martes, 5 de febrero de 2013

Ribeyro, ensayista de la tristeza



Diego Pérez Ordóñez

Llevo años rondando los libros de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), años de rumiarlos, de mirar sus lomos, de volver a ellos en busca de los confines del laberinto, de párrafos añorados y de frases que continúan resonando. En mis rencuentros con Ribeyro, casi siempre, me empeño en escrutar las razones de su tristeza, de su insistencia por lo melancólico. Y la obstinación sigue adelante. 

A pesar de que el peruano es más conocido por ser un cuentista preciso, afilado y pulcro, tiendo a encallar en sus diarios (“La Tentación del Fracaso”). Un volumen grueso y amedrentador -seiscientas setenta páginas- que rebasa el mero apunte cotidiano, lo anecdótico y lo circunstancial y que se nutre de la aflicción como materia prima. Es que Ribeyro, que argumentaba que los conceptos pertenecen a la esfera pública, mientras que las formas son parte del coto privado, parece haber volcado en sus diarios (que arrancaron en 1950) gran parte de su casi enfermiza introspección, de su complacencia con la soledad, de su afición a sentarse en un café de París al mando de una botella de Burdeos para ver pasar a la gente común en una tarde lluviosa cualquiera. Ya en una de sus primeras entradas, cuando prefería ir a ver practicar a la orquesta sinfónica en la neblinosa Lima, en vez de asistir a sus clases de Derecho, sostenía estar “…inferiormente dotado para la lucha por la existencia.”

Have a cigar


Los diarios de Ribeyro superan el registro espontáneo de eventos. Por lo general, si se lo dan a escoger, se decanta por lo bucólico versus lo feliz, por las cosas que guardan cierto tufillo a evocación, en vez de por las cuestiones que pudieran resultar rutinarias y positivas. Y Ribeyro machaca sus pensamientos, los mordisquea una y otra vez, los contempla desde distintos ángulos antes de plasmarlos en una forma que a ratos se acerca al ensayo, al bosquejo meditado. Destacan, por ejemplo, la dualidad del peruano que vive en París pero que al tiempo añora su ciudad natal: “No regresar, bajo pena del peor de los castigos, ni a la mujer que quisimos en nuestra juventud ni a la ciudad donde fuimos felices” y pensaba en “el encarnizamiento que pone el tiempo en destruir nuestras ilusiones.” O su aflicción de no haber escrito nunca la gran novela, de haber pasado casi desapercibido en el “boom” literario, de haberse convertido después de todo en una suerte de escritor de culto: “Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura.” 

Sin embargo, de todas las reflexiones de Ribeyro, proyectadas con una prolijidad que da a entender la tasación de cada palabra, me quedo con el agridulce juicio sobre su propio padre: “Reconozco que era colérico, soberbio, autoritario, desdeñoso. No compartiré nunca su manía por el orden, la higiene. Su racismo, sus ideas políticas que viraron hacia el fin de su vida hacia la reacción, me son extrañas. Pero todo ello pesa poco en la balanza, al lado de su inteligencia diamantina, de su saber, de su coraje, de su independencia de juicio, de su ironía que por momentos llegaba al sarcasmo, de su humor y dones histriónicos, de su elegante manera de expresarse, encontrando siempre fórmulas insólitas y, en el fondo, de su enorme bondad, pero una bondad razonada, que era fruto de su lucidez más que del sentimentalismo.” Es el Ribeyro que apuesta sus fichas al aplomo de la tristeza, al peso de la recordación. 

Este texto fue originalmente publicado en Ache. Revista de Cine y Literatura. No. 4, Quito, 2013. 

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