jueves, 25 de septiembre de 2014

El otro hermano Cohen

Diego Pérez Ordóñez

Sí, claro, entusiasmarse con Leonard Cohen (Montreal, 1934) es una especie de gusto adquirido. A primeras escuchas su música puede parecer insípida y tediosamente anacrónica, como una suerte de largo y monótono alegato a favor de otros tiempos (tiempos vaporosos), curiosamente atrasado de cosecha y definitivamente siempre ahuyentada por modas, tendencias y novedades. Lo de Cohen siempre aparece fuera de lugar, invita a rascarse la cabeza, a voltearla hacia los parlantes, a buscar el volumen, a pesar de que podría parecer, para casi todos, gris, melancólico, carente de ritmo, plano, y reñido con los tiempos. Para sus detractores este canadiense es, apenas, un cantautor aislado y aburrido, una curiosidad histórica atrapada en tiempos frenéticos y delirantes, una variedad de trovador y rimador triste y soporífero. Para sus defensores, de otra parte, Leonard Cohen es la más rara de todas las aves, inmutable a pesar de las actualidades, firme en las épocas del todo vale y de ductilidades rutinarias, tan vigente ahora como cuando frecuentaba, muy joven, los bares de menos de medio pelo para ver bailar, alegremente supongo, a los cafiches, a los proxenetas y a las prostitutas. Yo milito, les cuento, en este campo (en el de Cohen, no en de los truhanes ni en el de las trabajadoras sexuales).

Fuente: http://img.jspace.com/

Es que, si quieren irónicamente, Leonard Cohen ya no necesita cantar: su voz telúrica y planetaria lo exime de eso. Ya no necesita siquiera recitar: apenas necesita hablar porque, más por talento puro que por edad, ha alcanzado un estatus de emblema, de poder mearse en la sopa del rey. En esto de ser emblema, es mi opinión, el canadiense comparte podio apenas con Bob Dylan, voz narigona y todo lo que ustedes quieran, y con Van Morrison, voz quejumbrosa y todo el resto de lo que ustedes quieran. De las plumas de Cohen, Dylan y Morrison han salido –creo que esta vez no exagero- varias de las más meritorias joyas de la cultura occidental. Y en Cohen (en Dylan también, pero en menor grado) está el tema de la punta del iceberg: de ser, quizá, el último de los mohicanos de la cultura judía de los últimos cien años. Acá tampoco exagero, supongo, porque en Cohen cohabitan Marcel Proust con Sigmund Freud, Arthur Schnitzler con Gustav Mahler, Stanley Kubrick con Leonard Cohen (porque su música tiene algo de cinematográfico, algo de guión de una película que está por ser filmada). Y también porque su música  equivale a abrir la puerta de una cantina en las más altas horas de la noche, de sentir el hálito y el viscoso humo y de darse cuenta de que solamente quedan 2 ó 3 personas adentro. Sí, claro, Leonard Cohen parece siempre “after hours” e incombustible, apropiado siempre con sombrero y de a guitarra de palo, algo encorvado, sí también, pero sin que dé signos de rendición, de alzar la bandera blanca, de mirar hacia su esquina en busca de querencia. 

Columna publicada en El Comercio en diciembre de 2013.