viernes, 6 de febrero de 2015

Lucinda Williams en exceso

Diego Pérez Ordóñez

Según parece, el principal problema de Lucinda Williams (Port Charles, Luisiana, 1953) es su notoria y obstinada predisposición al exceso. Demasiado cercana al rock como para seducir por completo y verdaderamente a las masas de la música country, siempre corre el riesgo de que, comenzando por Nashville, la miren recelosamente por encima del hombro, por no decir nada sobre el tradicional Grand Ole Opry, donde probablemente encaje con la naturalidad de un párroco en un burdel. Demasiado contigua al country – por ironía- como para brillar en los catálogos de las rockeras químicamente puras: ni sus sombreros sureños, ni su oblongo y peliagudo acento de abajo de la línea Mason-Dixon ayudan a la causa, claramente. Es decir, un indescifrable híbrido que se resiste a brazo partido a entrar en la horma.

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Demasiado entrada en años como para navegar con bandera de diva, en un mundo que tiene como acaramelado referente a Taylor Swift, demasiado despiadada como para ser un ídolo de las masas, demasiado melancólica como para que la programen regularmente en las radios, Lucinda Williams evita, cada vez que publica un nuevo trabajo, cada vez que se sube al escenario o cada vez que empuña la guitarra y abre la boca para cantar, resbalar por las resquebrajaduras de la industria discográfica, ser engullida por lo predecible y por las clasificaciones caprichosas. Parece resultar sospechosa en ambos lados de la línea de fuego, parece hacer saltar perplejidades y titubeos cada vez que se menciona su nombre. Sin embargo la crítica y los aficionados biempensantes saben desde hace buen rato que Lucinda Williams es una faulkneriana cronista de pequeñas infamias sureñas, historiadora de los falsos profetas, fedataria de las esperanzas exterminadas por el alcoholismo y por la drogadicción, archivera del legado de la pérdida.    

Se trata claramente de un ave rara, de un ave rara poblada de tatuajes, de una compositora superlativa y trastornada por el detalle, conocida por trabajar lenta y pacientemente, reconocida por ser un ave rara que no tiene tiempo para descripciones superficiales y que admira con el mismo ímpetu la simple delicadeza de Bob Dylan y los algodoneros misterios de Robert Johnson.  Y, finalmente, demasiado refractaria a cualquier tendencia, novedad o boga, como para, en pleno retroceso del disco de carne y hueso lanzar uno doble –inspirado en buena parte en el trabajo de su padre, el fallecido poeta Miller Williams- y demasiado necesitada como para cederle a una compañía los derechos de autor sobre su catálogo para poder así pagar sus deudas. Es decir, a sus sesenta y un años Lucinda Williams no ha cesado de metamorfosear y de sacar la cabeza del agua.




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