viernes, 28 de marzo de 2014

John Banville o la ‘grande bellezza’

Diego Pérez Ordóñez

Como un asesino en serie, que calcula con perversidad metódica sus próximos pasos, al tiempo que piensa por adelantado cómo no dejar ninguna evidencia visible en el camino, John Banville (Wexford, 1945) levanta sus novelas como si se tratara, en cada caso, de un templo.

Por eso hay que imaginarlo en su luminosa y prolija oficina de Dublín –los que la conocen dicen que es bien luminosa- tratando de esculpir cada palabra, de delinear los planos de cada oración, para terminar en la cimentación, dedicada y escrupulosa, de apenas un párrafo tras varias horas de trabajo. Por eso el propio míster Banville, cada vez que puede, fanfarronea en decir que la frase es el mayor invento de la civilización. Por eso, cuando concluye una de sus esforzadas sesiones de escritura, su mujer (no sé si su primera o su segunda mujer), lo describe como una especie de sicario que acaba de llegar de una particularmente sangrienta faena.

Sí, hay que imaginar a John Banville tratando de encontrarle la resonancia precisa a cada palabra, el sonido perfecto en combinación con otras palabras vecinas y circundantes, al tiempo que, con la meticulosidad de un relojero, le va acertando la cadencia más apropiada a cada párrafo. Él mismo asiente que sus sesiones de escritura, a punta de puño y pluma fuente y en un libro que le encuadernan especialmente, son arduas y viscosas: la ficción parece atormentarlo, porque trabaja de forma lenta, detallosa y reflexiva (hay días en los que escribe un solo párrafo; otros días, ninguno).

Fuente: www.3.bp.blogspot.com

Adora el sonido de las frases, su musicalidad, y no se da por satisfecho hasta que alcanzan (las frases) un grado de eufonía que llama, en inglés, “harmonic chime” algo así como un repique o campaneo armónico. También es aficionado a llamar deliberadamente “craft” a su proceso de escritura, una expresión que revela meticulosidad al contrario de rutina, composición de filigrana: Banville se sabe artista y se pavonea. “Craft” como diciendo que, en efecto, escribe de forma pesada, acompasada, microscópica y ensimismada. En eso Banville se da la mano – de siglo a siglo- con Flaubert, ambos corredores de maratones por decirlo de algún modo, ambos a la busca de novelas perfectas, pero con la diferencia de que para el francés el lenguaje es igual de importante que la arquitectura, lo cual es una forma de sostener que en el caso de Flaubert la exploración consistía en el equilibrio entre la belleza del idioma y la infraestructura de la novela: debía ser ornamental pero no demasiado larga, debía tener ritmo y equilibrio. A Banville, por contra, la estructura le da lo mismo al punto que se podría legítimamente argumentar que todas sus novelas son, en el fondo, una sola, una sola marea, un sola compás, una sola plenitud, una sola pleamar.

Banville, del mismo modo, se da la mano con Javier Marías, en el sentido de que ambos son artistas de la brújula, de esos que cuando asientan la primera letra no saben –de hecho, no tienen ni siquiera una pista- qué rumbos va a tomar la cuestión, de esos que cuando arrancan apenas conocen que la realidad debe pasar por el tamiz del lenguaje para hacerse ficción. Y Banville se amalgama en abrazos con Vladimir Nabokov, en eso de escribir con guante blanco, en su compartida inteligencia diamantina, en su arrogancia aristocratizante, aunque en el caso del ruso sea heredada y en el del irlandés, aprendida.

Así como es preciso imaginar al Banville escritor, encorvado sobre el escritorio, hay que imaginar al Banville pintor, parado frente al caballete, recapacitando sobre los colores, los tonos y animándose a dar una pincelada. En algún momento el irlandés flirteó con la pintura y se nota en otra obsesión paralela, en la de los matices, en la de las representaciones:

“El cielo era todo neblina y ni soplo de brisa movía la superficie del mar, en cuya orilla las pequeñas olas rompían en una línea apática, una y otra vez, como un dobladillo vuelto infinitamente por una costurera soñolienta.” (‘El Mar’, 5ta. Ed., traducción de Damián Alou, Barcelona, Anagrama, 2005, Pág. 281) La cita es de ‘El Mar’, su trabajo a un tiempo más sosegado y más afligido, narrado desde la punta de vista de un niño, bajo el siempre distorsionante cernidero de la diferencia de clases sociales, con la añoranza de mundos perdidos.

Fuente: www. tripadvisor.es
Y así como Banville parece encaprichado con el color, también suele encandilarse con el mar y con el cielo: “Una enorme luna de blancura ósea estaba suspendida en lo alto del mar, en calma, y la estela del barco centelleaba y se retorcía como una gran cuerda plateada que se desenredaba detrás de nosotros.” (‘El Intocable’, traducción de Antonio Molina Foix, Barcelona, Anagrama, 2009, Pág. 71) “Que cielo más noble el de esta tarde, de azul pálido a púrpura subido pasando por cobalto, surcado por grandes icebergs de nubes, del color del hielo sucio, con borrosos ribetes cobrizos, que pasan de oeste a este, lejanos, majestuosos, silenciosos. Es la clase de cielo que a Poussin le gustaba poner en sus elevados dramas de muerte, amor y pérdida. Hay muchos claros; espero encontrar alguno en forma de pájaro.” (‘El Intocable’, Pág. 426)

De sus tiempos de pintor parece almacenar una fijación por lo natural: por el aire, por los brisas y por los efectos del agua:

“Vientos de primavera fluyen por las calles como agua ingrávida. El azulado cielo de abril. Los árboles tiemblan, sus húmedas ramas negras espolvoreadas de aliento verde. El asfalto reluce. Una fuerte racha de viento aporrea el cristal de las ventanas, haciendo que se estremezcan y despidan luminosas lanzas.” (‘Los Infinitos’, Pág. 66) Y, como quedó dicho, por el poder magnético de lo marino:

Pensad, si podéis, en un mar de eterno potencial y en nosotros como las formas que producen las aguas, henchidas y oscilantes; pensad en el aire moldeado por el tiempo en transparentes configuraciones; pensad en el hielo; pensad en la llama: eso es lo que somos, a la vez eternos y evanescentes.” (‘Los Infinitos’, Pág. 200)  En lo tocante al mar, en su alucinación por el flujo y por las aguas, Banville se declara legatario de Joseph Conrad, otro deslumbrado por la belleza del idioma: “El agua es aliada del hombre. El océano, la parte de la naturaleza más alejada, en la inmutabilidad y majestad de su poderío…” (‘El Espejo del Mar’, 4ta Ed.,  traducción de Javier Marías, Barcelona, 2012, Reino de Redonda, Pág. 179)


domingo, 2 de marzo de 2014

Así pasan los días: de Gombrowicz a Virginia Woolf


Diego Pérez Ordóñez

Es posible que en los diarios esté plasmada, sin anestesia y sin distorsiones, la fe privada de cada creador. También es posible que en los diarios de los grandes escritores esté el germen mismo de su ficción: es probable que sus apuntes frecuentes nos concedan una especie de asomada de privilegio a la materia prima de la invención. 

Garabatear, en principio para sí mismo, un cortejo con la intimidad pero con el aguijón de mandar los pensamientos y apuntes internos a la imprenta. Parece ser ese el caso, por ejemplo, de Witold Gombrowicz (1904-1969), quien admitía borronear su diario con algo de displicencia, consciente de que en realidad lo escribía con miras al público (“su insinceridad me fatiga… ¿por qué hago como si hablara conmigo mismo?”)El mismo Gombrowicz al que el advenimiento del nazismo dejó, en una suerte de confinamiento literario en Buenos Aires, literalmente sin saber leer ni escribir: la fascinante historia de un hidalgo rural polaco verdaderamente sorprendido por el inicio de la Segunda Guerra Mundial a bordo de un barco transatlántico y que, con una mano adelante y otra atrás, se quedó a vivir en Argentina casi por un cuarto de siglo.

A pesar de sus dudas y de sus mortificaciones a Gombrowicz se lo considera uno de los mayores diaristas del siglo XX, sobre todo porque – como apunta Roberto Frías: “En el mundo de Gombrowicz la masa coquetea con el escritor para que éste se conforme, se calle, no critique, es decir, no ejerza la literatura. Y todo en la más completa soledad. El Diario, visto como un nuevo tipo de novela, sería la historia de una voluntad rebelde y tenaza que logra imponerse en los otros, metáfora gombrowicziana del triunfo literario.” (‘Letras Libres”, edición de noviembre de 2005). Y también a pesar de que su Diario no necesariamente cumpla con los cánones de intimidad, con los códigos de la introspección y de la introversión  y que, del mismo modo, el arte de Gombrowicz resulte inclasificable.  Y sobre todo porque en el Diario está la esencia misma de la idea cardinal de Gombrowicz: el asalto contra el lugar común y contra lo establecido, el cuestionamiento a la categorización de todo lo literario (de hecho, su obra es de las más heterodoxas que se pueda tener a mano). En eso quizá, irónicamente, casi siempre los apuntes de este señor polaco se alejan de lo puramente personal y hurgan en el sentido mismo de la ficción, en los arranques de la literatura.

Fuente: www.culture.pl
También resultan heterodoxos los diarios del poeta José Ángel Valente (1929-2000) regados de referencias a los asuntos de día a día, con glosas sobre otros poetas, artistas y filósofos y apuntes de viaje. “Vemos aquí formarse – acota Sánchez Robayna, el editor- poco a poco el embrión del tal o cual idea, y asistimos en más de un caso a su desarrollo, a su proceso de elaboración intelectual, ya se trate de los principios del estructuralismo, la música de Webern, la tradición de la cábala, las actitudes estéticas de Baudelaire, la noción del exilio en el judaísmo o la poesía de Lautreámont.” (‘Diario Anónimo’, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2011, Pág. 10)  Sí, la delicia de los diarios de Valente (que dejó perfectamente clasificados e inéditos) está en su multiplicidad, en que permiten al lector otear en el torrente cultural del poeta: desde citas del aludido Baudelaire (‘El dandy debe aspirar a ser sublime ininterrumpidamente; debe vivir y dormir ante un espejo’) hasta profundas reflexiones sobre las artes:

“El cuadro interesa como versión de la realidad. La relación entre el artista y la realidad es lo que constituye el cuadro. El arte abstracto no da una versión de la realidad, sino que intenta producir por su cuenta una realidad nueva. Pero es justamente el contenido de realidad humanizada (humanamente vista) lo que nos interesa en el cuadro o en el poema. El arte abstracto – todo él- no es ni bueno ni malo sino aburrido como un bostezo perfecto. El artista no trata de interpretar la realidad sino de crear un objeto bello (líneas, colores, planos) como podría producirlo la naturaleza misma. Pero es evidente que, planteado el problema en estos términos, el artista jamás podrá competir con la naturaleza. Es evidente además que la belleza de un cuadro nos conmueve de manera muy distinta a la de la belleza natural.” (‘Diario Anónimo’, pág. 55)

Fuente: www.hoyesarte.com
A Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) sus cuadernos de notas lo acompañaron desde la brumosa y arenosa Lima hasta la teatral París, desde la Madrid de los Austrias hasta la a veces triste y casi siempre lluviosa Bruselas. Si los diarios de Gombrowicz y de Valente rastrean en las vecindades de la intimidad, en el sentido de que podrían ser tenidos como memorándums de andar y mirar, los apuntes de Ribeyro son, sin duda, un experimento sobre los cotos de la desolación o, en lenguaje de Pessoa, del desasosiego. Se nota que los diarios del peruano hacen las veces de desfogue y de canilla de escape de su infravalorada obra de cuentista agudo, preciso y a un tiempo melancólico. Es posible, también, que la lectura de las páginas íntimas de Ribeyro arrojen nueva luz sobre sus cuentos, que no dejan de ser introspectivos, como si estuvieran narrados por un amigo.

El magma de los bosquejos del peruano es, sin duda, el abatimiento:

“Estoy inferiormente dotado para la lucha por la existencia. Estos quince días de trabajo en la Casa F. me han aniquilado. El piso frío de la oficina me produjo un resfrío del cual hasta hoy quedan los resabios, y las caminatas hasta las escribanías han hecho recrudecer una antigua almorrana. No puedo pasearme, ni echarme a dormir, ni comer lo que me agrada. Flaco, demacrado, irascible, estos días me han parecido horribles. Y me han revelado que para la actividad y las cosas prácticas soy hombre perdido. Con una naturaleza enfermiza, yo debería moverme lo menos posible y resignarme a alcanzar prestigio en pequeñas cosas espirituales que pueda hacer con paciencia y gusto, tranquilamente instalado en mi hogar, sin derroche de energías.” (‘La Tentación del Fracaso’, Barcelona, Seix-Barral, 2003, Pág. 7)

En sus diarios Ribeyro, siempre flaco, a menudo carente de estima y de empuje, nos quiere dar la idea de que se enfrenta a últimas y definitivas oportunidades, de que no hay alternativa sino para el desengaño puro y duro:   “He perdido contacto desde hace tiempo con mi yo creador y sido despedido por alguna fuerza centrípeta o movimiento ondulatorio hacia una tierra desierta donde no encuentro ni ánimo ni recursos para escribir ni inventar. ¿Cuál es la causa? ¿cuál la coyuntura? Lo ignoro, pero creo en todo caso que debo buscar otro campo por donde tirar mi arado. Europa, Francia, París, Place Falguière, son ya diez años de repetición de los mismos movimientos físicos y mentales y de observación, desde el mismo minúsculo mirador. Sé lo que me conviene ahora, cambiar de ubicación y por ende de disposición.” (‘La Tentación del Fracaso’, Pág. 654)

Y en la misma línea de penetración y de frontalidad están los diarios de Virginia Woolf, sobre todo los de 1925-1930, testigos de sus rutinas y de sus evocaciones: “Así pasan los días, y me pregunto a veces si no está uno hipnotizado, como un niño por una esfera plateada, por la vida; y si esto es vivir. Es muy rápido, brillante, excitante. Pero superficial, quizás. Me gustaría coger  la esfera con las manos y tocarla tranquilamente, redonda, suave, pesada. Y sostenerla de este modo día tras día. Leeré a Proust, creo. Iré hacia atrás y hacia adelante.” (‘Diarios. 1925-1930, Madrid, Siruela, 2003, Pág. 184)

Asentar en un cuaderno el desfilar y la impresión de los días, como arranque de otros asuntos igual de importantes: una ventana al laboratorio de las grandes mentes de la literatura.