Diego Pérez Ordóñez
Los
conceptos del secreto, del voyerismo, del vistazo aparentemente inocente…o una
mirada indiscreta, encontrarse en el sitio equivocado para advertir o descubrir
algo que no debía ser develado, la incomodidad de ser testigo de un evento azaroso,
suelen ser los ingredientes de la literatura de Javier Marías (Madrid, 1951). Estos
las más de las veces incómodos espectadores de lo que no debía ocurrir,
asistentes a extraños hechos y actos aparentemente aleatorios, se muerden las
uñas y se rascan la cabeza tras ser embestidos por dilemas éticos: ¿contar o no
contar?, ¿guardar o no el secreto?, ¿compartir o no los acontecimientos? Muchas veces el insumo de la obra del
madrileño es la encrucijada producto de haber presenciado lo prohibido, de
haberse enterado de lo vedado, de haber escuchado un diálogo íntimo que siempre
estuvo diseñado para únicamente dos personas, de haber desenmascarado
accidentalmente lo disimulado. Susurros. Intimidades. Cuchicheos. Miradas por
detrás del hombro…
Atención: leer demasiado puede perjudicar su salud. |
Como
el sobrecogido adúltero de Mañana en la
Batalla Piensa en Mí, quien termina por toparse –casi literalmente- con la
misteriosa muerte de su objeto de deseo:
“Nadie piensa nunca que pueda ir a
encontrase con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo
nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y
creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas
veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere
–si tiene tiempo de darse cuenta- les avergüenza a menudo la forma de la muerte
posible y sus apariencias, también la causa.”
Que no se te muera la amada
Así
el amante frustrado (porque no consuma su aventura galante) termina por
convertirse en asistente silencioso y fortuito de una muerte extrañísima,
aparentemente no violenta y por supuesto no anunciada, mientras el marido
(también aparentemente) está en un hotel londinense y mientras un niño duerme
en el cuarto de al lado sin sospechar todavía que ya es huérfano de madre. La
lana y el trasquile: el galán apuesta por una noche de placer y termina
acostado con un cadáver.
O la
entrañable María Dolz, quien por rutinas del desayuno termina por enredarse en
la confusa muerte de Miguel Deverne –supuestamente contratada por él mismo, al
tiempo que aparentemente dirigida por su amigo y a la postre quizá en
connivencia con su propia esposa- en la más musical pero quizá la más sórdida
de las novelas de Javier Marías: Los
Enamoramientos. El núcleo de esta obra (poblada de frases esponjosas y melodiosas,
por cierto) pasa también por haber visto algo, encontrarse con lo indebido,
meter las narices ahí donde a uno no lo han llamado. María cuenta sobre el
muerto (occiso, deliciosa palabra de la crónica roja) que:
“Pero lo había visto muchas mañanas y lo
había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no
demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para
tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él –no se
me malentienda- sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me
daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una
obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y
sosiego…No me gustaba encerrarme tantas horas sin haberlos visto y observado,
no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido es hacerlos
sentirse incómodos o molestarlos.” La algo impúdica editora convertida
en voyerista rutinaria y de costumbre, que no puede ir a trabajar antes de
mirar - ¿o es vigilar, de cierto modo?- a una pareja aparentemente normal,
aparentemente feliz. Como muchas veces en el arte de Marías: alguien ve algo
que no debía ver, está en sitio equivocado como presagiando lo que siempre
quedará impune.
Deshojando margaritas
Contar
o no contar. Violar la confianza del interlocutor. Rasgar el velo íntimo.
Jacobo Deza, protagonista de la para muchos densa y tupida Tu Rostro Mañana atiende a una amistad que “…me obligó a escucharla, y, con menos aspaviento que sincero susto, me
hizo partícipe de su recién inaugurado adulterio, siendo yo más amigo de su
marido que de ella, o más antiguo. Flaco servicio el suyo, pasé meses
atormentado por mi saber –que ella me ampliaba y renovaba teatral y
egoístamente, cada vez más presa de narcisismo-, con la certidumbre de que ante
mi amigo yo debía guardar silencio: no ya por juzgarme si derecho a enterarlo
de lo que acaso él –cómo saberlo- habría preferido seguir ignorando; no ya por
querer asumir la responsabilidad de desencadenar acciones o decisiones ajenas
con mis palabras, sino también por ser muy consciente del modo en que me había
llegado aquel incómodo relato.” Aparte de que en frases como la trascrita
Javier Marías le guiña un ojo a Marcel Proust, por aquello de esos párrafos exuberantes,
elásticos y que terminan por girar alrededor de su propio eje, empieza a cuajar
la teoría central de esta entrada: los personajes marianos como incómodos
testigos de lo debatiblemente incorrecto, prisioneros del aprieto sobre
divulgar o no divulgar.
O,
solo para cimentar apropiadamente el argumento, el mismo Deza en una especie de
exilio en Londres, trabajando como una suerte de traductor de espías y de
exégeta de personas que le interesan a su red de fisgoneo, se saca los zapatos
cuando llega a su departamento y nos informa que: “Hay un hombre que vive enfrente, más allá de los árboles cuyas copas
coronan el centro de esta plaza y exactamente a mi altura, un tercer piso, las
casas inglesas no tienen persianas o raramente, si acaso visillos o
contraventanas que no suelen cerrarse hasta que el sueño inicia sus cacerías
atolondradas, y a este hombre lo veo bailando frecuentemente, alguna vez
acompañado pero casi siempre él a solas con gran entusiasmo, recorriendo en sus
danzas o más bien bailoteos el alargado salón entero, ocupa cuatro ventanales.”
Sí. Acá mismo tienen ustedes al voyerista ilustrado y satisfecho, al mirón que
se deleita, muchas noches a lo largo de los tres nada fáciles tomos de Tu Rostro Mañana, con el placer de ver
bailar al vecino, en la neblinosa Londres de calles estrechas y empedradas, de
edificios arrimados y carentes de cortinas apropiadas. Y cuando el observador
se siente observado (es que los bailarines del departamento vecino se dan
cuenta de su presencia y lo invitan a bailar):
“De ahora en adelante ya no podría
observarlos con la misma tranquilidad, o más bien observarlo a él, que las más
de las veces estaba solo, eso era un inconveniente…Cogí mis prismáticos del
hipódromo y miré desde atrás, desde adentro, a resguardo de los ojos, de ellos,
se me antojó que habían cambiado de acompañamiento por cómo se movían ahora
(habían vuelto a lo suyo, tras mi eclipse mi espantada…”
Grandeza clandestina
Esto
ya lo había advertido Wyatt Mason hace unos años en la New Yorker (edición de 14 de noviembre de 2005, “A Man Who Wasn´t There. The Clandestine
Greatness of Javier Marías”) cuando sostuvo que “Sus narradores desempeñan un papel muy
activo discerniendo las verdades que se ocultan tras las apariencias: como los
espías, siguen a la gente, a pie, por ciudades de Estados Unidos, Inglaterra y
España; escuchan furtivos detrás de las puertas, en balcones, y en retretes de
minusválidos; como los detectives, sonsacan confesiones durante largas
conversaciones, y comunican las noticias que han ido recogiendo. Sus informes
parecen exhaustivos, pero arrojan una concatenación de resultados inesperados:
infidelidades de las que nace el verdadero amor, asesinatos que dan lugar a
nacimientos.”
O quizá con más
precisión Juan Benet, él mismo uno de los más grandes estilistas de la lengua
española de los últimos cincuenta años y de cierto modo promotor de la prosa de
Javier Marías, en su ensayo sobre el espionaje y el contraespionaje Sobre la Necesidad de la Traición (en La Construcción de la Torre de Babel,
Madrid, Siruela, 1990). El núcleo de la tesis de Benet es que un
espía necesita de otro espía, que el espionaje es una especie de juego de
espejos, de reflejos e imágenes en bis: “Por
eso decía al principio que el espía son dos; como el matrimonio, una actividad
llevada a cabo por una pareja; un espía que procede del campo adversario y un
traidor salido del campo propio que –no necesariamente por dinero- rompe en
secreto el juramento de fidelidad a su rey, a su constitución o a su pueblo,
vende su alma al diablo y pasa a colaborar con aquél por el triunfo de unos
ideales o por unos principios muy distintos de aquellos en los que se formó.” Así son los personajes, o mejor dicho los
narradores de las construcciones de Marías, de ética siempre precaria, que no
nos dejan saber si están del lado del aliado o del enemigo, si ejercen
precisamente el espionaje o en divergencia el contraespionaje. Estos protagonistas
(que a veces podrían ser el mismo Marías de profesor visitante en Oxford, o el
mismo Marías que intenta calzarse los tacones de una mujer) contornean los
abismos de la moral, tasan las dimensiones del precipicio y evalúan si mentir
no, cómo dulcificar la verdad, si divulgar lo aprendido o si conviene mejor
cerrar la boca.
De
vuelta a Benet: “El traidor rompe un
juramento de fidelidad. El juramento será una fórmula ritual mediante la cual
quien la acepta se compromete a respetar ciertas reglas. Es, por así decirlo,
la cerca que define los límites de un Estado dentro del cual se puede mover el
individuo. Si la salta es un traidor. Si por dos veces he utilizado antes el
símil matrimonial es porque el traidor tiene todos los parentescos con el
adúltero que rompe su juramento de fidelidad para con su cónyuge en virtud de
una compulsión más fuerte que el respeto al voto, el afecto a la persona
engañada o el dolor reflejo provocado por un daño irremediable. Por lo mismo
que el traidor es mucho más interesante que el espía que viene de fuera y lo
tienta y seduce, el caso de la adúltera que destruye su matrimonio y su vida
por un amante de paso-por lo general pintado por el narrador con trazos despectivos-
es el que ha excitado la imaginación del novelista.” (Sobre la necesidad…) Las creaciones de Marías siempre coquetean con
la tentación de cruzar las fronteras de las que habla Benet: la fina línea que
divide lo correcto de lo incorrecto. Los lindes de lo conveniente, la tentación
de confesar lo confiado. Lo que enfrenta el prenombrado espía madrileño en desarraigo
londinense, esta vez en boca de Isabel Cuñado: “De algún modo, el relato de Deza es el de un inventario de transgresiones
que siguen un proceso triple: ser primero secretos, ser descubiertos más tarde
y, finalmente, ser nombrados.” (“La
Cuestión Moderna en Javier Marías”, en Ínsula Nos. 785-786, Javier
Marías. La Conciencia Dilatada, Madrid, Espasa Libros, 2012, pag. 26)
Mirar
por la cerradura. Buscar las rendijas. Escuchar discretamente, como para no
llamar la atención. Parar las orejas. Todo como cimientos no demasiado
evidentes de la arquitectura literaria de Javier Marías.
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