domingo, 24 de marzo de 2013

Los argumentos del lector


Diego Pérez Ordóñez

Es que no hay, y no es posible que existan, dos bibliotecas iguales. Aunque alguien hiciera el paciente pero estéril ejercicio de repetir libro a libro y página a página los contenidos de los estantes, las ilusorias bibliotecas repetidas serían necesariamente distintas e incomparables, porque cada lector tendría su propia versión de los hechos, su propia historia que contar, su propia caja fuerte de la memoria.

Esa parece ser en sí misma la esencia de la lectura: la apropiación individual de la ficción, el placer de la intimidad, el valor de la diferencia, el episodio de lo imaginario. Con esto en mente, sin embargo, resulta discutible si la lectura como tal y aislada tiene valor intrínseco, si sus objetivos son solamente de recogimiento y de abstracción o si tiene sentido como forma de interconexión, si la lectura es, más bien y apenas, un callejón del laberinto, un angostillo de la catacumba. Es decir - arranquemos a argumentar- leer como desbroce de la maleza, con el objetivo de llegar a otros confines, con el fin de circular por nuevos caminos. Si nos decantamos por la teoría de que leer es apenas la punta del ovillo, la lectura es un ejercicio sin fin, carente de fronteras. Y la relectura, entonces, es más que retornar a leer, tiende más a volver a crear diferentes imágenes en la mente, a la construcción de nuevas sensaciones, diferentes ritmos. Por forma que el libro que descansa en el aparador es una especie de ser viviente y que palpita, en concordancia con la idea del poeta Valente de que el poema es un animal respirante o no es. Y es un ser viviente que al cambiar de manos va cambiando también de sentido dependiendo de quién y cómo lo lea.

Por el bulevar Haussmann

Ya el enfermizo Proust, diletante y arribista social, huraño y endeble (pero sin cuya colosal obra “En Busca del Tiempo Perdido” sería imposible entender la literatura contemporánea) evocaba las lecturas juveniles “…hechas en tiempo de vacaciones, que íbamos a ocultar sucesivamente en todas las horas del día que eran lo suficientemente apacibles e inviolables para darles asilo. Por la mañana, al volver del parque, cuando todo el mundo había salido ‘a dar un paseo’, me deslizaba en el comedor donde, hasta la hora todavía lejana de almorzar, no entraría nadie más que la vieja Félice relativamente silenciosa, y donde no tendría por compañeros, muy respetuosos de la lectura, más que los platos pintados colgados en la pared, el calendario cuya hoja de la víspera había sido recién arrancada, el reloj de pared y el fuego que habla sin esperar respuesta y cuya amable conversación vacía de sentido no viene, como las palabras de los hombres, a superponerse a las palabras que estáis leyendo.”  (“Sobre la Lectura”, 3ª ed., Valencia, Pre-Textos, 1997, Pág. 8) 

Proust – y este texto de 1905 es una de las cosas más perfectas que escribió- disecciona al lector neurótico, al que evade cuando es posible la compañía humana, al que busca los rincones apacibles, al que no levanta la mirada en los cafés a riesgo de ser reconocido o interrumpido, al que, incluso  cuando cierra el libro, le siguen resonando los ritmos de la prosa. Pero advierte también que la lectura no puede reemplazar a la vida misma, que no ha de ser confundida con la realidad. Regla que el mismo Proust parece haber violado con reincidencia si nos ponemos a pensar con la obcecación que escribió “El Tiempo Perdido”, casi en estado de reclusión médica y haciendo uso de su vida social como una especie de laboratorio para su soñada novela. 

Fuente: www.filmica.com

Por eso también en opinión del francés la lectura “…como toda pasión, está ligada a una predilección por todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna relación con él  y se comunica con él incluso en su ausencia.” Y “El lenguaje mismo del libro es puro (si el libro merece ese nombre), transparente merced al pensamiento del autor que le ha aligerado de todo lo accesorio hasta conseguir su imagen fiel; cada frase, en el fondo, se parece a las otras, pues todas son pronunciadas con la misma inflexión de una personalidad; de ahí esa especie de continuidad, que las relaciones de la vida y aquellos elementos extraños que se mezclan con el pensamiento excluyen, permitiendo enseguida seguir la misma línea de pensamiento del autor, los rasgos de su fisionomía que se reflejan en este segundo espejo. A veces nos encontramos a gusto en su compañía sin necesidad de que sean admirables, pues supone un gran placer para el espíritu contemplar estas pinturas profundas y profesarles una amistad sin egoísmo, sin frases hechas, desinteresada.” (“Sobre la Lectura”, Págs.49 y 55)

Neurosis y fetichismos

Por lo general el lector más o menos continuo es un fetichista bastante visible. Asalta las librerías en busca de la apetecida presa, con la vista recorre cientos de lomos pacientemente, mira de arriba a abajo, evita el contacto humano, construye sus rutinas con manías de diván, esconde los libros deseados (o los disimula en otra sección) a la espera del pago a fin de mes, conversa con los vendedores y libreros solo en caso de extrema necesidad (como preguntar por un libro que la semana pasada estaba y, ay, ha desaparecido). También por eso la lectura está enlazada con los pequeños placeres y con la pulsación de las ciudades, como una visita en un lunes por la tarde –neblinoso y con garúa- al viejo Libri Mundi de la Juan León Mera, o la caminata hacia la desaparecida librería limeña El Virrey (desaparecido el local de San Isidro, me refiero) con sus cafés vecinos para tomar fuerzas, para evaluar o decidir las compras, o una incursión a ArteLetra, el paraíso tangible en plena y ruidosa carrera séptima de Bogotá, con su perfectamente calculado desorden, con sus corredores intransitables por el apilamiento de los libros. Para el lector febril la librería, aunque no haya dinero o necesidad de comprar, es lugar de respiro obligado, de visita pavloviana.  

El libro como cuerpo autónomo y soberano, como el objeto más asombroso y deslumbrante de los instrumentos inventados por el hombre, como dijo el viejo y ciego Borges en la universidad de Belgrano en 1978: el libro como una especie de extensión de la memoria y de la imaginación. “Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye así mismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.” (“Borges, Oral”, en Obras Completas, Tomo IV, Buenos Aires, Emecé, 2010, Págs. 177-184) Si el libro como objeto es la más maravillosa invención humana –también me refiero al libro y a sus insumos materiales, la edición, la letra y sus tipos, el papel y sus variaciones- es también una caja que contiene imágenes independientes, donde cabe toda la ficción del mundo, donde viven frases asombrosas e historias fantásticas. 

Fuente: www.awesomepeoplereading.tumblr.com
Si la ficción no tiene límites, la capacidad de leer no debería terminar nunca. Leer es también una forma de atesorar: el lector atento que vuelve a una frase cadenciosa porque se le queda repicando, el que toma nota de las ideas o el que reproduce versos en un cuaderno especialmente comprado para ese preciso efecto. O el que, en afán demarcatorio y de conquista de territorios así como los viejos ejércitos clavaban banderas cuando perfeccionaban sus victorias, llena sus preciados objetos de calcomanías y papelitos de colores. O el leedor exégeta que llena los márgenes de pequeñas anotaciones…

Teoría de los vasos comunicantes

La lectura, en especial cuando es caprichosa y desordenada, sirve como ejercicio para la creación de vasos comunicantes, como el lector que encuentra nuevas ideas por medio de sus escritores de confianza: así, la lectura de William Faulkner, el gran geógrafo y trazador de mapas del sur de Estados Unidos, casi indefectiblemente llevará a otros grandes estilistas y arquitectos de localidades ficticias, como Juan Carlos Onetti o Juan Benet. Las ramas de los árboles genealógicos del cuento, por ejemplo, pueden empezar por la estética minimalista de Chéjov, pasar por las más sofisticadas elaboraciones de Guy de Maupassant, conectar con la aridez y la desolación de Juan Rulfo, hacer yunta con las perversidades de Raymond Carver, bajar a Buenos Aires gracias a las precisiones de relojería suiza de Borges y desembocar en la neblinosa y gris Lima de Julio Ramón Ribeyro un agosto cualquiera.

Si bien se trata de la creación de un universo particular de cada lector, de unos cotos privados en los que, a excepción de conversaciones o de generosidades nadie pueda entrar: la lectura está en posibilidades de significar la construcción de mundos privados, lacrados, infranqueables. Así cada acervo de lecturas configura una galaxia distinta, una república independiente, por forma que leer constituye una tentativa de probar los infinitos, de no terminar nunca. Siempre quedarán cosas por leer, siempre quedará intacto el aguijón de releer, de por lo menos pasar la mano por las repisas. Pero, cuidado, leer todo o leer de todo no serviría de nada si quien lee no es capaz de crear conexiones, de usar la literatura como cuartel general, para crear imágenes individuales, para fundar imperios y conquistar reinos colindantes. Ya el citado Proust había argumentado que la lectura no sirve para reemplazar a la realidad o superponerla, de modo que la gracia está en que la lectura haga las veces de circuito con otros feudos de la estética y de la búsqueda de la belleza, que esté enchufada con la música, que tenga un pie en la arquitectura y en las demás artes de la vista, que sea materia de discusión gastronómica o motivo de largas caminatas por las ciudades amadas. Entonces – sigue la teoría- leer por leer sirve de poco si la lectura no tiene ambiciones de interconexión. Volverse erudito (saber cada vez más sobre menos y menos) le quita toda gracia y todo arte a la lectura, la priva de goce y de encanto, la convierte, supongo, en un ejercicio casi sacerdotal. Buscar, como habría dicho Bergson, no solamente lo agradable que se dirija a la sensibilidad sino avanzar hacia lo bello, hacia lo que latiga la inteligencia. “La emoción estética no es una sensación, es decir, algo inmediato, es un sentimiento que ha sido precedido por un juicio, por un trabajo intelectual.” (Bergson, Henri, “Lecciones de Estética y Metafísica”, Madrid, Siruela, 2012, Pág. 2012)  El evento, entonces, de la combinación de placeres con la inteligencia como eje. 

Fuente: www.coladelmundo.blogspot.com

Leer por leer puede desembocar en la dificultad y en la esterilidad. Basta con imaginarse al gran Montaigne, encerrado y retirado en su torre de la Dordoña, que opinaba que solamente se debe leer los libros que fluyen y que es lícito dejar de lado las lecturas complejas y que cuesten trabajo: “En cuanto a las dificultades, si encuentro alguna leyendo, no me como las uñas con ellas; las dejo en su sitio tras hacer una carga o dos. Si me plantara en ellas, me perdería, y perdería el tiempo. Porque tengo el espíritu saltarín…Si un libro me disgusta, cojo otro; y sólo me entrego a ello en los momentos en que el aburrimiento de no hacer nada empieza a adueñarse de mí. Apenas me intereso por los nuevos, pues los viejos me parecen más ricos y más vigorosos; ni por los griegos, pues mi juicio no es capaz de sacar provecho de una compresión pueril y primeriza.” (“Ensayos”, Barcelona, Acantilado, 2007, Pág. 588) 

Así, pues, la lectura como búsqueda del placer, de la belleza precedida por el buen juicio, como vehículo para encontrar nuevas conexiones.

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