viernes, 6 de junio de 2014

Por qué amo el fútbol



Diego Pérez Ordóñez

Porque, más allá de los lugares comunes sobre la pasión de multitudes y sobre la rivalidad, el fútbol destila adrenalina y algunas otras hormonas neurotransmisoras, nos permite gritar libremente y sin parecer idiotas, nos incita a cerrar los puños y a cantar victoria unos días, a comernos las uñas y a tragar saliva otros, a parecer y actuar como niños cuando el equipo gana y a volver a la realidad de ser unos adultos mal genios, amargados y preocupados cuando el equipo pierde. Porque el fútbol nos hace viajar con furia por las cumbres y por los valles (a veces en cuestión de minutos) porque nos convierte en más amigos de los amigos y porque aporta siempre encendidos temas de conversación, indistintamente y todos los días, en un cafetín de Buenos Aires con unas masitas, en una calle paulista con guaraná, en una mesa de café parisiense con un espresso, en las escarchas moscovitas a punta de vodka o caminando hacia la plaza Tiananmen.  

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Porque aunque Borges lo considerara en su tiempo una estupidez inglesa (otras estupideces inglesas incluyen el parlamentarismo, la división del poder y a un tal William Shakespeare) el fútbol aporta indudables vasos comunicantes con lo artístico y con lo sublime. Porque Camus y Nabokov eran arqueros (el ruso incluso afirmaba que el trabajo de portero es como el de “un mártir, un saco de arena o un penitente”), porque para Pasolini el mejor poeta del año es siempre un goleador. Porque hay pocas cosas más gloriosas que un golazo, seguido por los rugidos furiosos desde una grada que tiembla y trepida, por el llamado de los tambores y por el espectáculo de las banderas y los cánticos. Más que una bomba atómica, que un golpe de Estado, que un discurso trastornado  de algún politicastro, el gol tiene el poder de detener el tráfico, de generar delirio en los ganadores y ofuscación en los perdedores: el planeta entero, aunque sea por segundos, deja de girar sobre su propio eje.

Porque el fútbol es un padre que entra con sus hijos al estadio todos los domingos, pero que previamente los ha aleccionado –catequizado es la palabra más precisa- en los colores del equipo, en la divisa, en las canciones y en los insultos de rigor, en las riquezas del lenguaje procaz que asusta a profesores y psicólogos, en el ímpetu y en el empuje. Porque el fútbol es estar sentado sobre una jaba de cerveza y frente a una televisión, con la mente puesta en el césped y únicamente en la cancha: los dedos cruzados. Porque el fútbol es también un ceviche bien limonoso, o un arroz con concha, mientras se sintoniza la radio. Por todo lo argumentado líneas atrás, y por todo lo que no entra en esta decadente columna dominical carente de lectores, amo el fútbol.

Columna aparecida en El Comercio (Quito) el 29 de abril de 2012.

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