domingo, 31 de marzo de 2013

Un tokay en los Cárpatos


Diego Pérez Ordóñez

La atracción de “El Último Encuentro”, la magistral novela del húngaro Sándor Márai (1900-1989), reside en su milimétrico y deliberado anacronismo, en su descubrimiento póstumo como una especie de pieza de museo, en su carácter de privilegiado vistazo íntimo a un mundo lejano, extravagante y extinguido.

Al final del día la trama de esta obra literaria no parece tener mayor interés: la historia de un viejo general patricio, que vive aislado en un rancio pabellón de caza en Hungría, a la espera de la llegada –algún día- de quien fue su mejor amigo. Este pasado mejor amigo, con quien fue criado y al que el general acogió en su magnífica casa a pesar de las diferencias sociales, aparentemente tuvo líos amatorios con la mujer del aristócrata a quien, también aparentemente, intentó asesinar durante una partida de caza. Sí, “El Último Encuentro” no es una novela de acción ni de suspenso ni de grandes emociones. Es, en cambio, un monumento al estilo y al arte de la escritura, al espesor de los modos literarios, a la medición celosa de los ritmos, al poder de la evocación. Sin embargo, hay que admitirlo, la supuestamente insípida trama encierra una novela corta pero dura, cuyos ejes son el valor de la amistad, la traición y el coste de la lealtad.

 De vuelta al pasado

Y también está, claro, el anacronismo. Es que el principal testigo de la trama es un viejo pabellón de caza en Hungría, rodeado por antiguos bosques y en pie desde antes de la Revolución Francesa, cuyas anchas paredes son custodias de las sagas familiares: “La mansión lo comprendía todo, como una enorme tumba de piedra tallada donde se desmoronan los restos de varias generaciones y se deshacen las vestimentas de seda gris y paño negro de las mujeres y de los hombres de antaño. Comprendía también el silencio como si éste fuera un preso fervoroso y creyente que se va muriendo poco a poco en el fondo del calabozo, dejándose crecer una larga barba sobre sus trapos y harapos, recostado en un montón de paja podrida. Comprendía también los recuerdos, la memoria de los muertos que se ocultaban en los recovecos de las habitaciones, unos recuerdos que crecían como hongos, como el moho, que se multiplicaban como los murciélagos, como las ratas o como los insectos en los sótanos húmedos de las casas demasiado antiguas.” (Uso la tercera edición, Barcelona, Salamandra, 2003. Pg. 29)

El recurso de la casa solariega como testigo silencioso del ocaso. La herramienta del viejo palacete como albergue de mundos que ya no están es una técnica que Márai comparte con por lo menos tres de sus colegas: Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cuya obra póstuma “Il Gattopardo” también está localizada en dos espléndidas casas sicilianas, con el portugués António Lobo Antunes, que también usa como protagonista de “Tratado de las Pasiones del Alma” a una casa patricia, o con el porteño Manuel Mújica Lainez, detalloso retratista del paso de las generaciones en una finca de la anticuada Buenos Aires. 

Fuente: www.mrsbesmporium.com

En el caso de Márai, sin embargo, la vieja mansión (que ha pasado de padres a hijos desde hace doscientos años) tiene sus exotismos orientales, como el ama de llaves de noventa y tantos años que a su vez fue nodriza del protagonista principal, los servidores de librea de gala, los floreros de cristal de roca, las paredes atestadas de cuadros con marco dorado, las habitaciones abovedadas, el landó con pescante y todo, sirvientes a prueba de fuego (un montero, un administrador, un cocinero), atrás de los montes Cárpatos. Se trata, por tanto, de un palacete en uno de esos lugares de implantación política flotante, de uno de esos parajes aislados, reacios a la civilización occidental y al urbanismo, que suelen cambiar de manos con cada guerra, con cada capitulación, con cada nuevo tratado de paz. En uno de los pasajes de la tensa cena – a la que volveremos en un rato- Konrád, el invitado y presunto amante de la mujer del anciano general se queja con amargura de que “Mi patria dejó de existir. Se descompuso. Mi patria era Polonia, Viena, esta casa y el cuartel militar de la ciudad, Galitzia y Chopin. ¿Qué queda de todo aquello? Lo que lo mantenía todo unido, esa argamasa secreta, ya no existe. Todo se ha deshecho, se cayó a pedazos. Mi patria era un sentimiento. Ese sentimiento resultó herido. En momentos así, hay que partir.” (Pág. 92)

Literatura apátrida

Así, igual que en los casos de varios viejos maestros del siglo veinte, la de Márai es la literatura del desarraigo, de la carencia de identidad geográfica y política, a lo Nabokov, a lo Beckett. Literatura apátrida, del alejamiento. En este aspecto nadie más cercano a Márai que Gregor von Rezzori, otro esteta, otro perito de la añoranza y de los parajes orientales: “La Bucovina y Galitzia pertenecieron al imperio austrohúngaro hasta su desmoronamiento en 1919. A partir de entonces, la Bucovina pasó a formar parte de Rumania, y Galitzia se reintegró a Polonia…Rumania, mi tierra campesina de entonces, se ha convertido en un país con un proletariado con conciencia de clase, esto matiza un poco el cuadro, pero es la misma tierra en la que nací y viví, la tierra que amé y soñé durante cuarenta años…” (“Memorias de un Antisemita”, Barcelona, Anagrama, 2009, Págs. 531 y 613) Igual que en el caso de Von Rezzori una de las atracciones de Márai anida en su orientalismo, en la excentricidad de un pabellón de caza –un arte en desuso, políticamente incorrecto- en las florestas de los Cárpatos, donde el tiempo tarda en llegar y también donde los cambios políticos suceden con vértigo. En este aspecto, en la refracción al cambio, el general de Sándor Márai precede al príncipe Salina de Lampedusa: ambos adustos, ambos escépticos frente a los avances, ambos fines de raza. Sicilia y Hungría comparten códigos: regiones abandonadas por las metrópolis, grandes extensiones de terreno, costumbres de antaño, vinos añejos, arañas de cristal que cuelgan del techo. Es como si sus autores habrían, en efecto, querido fotografiar los últimos minutos de la caída, la arqueología del pasado esplendor. 

Fuente: www.anacrespodeluna.blogspot.com
Véanla y llámenla como quieran. Arte del alejamiento. Literatura del exilio. Desplome de imperios. En todo caso, la de Sándor Márai (y “El Último Encuentro” en particular) es materia prima del extrañamiento, de la carencia de un mapa moderadamente estable. Piensen en que Kassa, la ciudad donde Márai nació en 1900, perteneció originalmente al imperio austrohúngaro, pasó a la efímera República Eslovaca del Este tras la paz de Versalles, pasó por un tiempo a soberanía checoslovaca, formó parte de Hungría, fue bombardeada por los soviéticos, ocupada por los nazis, anexada al Pacto de Varsovia y, finalmente, hoy es la segunda ciudad en importancia de Eslovaquia. Por eso, a diferencia de sus mencionados colegas Nabokov (maestro de la lengua inglesa) y de Beckett, estilista del francés, Márai se refugió en el húngaro, uno de los idiomas menos hablados del mundo. Como advierte Salvador Bueno: “El idioma húngaro no tiene relación alguna con las lenguas vecinas, las germanas, eslavas o latinas; pertenece a la familia de los idiomas fino-ungrios y el más conocido pariente suyo, aunque no muy cercano, es el finlandés…No existe –apunta- otra literatura europea que pueda mostrar más evidentemente sus lazos y relaciones con la historia política y social que las letras húngaras.” (En “Hungría en sus Cuentos del Siglo XX”, Budapest, Comisión Nacional Húngara para la UNESCO, 1972, Pág. 5)  Así, Sándor Márai se llevó consigo la lengua húngara a su autodecretado exilio (en vista de que su biblioteca de alrededor de 6.000 volúmenes cayó en el cañoneo), que incluyó Suiza, Italia, Estados Unidos, hasta que se voló los sesos en San Diego, California, a poco de que su país recuperara la independencia y las elecciones libres. En 1943, en la cima de su fama, Márai escribió en sus diarios: “Irme de aquí, en cuanto pueda, si todavía estoy vivo, si aún tengo fuerzas y la posibilidad de hacerlo, irme de aquí. Escribir en húngaro, contribuir a la cultura nacional húngara pero fuera de aquí. Lejos de aquí.” (Zeltner, Ernö, “Sándor Márai”, Valencia, Universitat de Valencia, 2007, Pág. 121)

El menú  de la noche: Pommard, trucha y frutas del invernadero

Aunque Márai la considerara una de sus obras menores, en “El Último Encuentro” están varias de las claves artísticas de su literatura: el valor de la palabra dada, el mérito del honor, la casa como solar, la conciencia de clase, el movimiento de fronteras o la prevalencia del estilo sobre la trama. Cuando el futuro general (Henrik) y Konrád cursaron la academia militar en Viena, por ejemplo:

“Ellos supieron, desde el primer momento que su encuentro prevalecería durante toda su vida…Henrik aprendía todo con facilidad. Konrád tenía dificultades, pero retenía todo lo aprendido de una manera desesperada, con codicia, como si supiera que aquello era su único tesoro en el mundo. Henrik se desenvolvía con facilidad entre los demás, sin prestarles atención, con superioridad, como alguien que ya no se sorprende con nada; Konrád se comportaba con mayor rigidez, respetando siempre las normas vigentes.”  Se trata, como se ve, de una amistad inmemorial, a pesar de las diferencias de carácter (el general, evidentemente, destinado a ser soldado, su amigo, un oficial interesado por la música y por las artes) y sobre todo por las distancias sociales. Cuando, un día visitan a los padres de Konrád en Galitzia, la escena es la siguiente:

“La primera noche, después de una cena copiosa, con carnes grasientas y vinos olorosos y fuertes – que el padre de Konrád, viejo empleado del Estado, y la madre polaca, melancólica y maquillada con colores vivos, morados y rojos, como una cacatúa, servían con una excitación devota y triste en aquella casa de aspecto pobre, como si la felicidad de aquel hijo al que veían poco dependiese de la calidad de los platos-, los dos jóvenes oficiales se quedaron un rato sentados en un rincón oscuro del comedor de la fonda, decorado con palmeras polvorientas.”  Y respecto de los esfuerzos para la financiación de su educación en Viena: “En algún lugar lejano de Polonia, en la frontera con Rusia, existe una hacienda. Yo no la conozco. Era de mi madre. De allí, de aquella hacienda llegaba todo: los uniformes, el dinero para la matrícula, las entradas para el teatro…el dinero para pagar los derechos para los exámenes, los costes del duelo que tuve que afrontar con aquel bávaro.” (Págs. 46 y 47) Se va creando, pues, una relación perversa, la de los dos amigos de infancia –un aristócrata desahogado y un hidalgo pobrete- inicialmente unidos por la simpatía juvenil, a la larga atraídos por la misma mujer, pero separados por los abismos de sus mundos contrapuestos: la holgura de la vieja mansión solariega, contrapuesta a la estrechez de medios de su compañero de pupitre. Además, con el paso del tiempo, el general se va convirtiendo en ducho en el arte de matar, con disciplina marcial ejercitada en la cacería, en un militar de rango; mientras que su colega, siempre aficionado al piano (pariente lejano de Chopin) deviene en un cultor de la belleza, en un aficionado a las artes, en un alma sensible. De hecho, uno de los pasajes más ideales de “El Último Encuentro”, uno de los más plenos de imágenes y de contrastes, es aquel cuando el general va a la casa de su amigo a constatar lo que él llama su “huida”, tras la escena en la partida de caza (y el amago de asesinato de general):

“Tu casa, bien lo sabes, era una obra maestra. No era grande, un salón comedor en la planta baja y dos habitaciones en el primer piso, pero todo, absolutamente todo, el jardín, las estancias, los muebles, todo era como la casa que se organiza un artista. En aquel momento comprendí que de verdad eras un artista. También comprendí lo extraño que debías de sentirte entre nosotros, entre la gente normal. Y que quienes te habían obligado a seguir la carrera militar, simplemente por amor y por deseo de que estuvieras por encima de ellos, habían cometido un crimen.” (Pág. 118) Así, casi literalmente, la mesa está servida para un ajuste de cuentas: el viejo general cartesiano, que no le hace ascos a la sangre o al olor a pólvora, que ha vivido retirado en su vieja casa y que ha contado cuarenta y un años y ni sé cuántos días para volver a ver a su viejo amigo. En la otra esquina, Konrád, militar a regañadientes, pianista dedicado que ha vuelto de varias décadas de vivir en la húmeda y fogosa Malasia, sospechoso de ser aspirante a la mujer del general, acusado de haber traicionado la confianza que destinaron en él cuando era joven, cuando era pobre, cuando era un alumno cualquiera en la academia de guerra vienesa. 

Fuente: www.louislatour.com

Están listos los ingredientes de “El Último Encuentro”: el lance verbal por el honor, la esgrima por la institución de la lealtad, la inmutabilidad de la amistad, el valor inalterable de la palabra empeñada, la validez de un estrechón de manos. Es decir, igual que las fronteras de países como Hungría, Rumania o la vieja Checoslovaquia, imperios que ya no existen, paredes que se vienen abajo, telarañas en las bibliotecas, escaleras que crujen,  habitaciones que necesitan que alguien las aireé.  Cuando el texto avanza hacia la mitad – no es largo, unas doscientas páginas- uno espera una especie de esgrima verbal, un encuentro de posiciones en el que Konrád (el alma de artista) se defienda, argumente por qué encontró un espíritu gemelo en la mujer del general, pero más bien uno se topa con un alegato avasallador del general, casi un monólogo, una reflexión solitaria respecto de los factores de la lealtad. El general, a la luz de las velas porque la mansión ha sufrido un apagón (se supone que estamos en 1940) le recrimina que:

“Éramos amigos, y esta palabra tiene unos significados cuya responsabilidad sólo la conocen los hombres. Tienes que ser consciente de la absoluta responsabilidad que contiene esta palabra. Éramos amigos, no compañeros, compinches, ni camaradas. Éramos amigos y no hay nada en el mundo que pueda compensar una amistad. Ni siquiera una pasión devoradora puede brindar tanta satisfacción como una amistad silenciosa y discreta, para los que tienen la suerte de haber sido tocados por su fuerza.” (Pág. 138)  Y las heridas que deja el orgullo: “Hay algo peor que la muerte, peor que el sufrimiento…y es cuando uno pierde el amor propio…Hay algo que duele, hiere y quema de tal manera que ni siquiera la muerte puede extinguirlo: y es cuando una persona, o dos, hieren ese amor propio sin el cual ya no podemos vivir una vida digna.”  (Págs. 186-187)

Entre fronteras vaporosas, recuerdos agudos y precisos, una cena de ajuste de cuentas, “El Último Encuentro” es uno de los descubrimientos arqueológicos más deslumbrantes de las últimas décadas.

domingo, 24 de marzo de 2013

Los argumentos del lector


Diego Pérez Ordóñez

Es que no hay, y no es posible que existan, dos bibliotecas iguales. Aunque alguien hiciera el paciente pero estéril ejercicio de repetir libro a libro y página a página los contenidos de los estantes, las ilusorias bibliotecas repetidas serían necesariamente distintas e incomparables, porque cada lector tendría su propia versión de los hechos, su propia historia que contar, su propia caja fuerte de la memoria.

Esa parece ser en sí misma la esencia de la lectura: la apropiación individual de la ficción, el placer de la intimidad, el valor de la diferencia, el episodio de lo imaginario. Con esto en mente, sin embargo, resulta discutible si la lectura como tal y aislada tiene valor intrínseco, si sus objetivos son solamente de recogimiento y de abstracción o si tiene sentido como forma de interconexión, si la lectura es, más bien y apenas, un callejón del laberinto, un angostillo de la catacumba. Es decir - arranquemos a argumentar- leer como desbroce de la maleza, con el objetivo de llegar a otros confines, con el fin de circular por nuevos caminos. Si nos decantamos por la teoría de que leer es apenas la punta del ovillo, la lectura es un ejercicio sin fin, carente de fronteras. Y la relectura, entonces, es más que retornar a leer, tiende más a volver a crear diferentes imágenes en la mente, a la construcción de nuevas sensaciones, diferentes ritmos. Por forma que el libro que descansa en el aparador es una especie de ser viviente y que palpita, en concordancia con la idea del poeta Valente de que el poema es un animal respirante o no es. Y es un ser viviente que al cambiar de manos va cambiando también de sentido dependiendo de quién y cómo lo lea.

Por el bulevar Haussmann

Ya el enfermizo Proust, diletante y arribista social, huraño y endeble (pero sin cuya colosal obra “En Busca del Tiempo Perdido” sería imposible entender la literatura contemporánea) evocaba las lecturas juveniles “…hechas en tiempo de vacaciones, que íbamos a ocultar sucesivamente en todas las horas del día que eran lo suficientemente apacibles e inviolables para darles asilo. Por la mañana, al volver del parque, cuando todo el mundo había salido ‘a dar un paseo’, me deslizaba en el comedor donde, hasta la hora todavía lejana de almorzar, no entraría nadie más que la vieja Félice relativamente silenciosa, y donde no tendría por compañeros, muy respetuosos de la lectura, más que los platos pintados colgados en la pared, el calendario cuya hoja de la víspera había sido recién arrancada, el reloj de pared y el fuego que habla sin esperar respuesta y cuya amable conversación vacía de sentido no viene, como las palabras de los hombres, a superponerse a las palabras que estáis leyendo.”  (“Sobre la Lectura”, 3ª ed., Valencia, Pre-Textos, 1997, Pág. 8) 

Proust – y este texto de 1905 es una de las cosas más perfectas que escribió- disecciona al lector neurótico, al que evade cuando es posible la compañía humana, al que busca los rincones apacibles, al que no levanta la mirada en los cafés a riesgo de ser reconocido o interrumpido, al que, incluso  cuando cierra el libro, le siguen resonando los ritmos de la prosa. Pero advierte también que la lectura no puede reemplazar a la vida misma, que no ha de ser confundida con la realidad. Regla que el mismo Proust parece haber violado con reincidencia si nos ponemos a pensar con la obcecación que escribió “El Tiempo Perdido”, casi en estado de reclusión médica y haciendo uso de su vida social como una especie de laboratorio para su soñada novela. 

Fuente: www.filmica.com

Por eso también en opinión del francés la lectura “…como toda pasión, está ligada a una predilección por todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna relación con él  y se comunica con él incluso en su ausencia.” Y “El lenguaje mismo del libro es puro (si el libro merece ese nombre), transparente merced al pensamiento del autor que le ha aligerado de todo lo accesorio hasta conseguir su imagen fiel; cada frase, en el fondo, se parece a las otras, pues todas son pronunciadas con la misma inflexión de una personalidad; de ahí esa especie de continuidad, que las relaciones de la vida y aquellos elementos extraños que se mezclan con el pensamiento excluyen, permitiendo enseguida seguir la misma línea de pensamiento del autor, los rasgos de su fisionomía que se reflejan en este segundo espejo. A veces nos encontramos a gusto en su compañía sin necesidad de que sean admirables, pues supone un gran placer para el espíritu contemplar estas pinturas profundas y profesarles una amistad sin egoísmo, sin frases hechas, desinteresada.” (“Sobre la Lectura”, Págs.49 y 55)

Neurosis y fetichismos

Por lo general el lector más o menos continuo es un fetichista bastante visible. Asalta las librerías en busca de la apetecida presa, con la vista recorre cientos de lomos pacientemente, mira de arriba a abajo, evita el contacto humano, construye sus rutinas con manías de diván, esconde los libros deseados (o los disimula en otra sección) a la espera del pago a fin de mes, conversa con los vendedores y libreros solo en caso de extrema necesidad (como preguntar por un libro que la semana pasada estaba y, ay, ha desaparecido). También por eso la lectura está enlazada con los pequeños placeres y con la pulsación de las ciudades, como una visita en un lunes por la tarde –neblinoso y con garúa- al viejo Libri Mundi de la Juan León Mera, o la caminata hacia la desaparecida librería limeña El Virrey (desaparecido el local de San Isidro, me refiero) con sus cafés vecinos para tomar fuerzas, para evaluar o decidir las compras, o una incursión a ArteLetra, el paraíso tangible en plena y ruidosa carrera séptima de Bogotá, con su perfectamente calculado desorden, con sus corredores intransitables por el apilamiento de los libros. Para el lector febril la librería, aunque no haya dinero o necesidad de comprar, es lugar de respiro obligado, de visita pavloviana.  

El libro como cuerpo autónomo y soberano, como el objeto más asombroso y deslumbrante de los instrumentos inventados por el hombre, como dijo el viejo y ciego Borges en la universidad de Belgrano en 1978: el libro como una especie de extensión de la memoria y de la imaginación. “Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye así mismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.” (“Borges, Oral”, en Obras Completas, Tomo IV, Buenos Aires, Emecé, 2010, Págs. 177-184) Si el libro como objeto es la más maravillosa invención humana –también me refiero al libro y a sus insumos materiales, la edición, la letra y sus tipos, el papel y sus variaciones- es también una caja que contiene imágenes independientes, donde cabe toda la ficción del mundo, donde viven frases asombrosas e historias fantásticas. 

Fuente: www.awesomepeoplereading.tumblr.com
Si la ficción no tiene límites, la capacidad de leer no debería terminar nunca. Leer es también una forma de atesorar: el lector atento que vuelve a una frase cadenciosa porque se le queda repicando, el que toma nota de las ideas o el que reproduce versos en un cuaderno especialmente comprado para ese preciso efecto. O el que, en afán demarcatorio y de conquista de territorios así como los viejos ejércitos clavaban banderas cuando perfeccionaban sus victorias, llena sus preciados objetos de calcomanías y papelitos de colores. O el leedor exégeta que llena los márgenes de pequeñas anotaciones…

Teoría de los vasos comunicantes

La lectura, en especial cuando es caprichosa y desordenada, sirve como ejercicio para la creación de vasos comunicantes, como el lector que encuentra nuevas ideas por medio de sus escritores de confianza: así, la lectura de William Faulkner, el gran geógrafo y trazador de mapas del sur de Estados Unidos, casi indefectiblemente llevará a otros grandes estilistas y arquitectos de localidades ficticias, como Juan Carlos Onetti o Juan Benet. Las ramas de los árboles genealógicos del cuento, por ejemplo, pueden empezar por la estética minimalista de Chéjov, pasar por las más sofisticadas elaboraciones de Guy de Maupassant, conectar con la aridez y la desolación de Juan Rulfo, hacer yunta con las perversidades de Raymond Carver, bajar a Buenos Aires gracias a las precisiones de relojería suiza de Borges y desembocar en la neblinosa y gris Lima de Julio Ramón Ribeyro un agosto cualquiera.

Si bien se trata de la creación de un universo particular de cada lector, de unos cotos privados en los que, a excepción de conversaciones o de generosidades nadie pueda entrar: la lectura está en posibilidades de significar la construcción de mundos privados, lacrados, infranqueables. Así cada acervo de lecturas configura una galaxia distinta, una república independiente, por forma que leer constituye una tentativa de probar los infinitos, de no terminar nunca. Siempre quedarán cosas por leer, siempre quedará intacto el aguijón de releer, de por lo menos pasar la mano por las repisas. Pero, cuidado, leer todo o leer de todo no serviría de nada si quien lee no es capaz de crear conexiones, de usar la literatura como cuartel general, para crear imágenes individuales, para fundar imperios y conquistar reinos colindantes. Ya el citado Proust había argumentado que la lectura no sirve para reemplazar a la realidad o superponerla, de modo que la gracia está en que la lectura haga las veces de circuito con otros feudos de la estética y de la búsqueda de la belleza, que esté enchufada con la música, que tenga un pie en la arquitectura y en las demás artes de la vista, que sea materia de discusión gastronómica o motivo de largas caminatas por las ciudades amadas. Entonces – sigue la teoría- leer por leer sirve de poco si la lectura no tiene ambiciones de interconexión. Volverse erudito (saber cada vez más sobre menos y menos) le quita toda gracia y todo arte a la lectura, la priva de goce y de encanto, la convierte, supongo, en un ejercicio casi sacerdotal. Buscar, como habría dicho Bergson, no solamente lo agradable que se dirija a la sensibilidad sino avanzar hacia lo bello, hacia lo que latiga la inteligencia. “La emoción estética no es una sensación, es decir, algo inmediato, es un sentimiento que ha sido precedido por un juicio, por un trabajo intelectual.” (Bergson, Henri, “Lecciones de Estética y Metafísica”, Madrid, Siruela, 2012, Pág. 2012)  El evento, entonces, de la combinación de placeres con la inteligencia como eje. 

Fuente: www.coladelmundo.blogspot.com

Leer por leer puede desembocar en la dificultad y en la esterilidad. Basta con imaginarse al gran Montaigne, encerrado y retirado en su torre de la Dordoña, que opinaba que solamente se debe leer los libros que fluyen y que es lícito dejar de lado las lecturas complejas y que cuesten trabajo: “En cuanto a las dificultades, si encuentro alguna leyendo, no me como las uñas con ellas; las dejo en su sitio tras hacer una carga o dos. Si me plantara en ellas, me perdería, y perdería el tiempo. Porque tengo el espíritu saltarín…Si un libro me disgusta, cojo otro; y sólo me entrego a ello en los momentos en que el aburrimiento de no hacer nada empieza a adueñarse de mí. Apenas me intereso por los nuevos, pues los viejos me parecen más ricos y más vigorosos; ni por los griegos, pues mi juicio no es capaz de sacar provecho de una compresión pueril y primeriza.” (“Ensayos”, Barcelona, Acantilado, 2007, Pág. 588) 

Así, pues, la lectura como búsqueda del placer, de la belleza precedida por el buen juicio, como vehículo para encontrar nuevas conexiones.