Diego
Pérez Ordóñez
Es que Javier Vásconez (Quito, 1946) podría
perfectamente ser uno de sus propios personajes, una de las creaciones de su
puño y letra. Incluso hay una alta posibilidad de que se haya dibujado a sí
mismo, pacientemente, con una estilográfica Waterman. No es raro verlo caminar por las calles de
Quito, ajeno a casi toda coyuntura, lidiando con las asperezas de la lluvia y
con las manos metidas en los bolsillos de un abrigo de paño oscuro. También es
común que merodee por la ciudad a la busca de alguien con quien tomar un café que
incluya conversación literaria o trepando las gradas que llevan al añejo
Chantilly, probablemente su restaurante favorito. O quizá en plan de orearse
después de haberle dado pelea de trinchera a una página inusualmente insurrecta,
escrita a mano con tinta azul añil y echado en la cama. Decir que anda con el
sobrecejo comprimido es poca cosa en balance con su leyenda negra, o en
comparación con sus frases cortopunzantes, con sus a veces ácidos debates y
controversias que coquetean con la leyenda urbana. Vásconez a veces se camufla
en su propia geografía, se amalgama con sus mismos mapas.
Supongo yo que será durante esas
peregrinaciones por la ciudad con la que mantiene una relación casi
esquizofrénica –más de luces y sombras que de amor y odio- cuando Vásconez cavila
respecto de las andanzas del doctor Kronz (él mismo un paseante), cuando se
pregunta por qué diablos esta localidad andina no tiene acceso portuario,
cuando repasa las razones por las que, en aplicación de su propia filosofía, no
se puede sino vivir en barrios que todavía tengan tiendas de esquina, plazas y
plazoletas, y que puedan estar a tiro de piedra de cafetines y bares. Para
Vásconez es vital la noción literaria de ciudades superpuestas: una ciudad de
carne y hueso, de smog, aceras y semáforos, que se encarama sobre otra,
artificiosa y fantaseada, de personajes prisioneros de su propia falta de
destino, de perpetuas desolaciones y escenas mortecinas. Así, en su prosa la
ciudad hace las veces de un mapa bosquejado desde cero, con el cuidado y el detalle
del artista consumado, territorio de asesinos metódicos, jockeys deslucidos,
coroneles encopetados, viejas beatas que se persignan, dependientes de hotel de
dos estrellas y media o cantantes de cabarets de medio pelo.
El
hombre anti-suburbano
Y a Vásconez le gusta profanar las fronteras
entre lo que él considera la ciudad vieja – supongo que se trata de la ciudad
que hace mucho terminaba en los contornos de la avenida Colón- la ciudad
barroca y plagada de santurrones, óleos de familia, cuchicheos de iglesia y
señorones de polainas y leontina:
“De
algún modo cruzar la ciudad fue para mí como penetrar en un espacio
desconocido, un espacio tan ilusorio como el sueño, como si al caminar
derrotado y encorvado bajo la lluvia yo hubiera quebrado con mis pasos la
superficie de un espejo. Dejaba atrás los patios con olor a manteca, el aire
tibio por donde habíamos transitado, seguía sus huellas de oprobio e
infidelidad. Después, ¿qué se hizo de ella? De esa mujer ambiciosa, sensual y
fantástica, ¿qué puedo decir yo? De hecho, Eva no volverá más.” (“Eva, la luna y la ciudad”
en “Ciudad Lejana”, 2ª ed., Quito, El Conejo, 1984, Pág. 127.) Se trata de “una ciudad donde ahora se ha refugiado todo el mundo. De Eva no he
vuelto a saber nada desde el momento en que me dejó por un acuarelista mediocre.”
(Idem,
pág. 123)
"De niño había jugado a las orillas del Moldava con otros chicos" (El Viajero de Praga) |
No solamente es melancolía. Es la
importancia de experimentar con la ficción, de crear una ciudad que se parezca
a la ciudad a la que él está acostumbrado, al Quito de la casa de la calle
García Moreno, a las cabalgatas infantiles en los escalones del Pichincha, a
las primeras lecturas. No es solo la añoranza de cuando el agua caís por días
seguidos en la ciudad que recibió al médico checo: “Llovía en la ciudad. Durante meses estuvo lloviendo y lloviendo. Hacía
tanto frío por las noches que la gente comentaba no haber visto jamás un
invierno igual. Fue un invierno tan lluvioso y opresivo que aún se lo recuerda
con horror, pues tras unos días de sol, la lluvia volvió a golpear con brío en
la noche interminable. El doctor se pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo
en su viejo Mercury las calles, visitando a los enfermos con un pesado maletín
y el cuello de la gabardina levantado para resguardarse del frío.” (“El
Viajero de Praga”, Quito, Alfaguara, 1996, Pág. 9)
La lluvia. En “La Sombra del Apostador”, por
ejemplo, el propio Vásconez se amalgama con el narrador y nos deja ver –aunque
de forma incompleta, como si estuviéramos mirando apenas por el ojo de la
cerradura o por la rendija de una puerta desencajada- los entresijos de su
teoría literaria: “Por eso voy
componiendo el perfil de una ciudad imaginaria, pues la otra, la ciudad real,
se ha ido desvaneciendo entre los recuerdos y la lluvia. ¿Cómo definirla sin
correr el riesgo de limitar sus horizontes? Una ciudad es la memoria del lugar
donde uno habita o un álbum abierto donde se conservan los recuerdos de una
felicidad pasada y mentirosa. También es una manera de convivir con los
fantasmas del amor.” (Quito, 1999, Alfaguara, Pág. 9) Si
se pudiera cercar un párrafo que contenga el grueso de la argumentación de la
teoría de Vásconez sobre la ficción seguramente sería este. Claro, es que en
estas líneas están varios de los insumos de su prosa: los días en los que no
paraba de llover, una ciudad entretejida con otra, la materia y la memoria, la
imposibilidad del recuerdo y las traiciones de la evocación. Lo de la lluvia es
un tema casi obsesivo (una especie de mínimo común denominador en su obra),
quizá para dibujar la idea de una ciudad que, encajonada entre montañas, oprime
y avasalla: “Aunque era invierno y llovía
la mayor parte del día, Ramón Ochoa no llevaba ni gabardina ni abrigo como los
otros chicos del colegio. Para guarecerse de la lluvia usaba una chompa de
cuero con cuello de piel y estrellas metálicas pegadas a los hombros…” O
las ululaciones del viento de agosto: “Más
allá de los ruidos que percibía desde mi cama durante las noches de verano,
también estaban los ecos del viento interpretados por una orquesta de
medallones de piedra del Pichincha. De esos sonidos solían llegar hasta mis
oídos los residuos de un aullido desaforado, enervante, propio de una manada de
lobos enfurecidos. Al amanecer, el viento bramaba implacablemente, y podía
sentirlo correr desenfrenado hacia mi ventana.” Es la musicalidad de la
novela que siempre quiso escribir –supongo que el tono lo esquivaba durante
muchos años- y que muestra los dos extremos de la geografía de su creación, las
lluvias que no se extinguen y los vientos que no paran de vociferar. (“La
Piel del Miedo”, Bogotá, Seix Barral, 2010, Págs. 55 y 69)
Es la topografía que da a luz a la ficción.
Trazar mapas, borrar las fronteras hechas a lápiz, redefinir a mano valles y
ríos, montañas y selvas. Y luego dejar a los personajes allá abajo, solos,
encadenados a la sordidez de sus destinos, casi sin voluntad. Los personajes de
Vásconez tienen como preferencia hormiguear por ahí, desolados, deambulando por
calles también proyectadas a pluma fuente. Es el deseo –hay que suponer que
siempre inconcluso- de mapear otra vez una ciudad que de cierto modo ya existe,
para hacerla propia. Es la capacidad de estirar lo andino hasta que linde con
los mares: “Sin embargo, el barco ya
había atracado en el muelle haciendo sonar de nuevo la bocina. Ahora constatar
que el café estaba desierto, pues no había nadie que siguiera desde la penumbra
el movimiento de los buques al amanecer…Desde el estudio podía dominar la
llegada del barco con bandera italiana, ingresando muy lento en la noche
andina. Cada vez que me servía otro whisky, cosa que sucedía a menudo,
imaginaba el rompeolas y el faro que completaban junto con las gaviotas el
bosquejo minucioso del puerto.” (“Un Extraño en el Puerto”,
Quito, Alfaguara, 1998, Pág. 9) Los lujos de la invención: un barco de
divisa italiana que acodera en las demarques de los Andes, quizá en La
Floresta, tal vez en los patios del antiguo Colegio Americano en una noche de
niebla montañosa y de garúa testaruda.
La obsesión, pues, es restablecer la ciudad,
volver a las mesas de cartografía, dibujarla desde los arranques, cuadra por
cuadra, empedrado por empedrado, esquina a esquina: “Todos sus pasos parecían crear un vínculo indivisible con la ciudad.
Manuela sabía que a fuerza de andar por sus calles y plazas terminaría por
descubrirla, por levantar un París hecho a su medida…” Y claro, la porfía
con la lluvia una vez más: “Durante los
primeros días de noviembre, un violento e inesperado aguacero cayó sobre la
antigua casona. Una tarde nublada, justo cuando comenzaba el invierno, el aire
se tornó tan fresco y húmedo que los sapos cambiaron de color. El agua de la
lluvia se asentó en las frondosas copas de los árboles, y las arañas se
desplomaban sobre la tierra recién mojada.” (“Jardín Capelo”, Quito,
Orogenia, 2007, Págs. 5 y 8)
Yokna…algo
Así, la geografía de Vásconez nos remite al
condado de Yoknapatawpha, en el
Mississippi segregado, húmedo y fangoso de William Faulkner, en el mismo
Mississippi donde se empezó a fraguar el blues que vino en barcos esclavistas
desde África, en un Mississippi que podría ser más caribeño de lo que pensamos.
En esa zona de la ficción Faulkner basó la mayoría de su obra – creo que casi
todo lo bueno, con excepción de “Las Palmeras Salvajes”- y sus historias de
familias en camino de la pendiente social, los abismos de separación entre castas
o el descubrimiento de la tensión sexual. Yoknapatawpha es también para Faulkner un
lugar de donde no se puede salir tan fácilmente, en el que las costumbres y convenciones
sociales son más importantes que la misma ley, donde operan los códigos rojos
del sur profundo. Es el lugar de las grandes plantaciones, donde los blancos
son blancos y los negros, pues, negros.
Fue en el
artificial Yoknapatawpha donde el viejo Faulkner liberó sus diablos –él
sostenía que el artista es una criatura empujada por sus propios demonios- su
vehículo para contar las relaciones de la sangre (en dos sentidos, en el de la
familia y en el de la violencia), para preservar a través de la literatura las
peculiares costumbres y valores del sur estadounidense, derrotado en la guerra
civil: Yoknapatawpha, en la teoría estética de Faulkner, puede ser una especie
de microcosmos de lo sureño. Y aquí es, por tanto, cuando Faulkner explora
indirectamente y sin quererlo las proximidades de lo latinoamericano, en las
diferencias de clase social, en los símbolos secretos del trato entre el que
tiene y el que no tiene, entre lo que vio y escuchó de niño en la tienda de
abarrotes, en el juzgado, en los campos de algodón, o mientras la gente mayor
bebía. (Para entender mejor a Faulkner es mejor leer su
clásica entrevista con la Paris Review: http://www.theparisreview.org/interviews/4954/the-art-of-fiction-no-12-william-faulkner)
Por suerte Vásconez no está solo con sus
obsesiones y demonios. Aparte de sus enlaces con Faulkner, ha tenido el cuidado
de emparentar con Onetti, maestro geodésico de Santa María, otra ciudad de la
que rara vez se sale “El olor de los
jazmines invadió Santa María con su excitación sin objeto, con sus evocaciones
apócrifas; fue llegando diariamente, como una baja y larga ola blanca, y cubrió
muy pronto las huellas del arribo de las tres mujeres y de la apertura del
prostíbulo en la costa. Todos tuvieron que abrir las narices y entonar los ojos
para respirar el aroma de sabiduría y falsedad que venía desde las quintas;
todos olieron los jazmines en secreto o con disimulo, comprobaron la existencia
de perdones para cada injusticia, intuyeron que cada verdadero deseo engendra
una promesa de cumplimiento. La realidad de las mujeres a diez pesos, la
memoria de la casa pintada de celeste que se alzaba sobre el suave declive de
la costa, naufragaron en la intensidad blanca del perfume.” Como si en un
párrafo cupiera todo un universo: la esperada llegada de unas putas, los
sentimientos encontrados de la inauguración de un prostíbulo en una ciudad cicatera,
sin embargo del antídoto de los jazmines, de los suaves declives de la costa. (“Juntacadáveres”,
Madrid, Punto de Lectura, 2008, Pág. 98) O quizá Onetti haciendo las
veces de puente entre Montevideo, Quito y Mississippi, con un guiño de ojo al
mencionado Faulkner: “En Santa María nada
pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual,
lentamente apagado. Para toda la gama de sanmarianos que miraban al cielo y la
tierra antes de aceptar la sinrazón adecuada del trabajo…Nada sucedió en Santa
María aquel otoño hasta que llegó la hora –por qué maldita o fatal o
determinada o ineludible-, hasta que llegó la hora feliz de la mentira y el
amarillo se insinuó en los bordes de los encajes venecianos.” (“La
Novia Robada” en “Cuentos Completos”, Madrid, Santillana, 1994, Pág. 321)
En los Quitos de Vásconez nada pasa tampoco,
el tiempo se estanca y se paraliza, se petrifica a poca vista y mucha paciencia
de todos. Pero no llega a ser tan dramático como el Comala de Rulfo: este
rincón de la imaginación en el que nunca se está seguro de quién está muerto y
quién vivo, en el que “Era ese tiempo de
la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor
podrido de las saponarias.” Un pueblo espectral: “Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas
sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas
huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del
atardecer.” En el Comala rulfiano los fantasmas te respiran en la nuca, la
menor exhalación levanta el polvo y los suelos están siempre resquebrajados. (Las
citas son de “Pedro Páramo”, 8ª ed.,
Anagrama, Barcelona, Págs. 17 y 21) Más coincidencias,
construcciones apagadas, poblaciones casi fantasmales, pasto fértil para almas
que vagabundean.
Atención
viajeros
Pero si se trata de aridez y de infecundidad
hay que conocer Región, la invención de los teodolitos y reglas de cálculo del
ingeniero Juan Benet, famoso esteta y bebedor inexorable de gin tonics, que nos
cuenta que “El viajero que desde
cualquiera de las capitales próximas pretenda llegar a Región por vía –en lo
posible- férrea, bien descendiendo en Palanquinos para optar por el enlace con
los Castellanos, bien continuando hasta Ponferrada para remontar el Sil con el
minero de Villablino, bien –si procede del este- llegándose hasta La Robla con
el Vascongado, bien apurando la red ferroviaria hasta la terminal de Macerta,
vía Rañeces-Cabeza del Torce, pronto sabrá a qué atenerse.” (“Viator”
en “Cuentos Completos”, Madrid, Alfaguara, 1998, Pág. 309)
Se
trata, en este caso, de una alicaída comarca en la que un pasajero de tren tiene
que aguantar al jefe de estación, delirante por la soledad, que le cuenta sobre
un episodio de 1934 que se conmemora con un tren vacío y sin horario que pasa
por Región. “Un lugar tan solitario que
nadie – ni en Región ni en Bocentellas ni en el Puente de Doña Cautiva ni
siquiera en la torre de la iglesia de El Salvador- habla de él cuando todos
saben que raro es el año en que el monte no cobra su tributo humano: ese
excéntrico extranjero que llega a Región con un coche atestado de bultos y
aparatos científicos o el desventurado e inconsciente cazador que por seguir un
rastro o recuperar la gorra arrebatada por el viento va a toparse con esa tumba
recién abierta por el anciano guardián, que aún conserva el aroma de la tierra
oreada y el fondo encharcado de agua. El viaje, sin duda, no puede ser más
desconsolador: una llanura sin encanto, una meseta pobre y seca cortada al
norte por el farallón calizo – donde anidan una águilas pequeñas como vencejos-
que sólo puede coronarse con la cuerda…” (“Volverás a Región”,
Barcelona, 1993, Ediciones RBA, Pág. 9)
De modo que Javier Vásconez se convierte en
cartógrafo, en un creador de geografías que dan a luz a su propia ficción, en
una rama del árbol genealógico en el que los Faulkner, Benet, Onetti o Rulfo
inventan condados enteros, regiones de desolación, ciudades lánguidas y pueblos
espectrales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario