lunes, 16 de febrero de 2015

Grand Hotel Von Rezzori


Diego Pérez Ordóñez

Con toda razón Gregor von Rezzori (1914-1998) se rotulaba a sí mismo como una especie de extranjero profesional: “Nací en la Bucovina, Rumania. Antes de que Rumania entrara a la guerra, se la entregaron a los rusos, de modo que yo era más o menos ruso, aunque seguía teniendo pasaporte rumano y viviendo en Viena. Cuando los rusos tomaron Bohemia, fui a ver a nuestro embajador en Berlín, que era amigo de la familia, y le dije ‘¿Qué hago? ¿Qué se supone que debo hacer?’ Y él me dijo ‘Bueno, se supone que debes irte a casa y encontrar una nueva identidad, porque no existes.’(En la revista Crítica, julio de 2014, pág. 26) Y así aquello que no existe – mejor dicho, aquello que algún día dejó de estar- se convirtió en la especialidad literaria de Rezzori, de la temblorosa mano de fronteras que se movían con cada guerra, de reinos que mutaban (se escindían o se fusionaban) aparecían y desaparecían por obra y gracia de dudosos tratados internacionales o del capricho de algún mariscal, de ciudades que podían apagar la luz bajo las potestades de un ducado determinado para amanecer bajo la dominación de un soberano ajeno. La ficción parece haberle puesto la mesa a nuestro personaje con varios siglos de anticipación: una vida entre embajadas, salvoconductos y visados, aduanas y pasos fronterizos.  Así lo detalla el historiador Norman Davies:

El nombre del reino [de Galitzia] fue inventado por los consejeros de María Teresa en Viena según una complicada fantasía histórica. Muchos siglos antes –antes de su anexión por la Polonia medieval- los distritos de Hálych (Galitzia) y Volodymyr (Lodomeria) habían pertenecido por poco tiempo a los reyes de Hungría, que luego adoptaron el título de ‘duques de Galitzia y Lodemeria’. Cuatrocientos años más tarde, puesto que la emperatriz era también reina de Hungría, sus consejeros decidieron resucitar el antiguo título ducal, ascenderlo a estatus real y aplicarlo a un territorio mucho más vasto.” (En Reinos Desaparecidos. La historia olvidada de Europa. Traducción de Joan Fontcuberta y Joan Ferrarons, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013, Pág. 517. Mi aclaración.) Extinto y enterrado en 1918, de causas bélicas y políticas, el reino de Galitzia y Lodomeria fue un verdadero microcosmos lingüístico y cultural: se escuchaba polaco, alemán, rumano, ruteno, yiddish, latín, hebreo y antiguo eslavo eclesiástico. Un reino casi de irrealidad, cuyos nombres y fronteras databan de inmemorial. En el fondo, un reino ilusorio…una complicada fantasía histórica.

El magma perfecto
En estas evaporaciones Rezzori encontró el magma perfecto para inventariar las crónicas de mundos naufragados, sin la petulancia –ni el arte, como el mismo se adelantó a admitir- de Vladimir Nabokov y sin la irrepetible introspección, ni el arribismo social, del irrepetible Marcel Proust. Paréntesis: Gregor von Rezzori admiraba fervorosamente a Nabokov, tenía su biblioteca toscana poblada de sus libros y recorrió Estados Unidos a la busca del lascivo camino trazado en Lolita con el fin de escribir una deliciosa crónica. Fin del paréntesis.

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No crean que Rezzori es simplemente otro cronista del crepúsculo (al estilo de la frase de Julio Ramón Ribeyro de que solo quien ha conocido el esplendor puede explicar la decadencia). Si esperan que por sus páginas transiten viejas duquesas que huelan a naftalina, enclenques gobernantas inglesas y gallardos gentilhombres, mejor cambien de canal. Rezzori cuenta las cosas de mundos caducos como si fueran vistas a través de un colorido vitral, como para desparramar y generar dudas, con la intención inequívoca de que exista siempre más de una versión de las cosas,  con esa aguda pincelada sicológica que los vados y remansos orientales del Danubio suelen aportar. Por eso, aunque venerado por una cofradía exquisita que incluye, por lo menos, a Zadie Smith, Javier Marías, Claudio Magris o Juan Villoro, Rezzori no ha encontrado el reconocimiento tardío y masivo de otros autores orientales, como Sandor Márai, la potente resurrección de Stefan Zweig o el reconocimiento tardío de Joseph Roth, pero ha logrado formar un núcleo duro de admiradores que se lamen y relamen los bigotes con su estilo (que Carrère caracteriza como suave y ondulante) y con su humor mordelón y las más de las veces corrosivo. Al ser una especie de apátrida, no hay gobierno o instituto que lo reclame para sí: ni los alemanes, ni los austríacos o los rumanos. Son muchos los que lo admiran, pocos los que tienen la intrepidez de declararse sus discípulos.  

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Su materia prima (aunque suene contra-intuitivo) no es la amargura, ni el legado de la pérdida, ni siquiera la añoranza. Sus insumos no son ni la melancolía ni la evocación. Más bien Rezzori describe mundos largamente idos casi sin el menor pellizco de aflicción: la sensualidad, la ironía y la mordacidad son la poderosa ganzúa que abre la puerta a esos feudos desvanecidos, la tranquera a esas cariadas líneas divisorias entre lo autobiográfico y lo puramente ficticio. Rezzori siempre deja preguntas sin responder, rememora a través de un pastoso cedazo y prefiere, como técnica de narración, las aguas turbias. En este punto hay que pedirle ayuda a su amigo y devoto Claudio Magris:

Von Rezzori es un amante de la vida, que, sin embargo, sabe irreal, y no de la muerte –si acaso su cortejador, que flirtea con ella para engañarla y después dejarla plantada, al menos mientras sea posible. Se mofa incluso de la suya…” Y glosa sobre su sensualidad mitteleuropea: “Von Rezzori, ha escrito Marino Freschi, transforma Mitteleuropa en lengua. La vieja Austria, paisaje del artificio, montaje de citas y, sobre todo, anacronismo, dio a Von Rezzori el sentido del mundo como ‘malentendido’…Pero si el eros limita platónicamente con la nada es, también, elemento de concreción; la página de Von Rezzori se hace densa, sanguínea y terrestre cuando están en juego la carne, las cosas, los olores, el hambre el deseo, los objetos hechos para tener en la mano, como los fusiles en las inolvidables descripciones de cacerías.” (Gregor von Rezzori, el epígono precursor. En La Gran Trilogía, Barcelona, Anagrama, 2009, Págs. 16-18)

Y si para Magris su amigo trashumante era algo así como un virtuoso del cinismo, incapaz de tomarse la vida al pie de la letra, Zadie Smith lo destaca como “…realmente un romántico y un entusiasta como lo era Keats y es feliz declarando su falta tanto de conocimientos como de ironía corrosiva. La ironía de Rezzori no es una fortaleza segura, pues deja filtrar cualidades tan poco irónicas como la confianza, la pasión y el optimismo.” (Del prólogo de Un Extranjero en Lolitalandia, Barcelona, Reino de Redonda, 2012, Pág. 30)  Por eso la mención del nombre de Von Rezzori, altisonante y rimbombante, instiga a buscar viejos mapas y a recorrer con la mente regiones largamente desdeñadas y herrumbrosas. Bienvenidos, pues, al Grand Hotel Von Rezzori.




viernes, 6 de febrero de 2015

Lucinda Williams en exceso

Diego Pérez Ordóñez

Según parece, el principal problema de Lucinda Williams (Port Charles, Luisiana, 1953) es su notoria y obstinada predisposición al exceso. Demasiado cercana al rock como para seducir por completo y verdaderamente a las masas de la música country, siempre corre el riesgo de que, comenzando por Nashville, la miren recelosamente por encima del hombro, por no decir nada sobre el tradicional Grand Ole Opry, donde probablemente encaje con la naturalidad de un párroco en un burdel. Demasiado contigua al country – por ironía- como para brillar en los catálogos de las rockeras químicamente puras: ni sus sombreros sureños, ni su oblongo y peliagudo acento de abajo de la línea Mason-Dixon ayudan a la causa, claramente. Es decir, un indescifrable híbrido que se resiste a brazo partido a entrar en la horma.

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Demasiado entrada en años como para navegar con bandera de diva, en un mundo que tiene como acaramelado referente a Taylor Swift, demasiado despiadada como para ser un ídolo de las masas, demasiado melancólica como para que la programen regularmente en las radios, Lucinda Williams evita, cada vez que publica un nuevo trabajo, cada vez que se sube al escenario o cada vez que empuña la guitarra y abre la boca para cantar, resbalar por las resquebrajaduras de la industria discográfica, ser engullida por lo predecible y por las clasificaciones caprichosas. Parece resultar sospechosa en ambos lados de la línea de fuego, parece hacer saltar perplejidades y titubeos cada vez que se menciona su nombre. Sin embargo la crítica y los aficionados biempensantes saben desde hace buen rato que Lucinda Williams es una faulkneriana cronista de pequeñas infamias sureñas, historiadora de los falsos profetas, fedataria de las esperanzas exterminadas por el alcoholismo y por la drogadicción, archivera del legado de la pérdida.    

Se trata claramente de un ave rara, de un ave rara poblada de tatuajes, de una compositora superlativa y trastornada por el detalle, conocida por trabajar lenta y pacientemente, reconocida por ser un ave rara que no tiene tiempo para descripciones superficiales y que admira con el mismo ímpetu la simple delicadeza de Bob Dylan y los algodoneros misterios de Robert Johnson.  Y, finalmente, demasiado refractaria a cualquier tendencia, novedad o boga, como para, en pleno retroceso del disco de carne y hueso lanzar uno doble –inspirado en buena parte en el trabajo de su padre, el fallecido poeta Miller Williams- y demasiado necesitada como para cederle a una compañía los derechos de autor sobre su catálogo para poder así pagar sus deudas. Es decir, a sus sesenta y un años Lucinda Williams no ha cesado de metamorfosear y de sacar la cabeza del agua.