martes, 9 de abril de 2013

Un martini con Clarice



Diego Pérez Ordóñez 

Ahora mismo se me ocurre que Clarice Lispector (1920-1977) debe haber sido de esas mujeres con la que necesariamente hay que acoderarse en una barra a  tomar un martini y hasta dos. Una mujer independiente –digna y soberana, en términos políticos- lo suficientemente aguda como para haber trasformado la literatura en portugués a punta de puro cuento. Lo suficientemente sofisticada como para haber sido retratada por Giorgio de Chirico, nada menos y nada más. Lo suficientemente modesta, sin embargo, para admitir que cuando leyó el Lobo Estepario por primera vez se decidió a ser escritora.
 
Fuente: www.publishingtheworld.com
Por una serie de factores la literatura de Clarice Lispector no encaja en ningún estereotipo, no admite clasificaciones de ninguna índole. No es ni vanguardista ni de retaguardia, ni modernista ni romántica. Quizá apenas sea lispectoriana, judeo-brasileña. Tal vez porque ella misma es un eslabón en el rico encadenamiento de la intelectualidad judía del siglo pasado, que arranca con la triada de Bergson-Freud-Proust, pasando por George Steiner y quizá nodriza literaria de Paul Auster, de sus laberintos y juegos de espejos. Quizá porque de Ucrania (donde nació Lispector) hasta Río de Janeiro hay varios mundos y mares de distancia. O porque en realidad fue concebida para tratar de aliviar a su madre, que padecía de una enfermedad cuya cura – se creía- consistía en tener una hija. Es decir, fue concebida por cuenta de una tercera, como medio y no como un fin en sí.

Fuente: www.tratadodecuerpo.blogspot.com
Dicen sus comentaristas que la dedicada vida de señora de diplomático la aburría a morir, que le daba lo mismo estar en Washington D.C, en Londres, en Berna o en Nápoles, que le disgustaban las esquelas, las tarjetas en bandeja de plata, los RSVPs, las genuflexiones y esas cosas. Dicen que por eso se divorció y que volvió a Río a ganarse la vida escribiendo de todo: columnas, crónicas, novelas y cuentos, lo bueno con su nombre y con seudónimos para parar la olla. También se rumora que cuando la rutina del hogar le ganaba la partida, solía encerrarse en un cuarto de hotel a solas por tres o cuatro días, como para recuperar el aguante, como para que la perspectiva vuelva a su sitio. Del mismo modo se cuenta que una noche se quedó dormida mientras fumaba, que había tomado pastillas, que se quemó todo y que los doctores seriamente pensaron en amputarle una mano. 

Nota alcohólica de pie de página
Luis Buñuel se tomaba –literalmente- tan en serio sus martinis (tenían que ser secos, muy secos) que dejó plasmada la receta en su libro de memorias. El secreto, parece, es que insumos y materiales estén congelados: la coctelera, las copas especiales y la ginebra. Los hielos siempre tienen que estar duros (evitar que se hagan agua), se les echa unas pocas gotas de vermú y media cuchara de angostura. Luego de agitar y servir en las copas heladas, hay que conservar los hielos, que guardan los olores y sabores del cóctel. Buñuel logró negociar con su médico, al final de sus días, que le permita bajar la dosis de martinis: apenas uno en vez de los cuatro a los que estaba acostumbrado.


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