domingo, 27 de enero de 2013

Alfredo Gangotena, cazador de tigres


Diego Pérez Ordóñez

Del mismo modo que el manjar, la poesía es algo objetivo, por mucho que este algo sea bello, y he aquí lo que la hace independiente o, como se dice, abstracta, lo mismo que la escultura o la pintura modernas. Leopoldo María Panero.


En Alfredo Gangotena (1904-1944) se fusionan admirablemente una mente exquisita y un alma torturada. Imagínense a un esteta enjaulado en una sociedad prehobbesiana y conventual. Pónganse en los zapatos de una especie de artista-equilibrista que busca luces en la línea divisoria entre dos idiomas. En palabras de Nabokov (que conocía al dedillo el exilio y los malabarismos lingüísticos), un hombre ilustrado en una sociedad bárbara, palabras casi a la medida de nuestro personaje. 

Es que, claro, Gangotena infringía casi todas las reglas de una ciudad centenariamente pacata: un patricio con visión más allá de “la hacienda”, con aires de vanguardia y surrealismo, con ciertos empaques de dandy, incluso con libros. El poeta, en el viejo Quito que ni siquiera acababa en la avenida Colón, debe haber sido una especie marcada, un elemento sospechoso, casi un descastado. Un habitante excéntrico, aunque retraído, cuyas tarjetas de presentación parisinas anunciaban: “Alfredo Gangotena, cazador de tigres”, en su amado idioma francés. Por eso, por salirse del molde, incluso en estos tiempos sobre el poeta cuelgan todo tipo de sambenitos: debe haber sido homosexual, debe haber sido hemofílico, era, en cualquier caso, raro. Muy antiguo para haber sido “bohemio”, el poeta Alfredo Gangotena no suele pasar de una anécdota para iniciados en su ciudad natal y de un poeta exportado en Francia. 

Retrato del artista
No hay evocación de Alfredo Gangotena como la escrita por Carlos Tobar Zaldumbide, la trascripción de una charla que dictó en Art Fórum de Libri Mundi en enero de 1993 y que unos años después recogió la revista Seseribó/Contexto (No. 4, 1997, Págs. 20-24). A falta de una biografía neutral y documentada, el de Tobar es un nostálgico repaso por los momentos íntimos del poeta Gangotena, de los días dedicados a los amigos y a la literatura, de las conversaciones en la vieja casa de la calle García Moreno. Se trata, por suerte, de una deliciosa introspección de alguien que, como Tobar, también tenía una relación profunda con las letras y que echó a andar la memoria con todo el detalle posible. Por ejemplo: “La pequeña sala en que nos reuníamos era de una burguesa banalidad, con la excepción de la presencia de buena parte de la biblioteca de Alfredo, con admirables ejemplares, en su mayoría de literatura francesa, que abarcaban todas las épocas, desde Villón hasta Eluard. Adornaban las paredes una que otra litografía de Manet o Rousseau y un buen retrato de nuestro huésped hospedador, pintado por Alberto Coloma.”

Buenos y modernos tiempos en familia.

 Aunque de algunas fotos se pudiera concluir lo contrario, Tobar caracterizaba al poeta como sencillo en el vestir, de estatura mediana, libre de todo exceso. También como de salud débil y de prevención al frío que “…le obligaba a recibirnos, en las frescas noches quiteñas, arropado con variadas lanerías multicolores. Y [en un estilo proustiano andino] se había construido un curioso aparato inhalador del que no se desprendía y cuyos aromáticos efluvios aspiraba con religiosa periodicidad.” (Los corchetes son míos).  En lo tocante a su reclusión: “Alfredo era un ser melancólico, acosado por la añoranza y la incomprensión. El abismo intelectual y anímico que se interponía entre él y los miembros de su cercana familia – con la excepción quizá de su hermana Fanny- le compelía a un aislamiento taciturno y dolorido. Tan más cuanto que esa incomprensión se extendía a lo ancho y a lo largo de una buena mayoría de la intelectualidad conciudadana de aquel entonces, que no quería, o no podía, comprender al escritor, que consideraba, despectivamente, ‘extranjerizante’ y ‘afrancesado’. En efecto, el criterio que primaba en los cenáculos literarios era el de que sólo era concebible la poesía que se expresase en la lengua autóctona y oficial, y siempre que llevase, inclusive, un sello de nacionalismo criollo y, casi siempre, quejoso y sollozante.” 

Ya se pueden imaginar, entonces, a Gangotena caminando por las calles de la vieja ciudad, abrigado, con las manos en los bolsillos, quizá masticando las líneas de un nuevo poema o pensando en cómo mejorar un poema ya publicado – al parecer muy meticuloso y nunca dejaba de modificar sus textos- y añorando sus días en París. “El poeta – dice una de sus estudiosas- está obsesionado por la sangre y sus poemas laten. Conciencia fragmentada que mira el abismo, el poeta busca o espera la trascendencia por la luz. Sangre y luz se entretejen en los cuerpos del deseo, a la vez que se confunden en una trilogía el peregrino anhelante, la Amada idealizada y el misterioso Huésped, como sucede en Tempestad Secreta.” (Pérez Ordóñez, Virginia, “Huésped de Sangre. Ensayos Sobre la Poesía de Alfredo Gangotena.”, Quito, Orogenia, 2004, Pág. 13) Al poeta frágil y retraído, fin de raza, expatriado en su propia ciudad: “Gangotena habitaba en un cuerpo enfermo. Su visión de la vida estaba atravesada por su condición: conciencia permanente del latir de venas y arterias, sensación de la precariedad de la vida, de la corrupción de la sangre. Esta vivencia le hacía quizás más consciente de la disgregación, del incesante transcurrir del tiempo, pero sobre todo le daba la certeza de sentirse un ser distinto, un exiliado en la tierra – no solo en su tierra-, un ser de excepción, dolorosamente marcado para la implacable conciencia y para la soledad…”  (“Huésped”, Pág. 15) 

Atisbos de dandismo.


Dualidades del idioma
Aparte de sus aspectos personales, una de las claves de la poesía de Gangotena es que fue escrita mayoritariamente en francés. A pesar de que el poeta nació en Quito, de que su idioma materno era el español, tomó la decisión de escribir su obra en su idioma de adopción: el francés.   Como apunta Adriana Castillo “En un principio el ser ausente es un juego para el artista. Ser hispanófono y versificar en francés implica un abandono voluntario, un sí es no trasgresor, de la lengua materna y de su espacio expresivo; una ausencia escogida es ésta, si se quiere; un desafío, además de una diversión. Luego, la fascinación por la lengua adoptada atrapa a Gangotena.” (En “Alfredo Gangotena. Antología.”, Madrid, Visor/Libri Mundi, 2005, Pág. 10) 

Este fenómeno, el del escritor que amaestra una lengua inicialmente ajena, que la domina, ha sido abordado por George Steiner en uno de sus ensayos más reconocidos: Extraterritorial. Para Steiner la idea de un escritor que de forma tácita o expresa renuncie a su lengua para adoptar otra en su obra puede parecer incomprensible. “De ahí –sostiene Steiner- que a priori la idea de un escritor lingüísticamente ‘sin casa’ resulte extraña; la idea de un poeta, novelista o dramaturgo que sienta como en casa ajena al manejar la lengua en la que escribe, que se sienta marginado o dudosamente situado en la frontera. Sin embargo, esta sensación de extrañeza es más reciente de lo que podemos pensar.” (“Extraterritorial”, Madrid, Siruela, 2002, Pág. 17) Para otros escritores, por ejemplo Sándor Márai, la literatura solamente se entiende en la lengua madre, es decir que hay una especie de cordón umbilical entre la literatura y el lugar de origen. 

En el caso de Gangotena el caso parece ser el inverso, el francés como idioma de huida, como símbolo de la modernidad ausente en los páramos andinos. En Gangotena, en cambio, el escogimiento del francés pudo haber sido una forma de ponerle tuercas y tornillos a su propio destierro interior, de remachar ese sentimiento de no-pertenencia en su propia ciudad de nacimiento, en su ambiente familiar. La misma Castillo remarca: “Regresar a Quito corresponde con el segundo viraje en la existencia del creador. Quito y su sociedad, Quito y su entorno natural son vividos como una pesadilla y una agresión por el retornado…El reencuentro con el espacio de los orígenes fracasa y el sentimiento de pérdida, el golpe de la ajenidad maduran, son llaga viva.” (“Alfredo Gangotena. Antología.”, Pág. 10) 

En este fenómeno de extraterritorialidad Gangotena no está solo. Acordémonos de Vladimir Nabokov, que escribió en por lo menos tres idiomas (ruso, francés e inglés) y fue uno de los grandes estilistas del siglo XX en inglés, a pesar de no haber sido su lengua madre. Uno de sus más grandes admiradores, Javier Marías, también pone énfasis en este carácter no geográfico de la literatura de Nabokov, de su obra como recordación de mundos que han desaparecido, el exilio, de la carencia de un hogar fijo, de los cambios de lengua y opina que l suyo es un canon esencial del siglo pasado “…aunque sea extraterritorial y carezca de nacionalidad muy precisa, una prueba más de que la lengua en que un escritor escribe es de gran importancia, pero no lo determinante. O, dicho con mayor atrevimiento, su importancia, con ser enorme, no deja de ser secundaria.” (“El Canon Nabokov” en “Faulkner y Nabokov: Dos Maestros”, 2ª ed., Barcelona, Debolsillo, Pág. 169) 

No es mi culpa, Vladimir. 
En este sentido, el idioma cobra una importancia secundaria en comparación con el estilo: lo que les importa a estos autores extraterritoriales, en exilio perpetuo de su propio idioma, es la prosa (o en el caso de Gangotena, la lírica), su ritmo, su marea, sus claves. Por eso para Nabokov, indistintamente del inglés, ruso o francés argumenta que “Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos.” (“Curso de Literatura Europea.”, Buenos Aires, RBA Libros, 2010, pág. 29) Es decir, el sentido de la ficción como divisora de aguas de la realidad, como motor de la creación artística. De este modo con la ficción estilística –Nabokov escribía casi con guantes blancos- el idioma en que se llegue a la obra de arte original es indistinto: por eso Nabokov admite que desde su primera infancia fue bilingüe en ruso e inglés y que muy pronto, a los cinco años, aprendió francés. Las notas que el niño Nabokov tomaba sobre sus mariposas eran en inglés. Después de su primer exilio, tras la revolución de 1917, en Berlín y en París escribió sus obras en ruso y luego tradujo dos de sus novelas del ruso al inglés. Escribió “La Verdadera Vida de Sebastian Knight” directamente al inglés, en el París de 1939. Es decir que, muy posiblemente, cada libro de Nabokov encierra en sí mismo varios libros: la creación, la traducción, la retraducción…

Pero si vamos de vuelta a la teoría de la extraterritorialidad, Steiner opina que se puede leer la mayor parte de la obra de Nabokov como si se tratase de una meditación acerca de la naturaleza misma del lenguaje humano, de la posible simbiosis entre diversas concepciones lingüísticas del mundo y de una corriente común que recorre la columna vertebral de los distintos idiomas. Por eso, si seguimos la argumentación de Steiner –de paso, muy posiblemente el más importante pensador de nuestros tiempos- grandes novelas nabokovianas como “Lolita” o “Ada o el Ardor”  “…son narraciones acerca de las relaciones eróticas entre el hablante y el lenguaje, y de manera más directa son lamentos –a menudo tan formales y quejumbrosos como las oraciones fúnebres del Barroco- por la separación de su única amante verdadera: ‘la lengua rusa’.” (“Extraterritorial”, Págs. 21 y 22) A diferencia del mismo Nabokov, entonces, Steiner sí reconoce en su prosa cierto extrañamiento, cierto eco de los viejos años rusos. 

Otro caso de extraterritorialidad –esta vez desde el teatro y desde el protestantismo- es el de Samuel Beckett que “Tras haber pasado de escribir en inglés a hacerlo en francés, para luego traducirse al inglés, se liberó estilísticamente de Joyce y dejaron de importunarle las ideas de Proust, a pesar de tener un ancestro común con éste último: Schopenhauer.” (Bloom, Harold, “El Canon Occidental”, 3ª ed., Barcelona, 1997, Pág. 507)  O quizá la historia de Joseph Conrad, el polaco también en perpetua emigración marina, escritor tardío, maestro de la lengua inglesa a pesar de las distancias geográficas y estilísticas. Aunque la segunda lengua de Conrad era el francés, “La verdad a este respecto es que mi aptitud para escribir en inglés es tan natural como cualquier otra con que haya podido nacer. Tengo la extraña y abrumadora sensación de que siempre ha formado parte inherente de mí. Para mí el inglés nunca ha sido una cuestión de elección ni de adopción.” (Cashford, Jules, “Joseph Conrad: Homo Duplex”, en la edición de Atalanta de “El Copartícipe Secreto”, Girona, 2005, Pág. 90) 

A la mar inglesa se ha dicho, Conrad.


En el poeta Gangotena, en tal caso, quizá el uso del francés como lengua de expatriación sea un vehículo para expresar el gran motor de su obra poética: la angustia perpetua. El desasosiego es el condumio de la poesía de Gangotena, el factor que recorre toda su obra:

“Me dejaste suspenso en ayes/
De estas ansias, con los labios entornados.
¿Dónde habré de hallar contornos
Al propio pecho mío de tu presa, de/
tu vuelo? (Tempestad Secreta)

O en “Vigilia”, dedicado a Jean Cocteau:

“En la nieve y en las cenizas, como el manto de las soledades/
El viento recio de la náusea me revuelve el ombligo.
Omnímodo es el espanto; y bajo los arcos/
Algún espíritu me empuña para la entrapada.”

Así, pues, el poeta Gangotena enfila en una noche fría y lluviosa del viejo Quito de vuelta hacia su casa de la calle García Moreno, en exilio perenne, masticando unas palabras en francés que plasmará en su próximo poema, siempre pendiente, siempre inconcluso.

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