domingo, 16 de octubre de 2016

Dylan, el mejor Judas

Diego Pérez Ordóñez

La principal virtud de Bob Dylan ha sido aferrarse a su anacronismo. De este modo se ha mantenido alejado de todas las modas y tendencias y ha sobrevivido, con su voz gangosa y nasal, a Woodstock, a la guerra de Vietnam, al final de la Guerra Fría, a la era de la digitalización absoluta y a la hipermodernidad, por lo menos. Con más de medio siglo de carrera a cuestas, Dylan continúa tocando y grabando como si el tiempo no hubiera pasado ni hecho mella: a ratos canciones trufadas de blues, algo de rockabilly aquí y allá, rocanrol frontal casi siempre. Sin distinción de bogas o escuelas, Dylan honra, disco a disco, noche a noche, una de las grandes aportaciones de la cultura estadounidense: la música popular. Dylan no ha sentido la necesidad de cambiar o de adaptarse a circunstancia alguna. Dylan parece ser ajeno al tiempo, el único capaz de mearse en la sopa del rey.

Solo en dos ocasiones – se me ocurre- Bob Dylan ha coqueteado con la innovación: cuando sorprendió a la audiencia del Newport Folk Festival de 1965 al tocar un set eléctrico, encabezado por Like a Rolling Stone, uno de sus varios himnos. Después de deslumbrar en los festivales anteriores (1963 y 1964) con repertorios acústicos (y de ser considerado como la nueva figura del movimiento folclórico) Dylan, flanqueado por Mike Bloomfield en guitarra y por Al Kooper en órgano, martirizó a buena parte de la audiencia con su repertorio eléctrico, encabezado por la estridente Maggie´s Farm. Los estudiosos dicen que esa noche Bob Dylan electrificó a la mitad del público y que electrocutó a la otra mitad.

La otra ocasión fue cuando Dylan, ya decidido a cruzar el espejo hacia el lado eléctrico, empezó a tocar en dos partes: la primera folk (solo él y una guitarra) y la segunda rock, acompañado de una banda. En uno de esos conciertos mixtos, en Newcastle upon Tyne, uno de los asistentes (en el silencio entre canción y canción) le gritó “Judas”. Él le contestó ordenándole a su banda que tocara la misma Like a Rolling Stone en modalidad fucking loud. E incluso en estos casos es discutible si Dylan estaba en verdad flirteando con la innovación o más bien, como ha sido característico a lo largo de su carrera, cautivando más bien con la provocación, como cuando toca sin hablar con el público, o como cuando se niega a ser entrevistado. Casi siempre resulta muy difícil distinguir al Dylan sedicioso del Dylan creador.

Una cuestión sangrienta
Y más allá de que se el mismo Dylan se pregunte si no es “…un trovador de los años sesenta, una reliquia del folk-rock, un artífice de la palabra de días pasados, un falso jefe de estado de un lugar que nadie conoce.” (En Chronicles, primer volumen, Nueva York, Simon & Schuster, 2004, Pág. 147. Mi traducción.)  yo me quedo con el Bob Dylan de Blood on the Tracks (1975), su álbum más introspectivo y, de sus obras maestras, en mi opinión, la más redonda y la más completa. Es que Blood on the Tracks es, de principio a fin, una verdadera borrasca de sentimientos, una mirada privilegiada al mundo interior de Dylan en épocas del desmoronamiento emocional. Aunque el propio Dylan nos quiera guiar por otros caminos cuando en sus memorias, Chronicles, insinúa que se basó en los cuentos de Chéjov para componer las letras, su hijo Jakob lo desmiente cuando asegura que en Blood on the Tracks son sus padres quienes están hablando.

British Journal of Photography

Y, sí, Dylan casi siempre insinúa en vez de afirmar: nos trata de llevar por otros caminos, por zonas grises, por los vericuetos del doble sentido. A veces parece que goza con ser críptico, con dejar implícito lo que para todos suena evidente. Y, también, esa es la diferencia elemental con Blood on the Tracks:  se trata de un disco en carne viva, de un ejercicio doloroso, de canciones confesionales -aunque él lo niegue- que sondean en los territorios del desamor, de los celos, de heridas que no cierran. 

Desde hace mucho tiempo me fascina (y por épocas, cuando escucho el disco con obstinación y de arriba abajo) la quietud de Blood on the Tracks, el hecho de que se trate de un trabajo tan callado, tan íntimo, tan en clave de arrepentimiento. Pero es al mismo tiempo una obra maestra de la amargura y del dolor: Blood on the Tracks es el disco de lucidez melancólica por encima de todo.  Y es un clásico en el que se puede encontrar nuevos matices y tonalidades en cada escucha. Un clásico, en teoría de Simon Leys, proclive siempre a nuevas interpretaciones, a nuevos desarrollos: “Con el paso del tiempo, estos comentarios, glosas e interpretaciones forman una serie de capas, depósitos, acreencias y aluviones, que se acumulan, acrecientan y superponen, como las arenas y los sedimentos de un río cenagoso. Un clásico permite usos innumerables y también malos usos, interpretaciones y tergiversaciones; es un texto que sigue creciendo (se puede deformar, o enriquecer) y, sin embargo, conserva su identidad nuclear, aunque su forma original ya no pueda recuperarse plenamente.” (En Breviario de Ideas Inútiles, Barcelona, Acantilado, 2016, Págs. 251-2).

Y aunque la cita de Leys se refiera a la virtud clásica en textos, me parece que aplica perfectamente a Blood on the Tracks, un disco siempre en movimiento, un clásico de usos innumerables y de temas inmemoriales. 

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