domingo, 17 de septiembre de 2017

Zagajewski y los reinos desaparecidos

Diego Pérez Ordóñez

Aunque guardando las distancias por todos los ángulos y por los cuatro costados, Adam Zagajewski (1945- ) pertenece a ese linaje de artistas condicionados por mundos en extinción, por tierras que van y vienen, todo gracias a los caprichos de la guerra, gracias también a los amarillentos pergaminos de viejos tratados internacionales, por cuenta del forzoso rediseño de fronteras nacionales. Quizá sea esa misma condición, la del destierro perenne, la que lo ha llevado a obsesionarse con las ciudades, con sus escondrijos y con sus esquinas.

En el caso de Zagajewski, la patria perdida es Leópolis. En polaco, Lwów, una localidad comercial invadida en diversos períodos históricos por cosacos, turcos, húngaros y suecos, ciudad principal del reino de Galitzia “…inventado por los consejeros de María Teresa en Viena según una complicada fantasía histórica.” (Davies, Norman, “Reinos Desaparecidos. La Historia Olvidada de Europa”. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013, Pág. 517)  Igual – o casi igual- que la Kassa de Sándor Márai, otra ciudad comercial fluctuante entre el impero Austrohúngaro, Transilvania, Checoslovaquia y Eslovaquia. O la Trieste casi propiedad de Claudio Magris – aunque a veces prestada a James Joyce o a Italo Svevo, encajonada entre Eslovenia y Croacia. Zagajewski resulta, entonces, uno de esos artistas en exilio inmemorial, a lo Nabokov, a lo Von Rezzori, también, en cada cuestión, con beneficio de inventario.

Fuente: Pinterest
De esos reinos desaparecidos, pues, viene este poeta de lo infraordinario, que no pierde la musicalidad ni siquiera en prosa, o con motivo de la traducción, que significa, casi necesariamente, una reinvención, una especie de licencia de creación. De esos reinos desaparecidos, de las ciudades desvalijadas por la política y por la asfixia, viene su obsesión por mapear: 

“Podría escribir una guía de esta ciudad, de esta ciudad caída. Calle por calle, casa por casa, iglesia por iglesia.” (Zagajewski, “De la Belleza Ajena”, Valencia, Pre-Textos, 2016, Pág. 26)  Esta es una hermosa ciudad. Esta ciudad no es hermosa (Cracovia). Ligera como el Renacimiento y pesada como el plomo. No es – no puede ser- tan homogéneamente lograda como las ciudades de la Toscana, Luca por ejemplo (dejemos en paz a la inalcanzable Florencia). Su naturaleza doble, fea y hermosa, pesada y ligera, es fiel a esta tierra, en la que la arquitectura más bien se malogra.”  (“De la Belleza …”, Pág. 43. El paréntesis es mío.) 

Así, este Zagajewski exquisito, melódico y en constante asechanza de lo perfecto se ha convertido en un antídoto ideal de todas las perversiones del mundo contemporáneo: contra lo ruidoso, contra el mundo luminoso – gobernado por letreros de luces de neón- contra la invasión de las multitudes. Zagajewski es, mejor dicho, un abogado del silencio: “Cuidar del mundo, leer un poco, escuchar algo de música.” (“De la Belleza …”, Pág. 233). Es también un refugio – una bahía segura- de la sociedad liviana, obsesionada cada día más con “crear valor”, por la celebridad instantánea y por la cultura de las “selfies”. Y toda su obra, esponjosa y afinada a un tiempo, parece una sola construcción, una línea de continuidad, en el sentido en que Pavese entendía la poesía.

Y también resulta un antídoto contra todo tiempo y contra todo tipo de barbarie, su enfermiza obsesión con aquellas ciudades provistas de oasis, dotadas de rincones sagrados, como la mencionada Cracovia o como su amada París:

Las casas de París no temen al viento ni a la

imaginación

(son sólidos pisapapeles,

el contrapeso de los sueños)…

Mientras, el Jardín del Luxemburgo empieza a vaciarse

y se transforma en un gigantesco herbario silencioso…

Lo sé, en esta ciudad ya no existe el secreto.

Pero existen los plátanos, las plazas y los cafés,

las calles afectuosas

y la mirada clara de las nubes que se va apagando

lentamente.” (“Mano Invisible”, Barcelona, Acantilado, 2012, Págs. 12-13)

Obsesión ésta, la de la búsqueda de treguas en paseos inmensos y detallosos, que Zagajewski comparte con otro exquisito, Julien Green: “En el Luxemburgo, penetrado por el frío. Los árboles cuajados de brotes blancos y amarillos bajo un cielo gris pálido. Las largas líneas paralelas de las terrazas, los gruesos trazos negros que forman las hileras de árboles, y todo como en un dibujo que la memoria graba para siempre.” (“París”, Valencia, Pre-Textos, 2005, Pág. 118).

Adam Zagajewski es el legado de la pérdida, un rastreador de dominios que ya no existen.