y luego del blues.” En todo caso la tierra en la que el blues nació fue Estados Unidos y, principalmente, en 4 estados: Lousiana, Mississippi, Alabama y Tejas. El denominador común de estos dilatados territorios: su cercanía al delta del río Mississippi. Sí, el mismo río Mississippi de la imaginación literaria de Mark Twain. 

A principios del siglo XX muchos trabajadores del algodón (de la primera generación libre de la esclavitud) solían viajar de una plantación a otra. Para satisfacer las necesidades de estos trabajadores itinerantes nacieron los “juke joints” y los “roadhouses”, en pocas palabras cantinas musicales. Se podía escuchar música en vivo mientras se tomaba un trago: es decir el germen perfecto para la institucionalización del blues. Los músicos también eran itinerantes y buscaban entretener a la audiencia cantando, zapateando en el piso y tocando viejas canciones negras sobre los temas de siempre: la mujer, la mala suerte, el tren. Muchos de estos artistas, que empezaron a cimentar su fama en los 1920s, se redondeaban unas moneditas en cualquier esquina del sur profundo un caluroso sábado por la tarde.
Con todo eso como antecedente, para muchos conocedores del blues la especie más clásica de esta música es la nacida en Mississippi a principios del siglo pasado. En una edición especial de la revista Guitar se asegura que “El blues del Delta ponía énfasis en el talento de un cantante/compositor/guitarrista que se acompañaba a él mismo en la guitarra al cantar- como una especie de banda de una sola persona.” El rock, como lo conocemos ahora, es hijo legítimo del blues del Delta. 

Durante los años veinte del siglo pasado, como quedó dicho, se produjo el primer boom del blues: los empresarios blancos se dieron cuenta de que había un importante mercado para las primeras generaciones de descendientes de esclavos. Las incipientes casas musicales empezaron a procurar grabar a los primeros bluesmen descritos en estas líneas, a buscarlos en los alrededores de las plantaciones algodoneras, a tentarlos en las cantinas. El primer gran éxito de mercado fue “Crazy Blues” de Mamie Smith y los Jazz Hounds, una canción que ahora podría parecer cándida e ingenua, pero que vendió 75.000 discos en su primer mes de lanzamiento (1920). Si bien la primera era del blues comercial fue femenina (acá hay que destacar a la intensa Bessie Smith, a quien Janis Joplin regaló una lápida), destacaron artistas como Robert Johnson (el de la leyenda de permuta del alma con el diablo) o Blind Lemon Jefferson.
Son House, algo aburrido en 1970.

La popularidad del blues vino de la mano de la industrialización de buena parte de Estados Unidos y de la extensión del tren. El viaje ferroviario desde el pobre sur profundo hasta la prometedora Chicago, por ejemplo, es parte del ethos del blues, de su trayecto desde África hasta la apreciación mundial. Giles Oakley sobre esto informa que “para los negros del sur, la urbanización significaba un pequeño escape de la segregación y de la intimidación, de manera que para muchos el norte empezó a tener un significado casi mítico.”

Illinois Central Railroad
Quien mejor grafica el peregrinaje desde la húmedas tierras del sur hasta el norte industrial fue Muddy Waters, el nombre de guerra de McKinley Morganfield, un tractorista de las plantaciones de algodón, a quien el mencionado Alan Lomax había grabado por encargo de la Biblioteca del Congreso. Llegado a Chicago Muddy Waters, “una década más tarde, con una banda legendaria y un sonido eléctrico visionario…cristalizó el blues básico del Delta y lo convirtió en una afilada navaja que cortó a través de las ondas de radio y de las rocolas” de acuerdo con Mark Humphrey. Waters es, pues, una suerte de precursor, una especie de puente entre África, las pastosas orillas del Mississippi y las calles pavimentadas de las ciudades. Muddy Waters representa mejor que nadie uno de los puntos de inflexión de la música contemporánea: la creación del blues eléctrico. Si bien no fue el primero en llegar –Tampa Red, el primer Sonny Boy Williamson y Big Bill Broonzy se le adelantaron- el viejo tractorista fue el que más hizo por masificar el blues y por reclutar músicos de lujo para sus bandas. A tal punto que los Rolling Stones, unos años después, tomaron su nombre de una de sus canciones más famosas…Cuando ahora escuchamos Led Zepellin, Pink Floyd o los Black Keys le estamos haciendo un homenaje tácito, casi secreto, a Muddy Waters. 

London blues
La historia del blues se benefició de los menores prejuicios raciales del Londres de los 1960s: si bien esta música, poco aceptada en Estados Unidos por ser negra y por tener supuestos vínculos con el demonio, en Londres era novedosa y exótica. La juventud inglesa fue la primera en, de verdad, abrazar al blues crudo con pocas reservas y sin consideración a sus orígenes étnicos y esclavistas. Los grupos ingleses que se amamantaron del blues como materia prima son muchos y muy célebres, como la encarnación original de Fleetwood Mac, los Animals, los Yardbirds y sobre todo John Mayall quien, ondeando la bandera de los Bluesbreakers, aglutinó bajo su liderazgo a varios de los más brillantes músicos británicos: guitarristas geniales como Eric Clapton, Peter Green o Mick Taylor o al batero Mick Fleetwood. Si me obligaran a pensar en un buque insignia del blues inglés ese sería, sin que me tiemble la mano como dicen los políticos cuando se disponen a hacer algo malo, John Mayall. Por supuesto que Elvis Presley había aportado lo suyo unos años antes, al fusionar los sonidos de la música negra con las melodías del mundo blanco.

Muddy Waters en 1971, luciendo un peinado a lo Elvis.


Y cuando el blues se volvió popular en Londres la corriente, como muchas veces, cruzó el Atlántico: en Estados Unidos aparecieron los Canned Heat, el espectacular Johnny Winter (récord Guinness al mejor guitarrista albino) o los sofisticados Allman Brothers. De aquí en adelante la historia del blues habrá hecho el siguiente recorrido: Mali/Senegal-Mississippi-Chicago-Londres ida y vuelta y la sangre del rock siempre estará regada por la sangre, negra y derramada, de los esclavos de las plantaciones de algodón.

(Una versión anterior de esta entrada apareció en la revista “Seseribó/Contexto”, Quito,  #4, de julio de 1997. Precio: S./ 10.000)

domingo, 4 de noviembre de 2012

Hitchens bajo al bisturí


“Mientras empañe el hálito
las palabras escritas en la noche
no moriré.”

José Ángel Valente

Hitchens bajo el bisturí
Diego Pérez Ordóñez

La enfermedad como germen de literatura. La enfermedad, irónicamente, como oportunidad para verse al espejo, reflexionar y empuñar la pluma. El artista mirando cara a cara a su propia expiración, próxima, irrevocable, casi pasada por autoridad de cosa juzgada. El artista caminando por los contornos de su propia tumba. Olor a éter y a formol. Los médicos que saben de lo inevitable. Estetoscopios. Presión. Latidos. Ya no hay necesidad de tratamiento. La línea que amenaza con volverse recta.  Eso fue lo que le pasó a Christopher Hitchens (1949-2011), uno de los más célebres columnistas, polemistas, comentaristas y ensayistas de los últimos años. 

Célebre por su mente aguda y por su cultura enorme y exquisita, por su capacidad de latiguear cuando debatía, por su habilidad al separar el trigo de la paja y de, así, identificar los asuntos trascendentes, aquellos que, por su consecuencia, merecen ser garabateados. Dicen que Hitchens nunca fallaba a la fecha de entrega de una nota y que era muy común que, incluso tras varios escoceses en las rocas con sus amigos, se sentara a escribir con perfecta lucidez alguna cosa memorable sobre George Orwell – uno de los ídolos más notables- unas páginas sobre Thomas Jefferson, otro de sus talismanes, o una larga meditación sobre la felación como expresión del poder político y como parte irreemplazable y forzosa de la cultura estadounidense. Claro que también fueron víctimas de su verbo inmisericorde la pobre Madre Teresa, el ex primer ministro británico Tony Blair y varios integristas religiosos de derechas. Así, el desafío consiste en el hombre vital por excelencia, el de la mente privilegiada, el del dictamen inapelable, bajo la perspectiva de la fecha de caducidad. De su propia fecha de caducidad. 



Es que Hitchens, durante la última década, se había convertido en una especie de estrella mediática: invitado habitual en programas de televisión en los que, con frecuencia, exhibía con orgullo su ateísmo porfiado, demolía los argumentos de sus contrincantes y se burlaba con cachaza de la estupidez ajena. Cuando estaba en gira para presentar en Estados Unidos sus memorias (“Hitch 22”, en 2010) sintió un dolor insoportable en el pecho y sus médicos le diagnosticaron cáncer al esófago, una enfermedad letal –él, por supuesto, lo sabía- para un bebedor y fumador irrevocable e inexorable como el inglés. Lo que sigue es lo espectacular: en vez de buscar refugio en la religión o en las supersticiones (como habría hecho la mayoría) Hitchens se dedicó a rumiar sobre su enfermedad y sobre la inminencia de la muerte. Plasmó sus sensaciones con lucidez y valentía en las páginas de “Vanity Fair” y encontró bálsamo en dos de sus grandes pasiones vitales: la conversación con sus amigos y la literatura. Según uno de los médicos que lo atendió en Washington D.C (allá intentó curarse antes de que lo trasladaran a Houston, donde murió) incluso en los peores trances, Hitchens nunca perdió la amabilidad y la cabeza fría, su singular sentido del humor y su febril interés por los libros. De acuerdo con este médico (ecuatoriano), de América Latina Christopher Hitchens guardaba una especial admiración por Jorge Luis Borges y una curiosidad nunca desagraviada de conocer las islas Galápagos…

Pónganse a pensar que hay obras maestras que jamás habrían visto la luz de no ser por la enfermedad. Es el caso de “En Busca del Tiempo Perdido”, por ejemplo. Si Marcel Proust no habría sido tan hipocondríaco, si no habría reservado su amplio tiempo para la vida social parisiense, nos habríamos perdido una de los momentos estelares de la literatura del siglo XX. “El Tiempo Perdido” redefinió a la novela contemporánea, fijó nuevos estándares, obligó a los cánones a volver al pizarrón y a la tiza. La enfermedad le permitió a Proust discurrir sobre los personajes de los salones parisinos de las bellas épocas, sobre los fines de raza, teorizar sobre el otoño de las costumbres cortesanas, contar con el tiempo necesario para escribir a su aire y con pinceladas milimétricas.  

Proust de niño tuvo un ataque de asma que lo apartó del contacto con la primavera y lo convirtió en un paranoico perenne de la posibilidad de asfixiarse. Su legendaria neurosis aportó a convertirlo en un detalloso analista de las pasiones humanas. Su sensibilidad lo empujó a crear, palabra a palabra, ritmo a ritmo (“El Tiempo Perdido” es una de esas novelas con cadencia propia, con marea interior) un monumento verdadero, una distinta forma de literatura.  Claro que Proust conocía el valor de su melancolía y de su neurastenia como ingredientes cardinales de su obra: 

Sólo la dolencia nos permite percatarnos de las cosas y conocerlas, así como estudiar a fondo ciertos mecanismos que, sin ella, ignoraríamos. El hombre que todas las noches cae en su lecho como un fardo y deja de vivir hasta que se despierta y se levanta ¿piensa en realizar, ya que no grandes descubrimientos, al menos ciertas pequeñas observaciones sobre el sueño? ¡Si apenas sabe que duerme! Algo que de insomnio resulta útil para apreciar el sueño y proyectar cierta luz sobre esa noche. Una memoria infalible no estimula a nadie a estudiar sobre los fenómenos de la memoria.” (Maurois, André, “En Busca de Marcel Proust”, Madrid, Espasa Calpe, 2005, Pág. 28)



 
Marcel Proust escribió su colosal libro –en siete tomos- viviendo como un verdadero discapacitado: despachaba todos sus asuntos desde la cama, mezclaba somníferos y calmantes a discreción, trabajaba por las noches, mientras le arremetían unos ahogos de terror. “Por su tipo de vida, sus calculados retrasos, sus precauciones para salir, los cuidados que requiere de sus huéspedes o amigos, es ya un enfermo célebre, exigiendo atenciones a las que no le habría hecho acreedor un brillante apellido, una gran fortuna ni aun un talento reconocido.” (Diesbach, Ghislain de, “Marcel Proust”, Barcelona, Anagrama, 1996, Pág. 246) Y sus biógrafos coinciden en que el escritor, a resultas de su enfermedad, tenía una hipersensibilidad que incluía olores, texturas, temperaturas, ambientes, manías por pañuelos y toallas, baños calientes a las horas menos pensadas, y sus famosas inhalaciones que él llamaba “de opio”.

También en París, unos años antes, un esteta, dandy, diletante y autor de teatro, Óscar Wilde, encontraba su ocaso en condiciones penosas. Se supone que Wilde, ya en el último lecho en un hotel de cuatro reales, mandó a pedir una botella del mejor champagne disponible, que tomó un sorbo y dijo con cierta pachorra que estaba muriendo más allá de sus posibilidades. El irlandés siempre estuvo pendiente de su propia muerte, atormentado por la enfermedad que avanzaba como un ejército de ocupación, y vivió abrumado los últimos meses de su multicolor existencia. A uno de sus amigos le había escrito “La morgue se abre ante mí. Voy y miro allí mi cama de cinc.” Uno de sus biógrafos más importantes aporta que "Los pensamientos de muerte nunca estaban lejos de su mente, y sus amigos no podían distinguir sus temores reales de sus intentos de despertar su compasión.” (Ellemann, Richard, “Oscar Wilde”, Barcelona, Edhasa, 1990, Pág. 655)

Y qué me dicen de la relación de la literatura fantástica de Borges, laberíntica, poblada de tigres, gobernada por espejos, con su propia ceguera como mínimo común denominador. Creo que se puede argumentar con solidez que la ceguera es parte esencial de la obra de Borges, y que la no videncia le permitió edificar, libro a libro, casi página a página, un universo propio, de complicado acceso, cuyos cimientos son tan disímiles como los viejos mitos vikingos, la literatura anglosajona o las tradiciones argentinas, por ejemplo. “La reacción de Borges a su ceguera –sostiene Williamson- no fue la ira –para ese entonces estaba mucho más allá de la ira- sino el estupor, una especie de incomprensión desorientada ante el destino inescrutable que parecía haber destrozado toda posibilidad de salvación por la escritura.” (Williamson, Edwin, “Borges. Una Vida. Buenos Aires, Seix Barral, Pág. 362.) 




La lucidez. La claridad. Hitchens (volvamos al tema que nos convoca) se decidió a esperar la muerte con la sabiduría de sus ídolos, de alguna forma sus predecesores, como Mark Twain o el mismo Nabokov:

“El hecho absorbente de estar mortalmente enfermo –repasó- es que inviertes una buena cantidad de tiempo preparándote para morir con una cantidad mínima de estoicismo (y provisiones para los seres amados) mientras estás simultáneamente y altamente interesado en los asuntos de la supervivencia. Esta es una notablemente distinta forma de ‘vivir’ –abogados en la mañana y doctores por la tarde- que significa que uno debe existir incluso más que lo usual en un doble estado mental.” (Los artículos de Hitchens sobre la enfermedad y la muerte han sido compilados en “Mortality”, Nueva York, Ed. Twelve, 2012, Pág. 14. La traducción es mía) 

Los últimos artículos de Hitchens, embadurnados por la prospección de la certeza de su propia muerte, curiosamente no exudan drama ni provocan pena. No provoca ternura ni afecto leer al Hitchens de sus tiempos suplementarios, saber que se muere, preguntarse si esa será su última entrega. Provoca, más bien, admiración, envidia por la valentía ajena. Da ganas de rebuscar en sus viejos escritos, en sus años de Oxford. 

También estimula a conocer las claves de la comunicación de Hitchens con sus lectores, aquello que lo lleva (que lo llevaba, pues) a empuñar la estilográfica: 

El más satisfactorio cumplido que un lector puede dar es que él o ella se sienten personalmente aludidos. Piensen en sus autores favoritos y fíjense si este no es precisamente uno de los aspectos que los atrapan, a menudo de primeras, sin que ustedes lo noten. Una buena conversación es lo único humanamente equivalente: la compresión de que argumentos decentes han sido producidos y entendidos, que la ironía está en juego y en producción, y que una expresión aburrida y obvia sería casi físicamente dolorosa. Es así como la filosofía evolucionó en los simposios, antes de que fuera reducida a escrito. Y la poesía empezó con la voz como su única fuente y con el oído como su único modo de grabación. De hecho, no sé de ningún buen escritor que fuera sordo.” (“Mortality”, Págs. 50-51)
Por eso su señora, Carol Blue, sentó por escrito que después de todo, Christopher Hitchens solía tener la última palabra.