Diego
Pérez Ordóñez
Llevo
años rondando los libros de Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), años de rumiarlos,
de mirar sus lomos, de volver a ellos en busca de los confines del laberinto,
de párrafos añorados y de frases que continúan resonando. En mis rencuentros
con Ribeyro, casi siempre, me empeño en escrutar las razones de su tristeza, de
su insistencia por lo melancólico. Y la obstinación sigue adelante.
A
pesar de que el peruano es más conocido por ser un cuentista preciso, afilado y
pulcro, tiendo a encallar en sus diarios (“La Tentación del Fracaso”). Un
volumen grueso y amedrentador -seiscientas setenta páginas- que rebasa el mero
apunte cotidiano, lo anecdótico y lo circunstancial y que se nutre de la
aflicción como materia prima. Es que Ribeyro, que argumentaba que los conceptos
pertenecen a la esfera pública, mientras que las formas son parte del coto
privado, parece haber volcado en sus diarios (que arrancaron en 1950) gran
parte de su casi enfermiza introspección, de su complacencia con la soledad, de
su afición a sentarse en un café de París al mando de una botella de Burdeos
para ver pasar a la gente común en una tarde lluviosa cualquiera. Ya en una de
sus primeras entradas, cuando prefería ir a ver practicar a la orquesta
sinfónica en la neblinosa Lima, en vez de asistir a sus clases de Derecho,
sostenía estar “…inferiormente dotado para la lucha por la existencia.”
Have a cigar |
Los
diarios de Ribeyro superan el registro espontáneo de eventos. Por lo general,
si se lo dan a escoger, se decanta por lo bucólico versus lo feliz, por las cosas
que guardan cierto tufillo a evocación, en vez de por las cuestiones que
pudieran resultar rutinarias y positivas. Y Ribeyro machaca sus pensamientos,
los mordisquea una y otra vez, los contempla desde distintos ángulos antes de
plasmarlos en una forma que a ratos se acerca al ensayo, al bosquejo meditado. Destacan,
por ejemplo, la dualidad del peruano que vive en París pero que al tiempo añora
su ciudad natal: “No regresar, bajo pena del peor de los castigos, ni a la
mujer que quisimos en nuestra juventud ni a la ciudad donde fuimos felices” y
pensaba en “el encarnizamiento que pone el tiempo en destruir nuestras
ilusiones.” O su aflicción de no haber escrito nunca la gran novela, de haber
pasado casi desapercibido en el “boom” literario, de haberse convertido después
de todo en una suerte de escritor de culto: “Todos o casi todos los escritores
de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su
experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura.”
Sin
embargo, de todas las reflexiones de Ribeyro, proyectadas con una prolijidad
que da a entender la tasación de cada palabra, me quedo con el agridulce juicio
sobre su propio padre: “Reconozco que era colérico, soberbio, autoritario,
desdeñoso. No compartiré nunca su manía por el orden, la higiene. Su racismo,
sus ideas políticas que viraron hacia el fin de su vida hacia la reacción, me
son extrañas. Pero todo ello pesa poco en la balanza, al lado de su
inteligencia diamantina, de su saber, de su coraje, de su independencia de
juicio, de su ironía que por momentos llegaba al sarcasmo, de su humor y dones
histriónicos, de su elegante manera de expresarse, encontrando siempre fórmulas
insólitas y, en el fondo, de su enorme bondad, pero una bondad razonada, que
era fruto de su lucidez más que del sentimentalismo.” Es el Ribeyro que apuesta
sus fichas al aplomo de la tristeza, al peso de la recordación.
Este texto fue originalmente publicado en Ache. Revista de Cine y Literatura. No. 4, Quito, 2013.
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