domingo, 10 de marzo de 2013

Elogio del cartógrafo: la cuestión Vásconez


Diego Pérez Ordóñez
  
Es que Javier Vásconez (Quito, 1946) podría perfectamente ser uno de sus propios personajes, una de las creaciones de su puño y letra. Incluso hay una alta posibilidad de que se haya dibujado a sí mismo, pacientemente, con una estilográfica Waterman.  No es raro verlo caminar por las calles de Quito, ajeno a casi toda coyuntura, lidiando con las asperezas de la lluvia y con las manos metidas en los bolsillos de un abrigo de paño oscuro. También es común que merodee por la ciudad a la busca de alguien con quien tomar un café que incluya conversación literaria o trepando las gradas que llevan al añejo Chantilly, probablemente su restaurante favorito. O quizá en plan de orearse después de haberle dado pelea de trinchera a una página inusualmente insurrecta, escrita a mano con tinta azul añil y echado en la cama. Decir que anda con el sobrecejo comprimido es poca cosa en balance con su leyenda negra, o en comparación con sus frases cortopunzantes, con sus a veces ácidos debates y controversias que coquetean con la leyenda urbana. Vásconez a veces se camufla en su propia geografía, se amalgama con sus mismos mapas.

Supongo yo que será durante esas peregrinaciones por la ciudad con la que mantiene una relación casi esquizofrénica –más de luces y sombras que de amor y odio- cuando Vásconez cavila respecto de las andanzas del doctor Kronz (él mismo un paseante), cuando se pregunta por qué diablos esta localidad andina no tiene acceso portuario, cuando repasa las razones por las que, en aplicación de su propia filosofía, no se puede sino vivir en barrios que todavía tengan tiendas de esquina, plazas y plazoletas, y que puedan estar a tiro de piedra de cafetines y bares. Para Vásconez es vital la noción literaria de ciudades superpuestas: una ciudad de carne y hueso, de smog, aceras y semáforos, que se encarama sobre otra, artificiosa y fantaseada, de personajes prisioneros de su propia falta de destino, de perpetuas desolaciones y escenas mortecinas. Así, en su prosa la ciudad hace las veces de un mapa bosquejado desde cero, con el cuidado y el detalle del artista consumado, territorio de asesinos metódicos, jockeys deslucidos, coroneles encopetados, viejas beatas que se persignan, dependientes de hotel de dos estrellas y media o cantantes de cabarets de medio pelo.

El hombre anti-suburbano

Y a Vásconez le gusta profanar las fronteras entre lo que él considera la ciudad vieja – supongo que se trata de la ciudad que hace mucho terminaba en los contornos de la avenida Colón- la ciudad barroca y plagada de santurrones, óleos de familia, cuchicheos de iglesia y señorones de polainas y leontina:

“De algún modo cruzar la ciudad fue para mí como penetrar en un espacio desconocido, un espacio tan ilusorio como el sueño, como si al caminar derrotado y encorvado bajo la lluvia yo hubiera quebrado con mis pasos la superficie de un espejo. Dejaba atrás los patios con olor a manteca, el aire tibio por donde habíamos transitado, seguía sus huellas de oprobio e infidelidad. Después, ¿qué se hizo de ella? De esa mujer ambiciosa, sensual y fantástica, ¿qué puedo decir yo? De hecho, Eva no volverá más.”  (“Eva, la luna y la ciudad” en “Ciudad Lejana”, 2ª ed., Quito, El Conejo, 1984, Pág. 127.)  Se trata de “una ciudad donde ahora se ha refugiado todo el mundo. De Eva no he vuelto a saber nada desde el momento en que me dejó por un acuarelista mediocre.(Idem, pág. 123)

"De niño había jugado a las orillas del Moldava con otros chicos" (El Viajero de Praga)
No solamente es melancolía. Es la importancia de experimentar con la ficción, de crear una ciudad que se parezca a la ciudad a la que él está acostumbrado, al Quito de la casa de la calle García Moreno, a las cabalgatas infantiles en los escalones del Pichincha, a las primeras lecturas. No es solo la añoranza de cuando el agua caís por días seguidos en la ciudad que recibió al médico checo: “Llovía en la ciudad. Durante meses estuvo lloviendo y lloviendo. Hacía tanto frío por las noches que la gente comentaba no haber visto jamás un invierno igual. Fue un invierno tan lluvioso y opresivo que aún se lo recuerda con horror, pues tras unos días de sol, la lluvia volvió a golpear con brío en la noche interminable. El doctor se pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo en su viejo Mercury las calles, visitando a los enfermos con un pesado maletín y el cuello de la gabardina levantado para resguardarse del frío.” (“El Viajero de Praga”, Quito, Alfaguara, 1996, Pág. 9)

La lluvia. En “La Sombra del Apostador”, por ejemplo, el propio Vásconez se amalgama con el narrador y nos deja ver –aunque de forma incompleta, como si estuviéramos mirando apenas por el ojo de la cerradura o por la rendija de una puerta desencajada- los entresijos de su teoría literaria: “Por eso voy componiendo el perfil de una ciudad imaginaria, pues la otra, la ciudad real, se ha ido desvaneciendo entre los recuerdos y la lluvia. ¿Cómo definirla sin correr el riesgo de limitar sus horizontes? Una ciudad es la memoria del lugar donde uno habita o un álbum abierto donde se conservan los recuerdos de una felicidad pasada y mentirosa. También es una manera de convivir con los fantasmas del amor.” (Quito, 1999, Alfaguara, Pág. 9) Si se pudiera cercar un párrafo que contenga el grueso de la argumentación de la teoría de Vásconez sobre la ficción seguramente sería este. Claro, es que en estas líneas están varios de los insumos de su prosa: los días en los que no paraba de llover, una ciudad entretejida con otra, la materia y la memoria, la imposibilidad del recuerdo y las traiciones de la evocación. Lo de la lluvia es un tema casi obsesivo (una especie de mínimo común denominador en su obra), quizá para dibujar la idea de una ciudad que, encajonada entre montañas, oprime y avasalla: “Aunque era invierno y llovía la mayor parte del día, Ramón Ochoa no llevaba ni gabardina ni abrigo como los otros chicos del colegio. Para guarecerse de la lluvia usaba una chompa de cuero con cuello de piel y estrellas metálicas pegadas a los hombros…” O las ululaciones del viento de agosto: “Más allá de los ruidos que percibía desde mi cama durante las noches de verano, también estaban los ecos del viento interpretados por una orquesta de medallones de piedra del Pichincha. De esos sonidos solían llegar hasta mis oídos los residuos de un aullido desaforado, enervante, propio de una manada de lobos enfurecidos. Al amanecer, el viento bramaba implacablemente, y podía sentirlo correr desenfrenado hacia mi ventana.” Es la musicalidad de la novela que siempre quiso escribir –supongo que el tono lo esquivaba durante muchos años- y que muestra los dos extremos de la geografía de su creación, las lluvias que no se extinguen y los vientos que no paran de vociferar. (“La Piel del Miedo”, Bogotá, Seix Barral, 2010, Págs. 55 y 69)

Es la topografía que da a luz a la ficción. Trazar mapas, borrar las fronteras hechas a lápiz, redefinir a mano valles y ríos, montañas y selvas. Y luego dejar a los personajes allá abajo, solos, encadenados a la sordidez de sus destinos, casi sin voluntad. Los personajes de Vásconez tienen como preferencia hormiguear por ahí, desolados, deambulando por calles también proyectadas a pluma fuente. Es el deseo –hay que suponer que siempre inconcluso- de mapear otra vez una ciudad que de cierto modo ya existe, para hacerla propia. Es la capacidad de estirar lo andino hasta que linde con los mares: “Sin embargo, el barco ya había atracado en el muelle haciendo sonar de nuevo la bocina. Ahora constatar que el café estaba desierto, pues no había nadie que siguiera desde la penumbra el movimiento de los buques al amanecer…Desde el estudio podía dominar la llegada del barco con bandera italiana, ingresando muy lento en la noche andina. Cada vez que me servía otro whisky, cosa que sucedía a menudo, imaginaba el rompeolas y el faro que completaban junto con las gaviotas el bosquejo minucioso del puerto.” (“Un Extraño en el Puerto”, Quito, Alfaguara, 1998, Pág. 9) Los lujos de la invención: un barco de divisa italiana que acodera en las demarques de los Andes, quizá en La Floresta, tal vez en los patios del antiguo Colegio Americano en una noche de niebla montañosa y de garúa testaruda.

La obsesión, pues, es restablecer la ciudad, volver a las mesas de cartografía, dibujarla desde los arranques, cuadra por cuadra, empedrado por empedrado, esquina a esquina: “Todos sus pasos parecían crear un vínculo indivisible con la ciudad. Manuela sabía que a fuerza de andar por sus calles y plazas terminaría por descubrirla, por levantar un París hecho a su medida…” Y claro, la porfía con la lluvia una vez más: “Durante los primeros días de noviembre, un violento e inesperado aguacero cayó sobre la antigua casona. Una tarde nublada, justo cuando comenzaba el invierno, el aire se tornó tan fresco y húmedo que los sapos cambiaron de color. El agua de la lluvia se asentó en las frondosas copas de los árboles, y las arañas se desplomaban sobre la tierra recién mojada.” (“Jardín Capelo”, Quito, Orogenia, 2007, Págs. 5 y 8)

Yokna…algo

Así, la geografía de Vásconez nos remite al condado de Yoknapatawpha, en el Mississippi segregado, húmedo y fangoso de William Faulkner, en el mismo Mississippi donde se empezó a fraguar el blues que vino en barcos esclavistas desde África, en un Mississippi que podría ser más caribeño de lo que pensamos. En esa zona de la ficción Faulkner basó la mayoría de su obra – creo que casi todo lo bueno, con excepción de “Las Palmeras Salvajes”- y sus historias de familias en camino de la pendiente social, los abismos de separación entre castas o el descubrimiento de la tensión sexual.  Yoknapatawpha es también para Faulkner un lugar de donde no se puede salir tan fácilmente, en el que las costumbres y convenciones sociales son más importantes que la misma ley, donde operan los códigos rojos del sur profundo. Es el lugar de las grandes plantaciones, donde los blancos son blancos y los negros, pues, negros. 



Fue en el artificial Yoknapatawpha donde el viejo Faulkner liberó sus diablos –él sostenía que el artista es una criatura empujada por sus propios demonios- su vehículo para contar las relaciones de la sangre (en dos sentidos, en el de la familia y en el de la violencia), para preservar a través de la literatura las peculiares costumbres y valores del sur estadounidense, derrotado en la guerra civil: Yoknapatawpha, en la teoría estética de Faulkner, puede ser una especie de microcosmos de lo sureño. Y aquí es, por tanto, cuando Faulkner explora indirectamente y sin quererlo las proximidades de lo latinoamericano, en las diferencias de clase social, en los símbolos secretos del trato entre el que tiene y el que no tiene, entre lo que vio y escuchó de niño en la tienda de abarrotes, en el juzgado, en los campos de algodón, o mientras la gente mayor bebía. (Para entender mejor a Faulkner es mejor leer su clásica entrevista con la Paris Review: http://www.theparisreview.org/interviews/4954/the-art-of-fiction-no-12-william-faulkner)

Por suerte Vásconez no está solo con sus obsesiones y demonios. Aparte de sus enlaces con Faulkner, ha tenido el cuidado de emparentar con Onetti, maestro geodésico de Santa María, otra ciudad de la que rara vez se sale “El olor de los jazmines invadió Santa María con su excitación sin objeto, con sus evocaciones apócrifas; fue llegando diariamente, como una baja y larga ola blanca, y cubrió muy pronto las huellas del arribo de las tres mujeres y de la apertura del prostíbulo en la costa. Todos tuvieron que abrir las narices y entonar los ojos para respirar el aroma de sabiduría y falsedad que venía desde las quintas; todos olieron los jazmines en secreto o con disimulo, comprobaron la existencia de perdones para cada injusticia, intuyeron que cada verdadero deseo engendra una promesa de cumplimiento. La realidad de las mujeres a diez pesos, la memoria de la casa pintada de celeste que se alzaba sobre el suave declive de la costa, naufragaron en la intensidad blanca del perfume.” Como si en un párrafo cupiera todo un universo: la esperada llegada de unas putas, los sentimientos encontrados de la inauguración de un prostíbulo en una ciudad cicatera, sin embargo del antídoto de los jazmines, de los suaves declives de la costa. (“Juntacadáveres”, Madrid, Punto de Lectura, 2008, Pág. 98) O quizá Onetti haciendo las veces de puente entre Montevideo, Quito y Mississippi, con un guiño de ojo al mencionado Faulkner: “En Santa María nada pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, lentamente apagado. Para toda la gama de sanmarianos que miraban al cielo y la tierra antes de aceptar la sinrazón adecuada del trabajo…Nada sucedió en Santa María aquel otoño hasta que llegó la hora –por qué maldita o fatal o determinada o ineludible-, hasta que llegó la hora feliz de la mentira y el amarillo se insinuó en los bordes de los encajes venecianos.” (“La Novia Robada” en “Cuentos Completos”, Madrid, Santillana, 1994, Pág. 321) 


En los Quitos de Vásconez nada pasa tampoco, el tiempo se estanca y se paraliza, se petrifica a poca vista y mucha paciencia de todos. Pero no llega a ser tan dramático como el Comala de Rulfo: este rincón de la imaginación en el que nunca se está seguro de quién está muerto y quién vivo, en el que “Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.” Un pueblo espectral: “Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.” En el Comala rulfiano los fantasmas te respiran en la nuca, la menor exhalación levanta el polvo y los suelos están siempre resquebrajados. (Las citas son de “Pedro Páramo”, 8ª ed.,  Anagrama, Barcelona, Págs. 17 y 21) Más coincidencias, construcciones apagadas, poblaciones casi fantasmales, pasto fértil para almas que vagabundean.

Atención viajeros

Pero si se trata de aridez y de infecundidad hay que conocer Región, la invención de los teodolitos y reglas de cálculo del ingeniero Juan Benet, famoso esteta y bebedor inexorable de gin tonics, que nos cuenta que “El viajero que desde cualquiera de las capitales próximas pretenda llegar a Región por vía –en lo posible- férrea, bien descendiendo en Palanquinos para optar por el enlace con los Castellanos, bien continuando hasta Ponferrada para remontar el Sil con el minero de Villablino, bien –si procede del este- llegándose hasta La Robla con el Vascongado, bien apurando la red ferroviaria hasta la terminal de Macerta, vía Rañeces-Cabeza del Torce, pronto sabrá a qué atenerse.” (“Viator” en “Cuentos Completos”, Madrid, Alfaguara, 1998, Pág. 309)  



Se trata, en este caso, de una alicaída comarca en la que un pasajero de tren tiene que aguantar al jefe de estación, delirante por la soledad, que le cuenta sobre un episodio de 1934 que se conmemora con un tren vacío y sin horario que pasa por Región. “Un lugar tan solitario que nadie – ni en Región ni en Bocentellas ni en el Puente de Doña Cautiva ni siquiera en la torre de la iglesia de El Salvador- habla de él cuando todos saben que raro es el año en que el monte no cobra su tributo humano: ese excéntrico extranjero que llega a Región con un coche atestado de bultos y aparatos científicos o el desventurado e inconsciente cazador que por seguir un rastro o recuperar la gorra arrebatada por el viento va a toparse con esa tumba recién abierta por el anciano guardián, que aún conserva el aroma de la tierra oreada y el fondo encharcado de agua. El viaje, sin duda, no puede ser más desconsolador: una llanura sin encanto, una meseta pobre y seca cortada al norte por el farallón calizo – donde anidan una águilas pequeñas como vencejos- que sólo puede coronarse con la cuerda…” (“Volverás a Región”, Barcelona, 1993, Ediciones RBA, Pág. 9)

De modo que Javier Vásconez se convierte en cartógrafo, en un creador de geografías que dan a luz a su propia ficción, en una rama del árbol genealógico en el que los Faulkner, Benet, Onetti o Rulfo inventan condados enteros, regiones de desolación, ciudades lánguidas y pueblos espectrales.

viernes, 22 de febrero de 2013

A través de la cerradura (secreto y traición en la literatura de Javier Marías)


Diego Pérez Ordóñez

Los conceptos del secreto, del voyerismo, del vistazo aparentemente inocente…o una mirada indiscreta, encontrarse en el sitio equivocado para advertir o descubrir algo que no debía ser develado, la incomodidad de ser testigo de un evento azaroso, suelen ser los ingredientes de la literatura de Javier Marías (Madrid, 1951). Estos las más de las veces incómodos espectadores de lo que no debía ocurrir, asistentes a extraños hechos y actos aparentemente aleatorios, se muerden las uñas y se rascan la cabeza tras ser embestidos por dilemas éticos: ¿contar o no contar?, ¿guardar o no el secreto?, ¿compartir o no los acontecimientos?  Muchas veces el insumo de la obra del madrileño es la encrucijada producto de haber presenciado lo prohibido, de haberse enterado de lo vedado, de haber escuchado un diálogo íntimo que siempre estuvo diseñado para únicamente dos personas, de haber desenmascarado accidentalmente lo disimulado. Susurros. Intimidades. Cuchicheos. Miradas por detrás del hombro…

Atención: leer demasiado puede perjudicar su salud.

Como el sobrecogido adúltero de Mañana en la Batalla Piensa en Mí, quien termina por toparse –casi literalmente- con la misteriosa muerte de su objeto de deseo:

“Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrase con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere –si tiene tiempo de darse cuenta- les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa.”

Que no se te muera la amada

Así el amante frustrado (porque no consuma su aventura galante) termina por convertirse en asistente silencioso y fortuito de una muerte extrañísima, aparentemente no violenta y por supuesto no anunciada, mientras el marido (también aparentemente) está en un hotel londinense y mientras un niño duerme en el cuarto de al lado sin sospechar todavía que ya es huérfano de madre. La lana y el trasquile: el galán apuesta por una noche de placer y termina acostado con un cadáver. 

O la entrañable María Dolz, quien por rutinas del desayuno termina por enredarse en la confusa muerte de Miguel Deverne –supuestamente contratada por él mismo, al tiempo que aparentemente dirigida por su amigo y a la postre quizá en connivencia con su propia esposa- en la más musical pero quizá la más sórdida de las novelas de Javier Marías: Los Enamoramientos. El núcleo de esta obra (poblada de frases esponjosas y melodiosas, por cierto) pasa también por haber visto algo, encontrarse con lo indebido, meter las narices ahí donde a uno no lo han llamado. María cuenta sobre el muerto (occiso, deliciosa palabra de la crónica roja) que:

“Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él –no se me malentienda- sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego…No me gustaba encerrarme tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido es hacerlos sentirse incómodos o molestarlos.” La algo impúdica editora convertida en voyerista rutinaria y de costumbre, que no puede ir a trabajar antes de mirar - ¿o es vigilar, de cierto modo?- a una pareja aparentemente normal, aparentemente feliz. Como muchas veces en el arte de Marías: alguien ve algo que no debía ver, está en sitio equivocado como presagiando lo que siempre quedará impune. 



Deshojando margaritas

Contar o no contar. Violar la confianza del interlocutor. Rasgar el velo íntimo. Jacobo Deza, protagonista de la para muchos densa y tupida Tu Rostro Mañana atiende a una amistad que “…me obligó a escucharla, y, con menos aspaviento que sincero susto, me hizo partícipe de su recién inaugurado adulterio, siendo yo más amigo de su marido que de ella, o más antiguo. Flaco servicio el suyo, pasé meses atormentado por mi saber –que ella me ampliaba y renovaba teatral y egoístamente, cada vez más presa de narcisismo-, con la certidumbre de que ante mi amigo yo debía guardar silencio: no ya por juzgarme si derecho a enterarlo de lo que acaso él –cómo saberlo- habría preferido seguir ignorando; no ya por querer asumir la responsabilidad de desencadenar acciones o decisiones ajenas con mis palabras, sino también por ser muy consciente del modo en que me había llegado aquel incómodo relato.” Aparte de que en frases como la trascrita Javier Marías le guiña un ojo a Marcel Proust, por aquello de esos párrafos exuberantes, elásticos y que terminan por girar alrededor de su propio eje, empieza a cuajar la teoría central de esta entrada: los personajes marianos como incómodos testigos de lo debatiblemente incorrecto, prisioneros del aprieto sobre divulgar o no divulgar. 

O, solo para cimentar apropiadamente el argumento, el mismo Deza en una especie de exilio en Londres, trabajando como una suerte de traductor de espías y de exégeta de personas que le interesan a su red de fisgoneo, se saca los zapatos cuando llega a su departamento y nos informa que: “Hay un hombre que vive enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronan el centro de esta plaza y exactamente a mi altura, un tercer piso, las casas inglesas no tienen persianas o raramente, si acaso visillos o contraventanas que no suelen cerrarse hasta que el sueño inicia sus cacerías atolondradas, y a este hombre lo veo bailando frecuentemente, alguna vez acompañado pero casi siempre él a solas con gran entusiasmo, recorriendo en sus danzas o más bien bailoteos el alargado salón entero, ocupa cuatro ventanales.” Sí. Acá mismo tienen ustedes al voyerista ilustrado y satisfecho, al mirón que se deleita, muchas noches a lo largo de los tres nada fáciles tomos de Tu Rostro Mañana, con el placer de ver bailar al vecino, en la neblinosa Londres de calles estrechas y empedradas, de edificios arrimados y carentes de cortinas apropiadas. Y cuando el observador se siente observado (es que los bailarines del departamento vecino se dan cuenta de su presencia y lo invitan a bailar): 

“De ahora en adelante ya no podría observarlos con la misma tranquilidad, o más bien observarlo a él, que las más de las veces estaba solo, eso era un inconveniente…Cogí mis prismáticos del hipódromo y miré desde atrás, desde adentro, a resguardo de los ojos, de ellos, se me antojó que habían cambiado de acompañamiento por cómo se movían ahora (habían vuelto a lo suyo, tras mi eclipse mi espantada…”

Grandeza clandestina

Esto ya lo había advertido Wyatt Mason hace unos años en la New Yorker (edición de 14 de noviembre de 2005, “A Man Who Wasn´t There. The Clandestine Greatness of Javier Marías”) cuando sostuvo que “Sus narradores desempeñan un papel muy activo discerniendo las verdades que se ocultan tras las apariencias: como los espías, siguen a la gente, a pie, por ciudades de Estados Unidos, Inglaterra y España; escuchan furtivos detrás de las puertas, en balcones, y en retretes de minusválidos; como los detectives, sonsacan confesiones durante largas conversaciones, y comunican las noticias que han ido recogiendo. Sus informes parecen exhaustivos, pero arrojan una concatenación de resultados inesperados: infidelidades de las que nace el verdadero amor, asesinatos que dan lugar a nacimientos.”   
O quizá con más precisión Juan Benet, él mismo uno de los más grandes estilistas de la lengua española de los últimos cincuenta años y de cierto modo promotor de la prosa de Javier Marías, en su ensayo sobre el espionaje y el contraespionaje Sobre la Necesidad de la Traición (en La Construcción de la Torre de Babel, Madrid, Siruela, 1990). El núcleo de la tesis de Benet es que un espía necesita de otro espía, que el espionaje es una especie de juego de espejos, de reflejos e imágenes en bis: “Por eso decía al principio que el espía son dos; como el matrimonio, una actividad llevada a cabo por una pareja; un espía que procede del campo adversario y un traidor salido del campo propio que –no necesariamente por dinero- rompe en secreto el juramento de fidelidad a su rey, a su constitución o a su pueblo, vende su alma al diablo y pasa a colaborar con aquél por el triunfo de unos ideales o por unos principios muy distintos de aquellos en los que se formó.”  Así son los personajes, o mejor dicho los narradores de las construcciones de Marías, de ética siempre precaria, que no nos dejan saber si están del lado del aliado o del enemigo, si ejercen precisamente el espionaje o en divergencia el contraespionaje. Estos protagonistas (que a veces podrían ser el mismo Marías de profesor visitante en Oxford, o el mismo Marías que intenta calzarse los tacones de una mujer) contornean los abismos de la moral, tasan las dimensiones del precipicio y evalúan si mentir no, cómo dulcificar la verdad, si divulgar lo aprendido o si conviene mejor cerrar la boca. 

 De vuelta a Benet: “El traidor rompe un juramento de fidelidad. El juramento será una fórmula ritual mediante la cual quien la acepta se compromete a respetar ciertas reglas. Es, por así decirlo, la cerca que define los límites de un Estado dentro del cual se puede mover el individuo. Si la salta es un traidor. Si por dos veces he utilizado antes el símil matrimonial es porque el traidor tiene todos los parentescos con el adúltero que rompe su juramento de fidelidad para con su cónyuge en virtud de una compulsión más fuerte que el respeto al voto, el afecto a la persona engañada o el dolor reflejo provocado por un daño irremediable. Por lo mismo que el traidor es mucho más interesante que el espía que viene de fuera y lo tienta y seduce, el caso de la adúltera que destruye su matrimonio y su vida por un amante de paso-por lo general pintado por el narrador con trazos despectivos- es el que ha excitado la imaginación del novelista.” (Sobre la necesidad…) Las creaciones de Marías siempre coquetean con la tentación de cruzar las fronteras de las que habla Benet: la fina línea que divide lo correcto de lo incorrecto. Los lindes de lo conveniente, la tentación de confesar lo confiado. Lo que enfrenta el prenombrado espía madrileño en desarraigo londinense, esta vez en boca de Isabel Cuñado: “De algún modo, el relato de Deza es el de un inventario de transgresiones que siguen un proceso triple: ser primero secretos, ser descubiertos más tarde y, finalmente, ser nombrados.” (“La Cuestión Moderna en Javier Marías”, en Ínsula Nos. 785-786, Javier Marías. La Conciencia Dilatada, Madrid, Espasa Libros, 2012, pag. 26) 

Mirar por la cerradura. Buscar las rendijas. Escuchar discretamente, como para no llamar la atención. Parar las orejas. Todo como cimientos no demasiado evidentes de la arquitectura literaria de Javier Marías.

martes, 5 de febrero de 2013

Ribeyro, ensayista de la tristeza



Diego Pérez Ordóñez

Llevo años rondando los libros de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), años de rumiarlos, de mirar sus lomos, de volver a ellos en busca de los confines del laberinto, de párrafos añorados y de frases que continúan resonando. En mis rencuentros con Ribeyro, casi siempre, me empeño en escrutar las razones de su tristeza, de su insistencia por lo melancólico. Y la obstinación sigue adelante. 

A pesar de que el peruano es más conocido por ser un cuentista preciso, afilado y pulcro, tiendo a encallar en sus diarios (“La Tentación del Fracaso”). Un volumen grueso y amedrentador -seiscientas setenta páginas- que rebasa el mero apunte cotidiano, lo anecdótico y lo circunstancial y que se nutre de la aflicción como materia prima. Es que Ribeyro, que argumentaba que los conceptos pertenecen a la esfera pública, mientras que las formas son parte del coto privado, parece haber volcado en sus diarios (que arrancaron en 1950) gran parte de su casi enfermiza introspección, de su complacencia con la soledad, de su afición a sentarse en un café de París al mando de una botella de Burdeos para ver pasar a la gente común en una tarde lluviosa cualquiera. Ya en una de sus primeras entradas, cuando prefería ir a ver practicar a la orquesta sinfónica en la neblinosa Lima, en vez de asistir a sus clases de Derecho, sostenía estar “…inferiormente dotado para la lucha por la existencia.”

Have a cigar


Los diarios de Ribeyro superan el registro espontáneo de eventos. Por lo general, si se lo dan a escoger, se decanta por lo bucólico versus lo feliz, por las cosas que guardan cierto tufillo a evocación, en vez de por las cuestiones que pudieran resultar rutinarias y positivas. Y Ribeyro machaca sus pensamientos, los mordisquea una y otra vez, los contempla desde distintos ángulos antes de plasmarlos en una forma que a ratos se acerca al ensayo, al bosquejo meditado. Destacan, por ejemplo, la dualidad del peruano que vive en París pero que al tiempo añora su ciudad natal: “No regresar, bajo pena del peor de los castigos, ni a la mujer que quisimos en nuestra juventud ni a la ciudad donde fuimos felices” y pensaba en “el encarnizamiento que pone el tiempo en destruir nuestras ilusiones.” O su aflicción de no haber escrito nunca la gran novela, de haber pasado casi desapercibido en el “boom” literario, de haberse convertido después de todo en una suerte de escritor de culto: “Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura.” 

Sin embargo, de todas las reflexiones de Ribeyro, proyectadas con una prolijidad que da a entender la tasación de cada palabra, me quedo con el agridulce juicio sobre su propio padre: “Reconozco que era colérico, soberbio, autoritario, desdeñoso. No compartiré nunca su manía por el orden, la higiene. Su racismo, sus ideas políticas que viraron hacia el fin de su vida hacia la reacción, me son extrañas. Pero todo ello pesa poco en la balanza, al lado de su inteligencia diamantina, de su saber, de su coraje, de su independencia de juicio, de su ironía que por momentos llegaba al sarcasmo, de su humor y dones histriónicos, de su elegante manera de expresarse, encontrando siempre fórmulas insólitas y, en el fondo, de su enorme bondad, pero una bondad razonada, que era fruto de su lucidez más que del sentimentalismo.” Es el Ribeyro que apuesta sus fichas al aplomo de la tristeza, al peso de la recordación. 

Este texto fue originalmente publicado en Ache. Revista de Cine y Literatura. No. 4, Quito, 2013.