domingo, 30 de abril de 2017

Lehman Brothers (notas a la novela de Sandra Araya)

Diego Pérez Ordóñez

Llego un poco tarde a la lectura de “La Familia del Dr. Lehman” de Sandra Araya (Quito, 1980), publicada por la Campaña de Lectura Eugenia Espejo y ganadora del premio La Linares de 2015. Pero la demora, al menos supongo, me ha llevado al relajado develamiento de una nouvelle ambiciosa, redonda, inteligentemente construida, narrada con agudeza y pericia y por la que pasan, en ningún orden en particular, varios de los grandes temas de la literatura, como la introspección, el desarraigo, los entresijos de la muerte y los complicados mecanismos de relojería de la memoria.

“La Familia…” es la historia del doctor Lehman -médico, no se sabe de dónde- de su señora y de sus dos hijos, Teo y Amy. Ésta última, me parece, el centro de gravedad de la trama, que no respeta consecuencias temporales, que aparenta estar diseñada a modo de crónica, aun cuando no lo sea, y que no sigue una línea argumental predecible.

Al doctor Lehman los habitantes de un pueblo innominado, geográficamente impreciso, que Araya bosqueja con trazos muy someros que no permiten ni su determinación ni su caracterización, lo acusan de haber secuestrado y asesinado a dos menores de edad. Luego de una suerte de perdón -que implica que Lehman y su señora deban abandonar el lugar- la familia deambula a la busca de un sitio donde asentarse y donde puedan todos ser aceptados, a pesar de las graves sospechas que penden sobre el padre. Es que las noticias vuelan, de pueblo a pueblo.

www.mainlandford.com

Lo demás se parece a una novela de carretera -una especie de road novel- cuya materia prima es la vocación de la familia de permanecer cohesionada a pesar de las incertidumbres, más allá de la precariedad y de la absoluta falta de destino. A pesar de las promesas de que todo al final del día irá bien, es fácil darse cuenta de la falsedad de las ofertas y de la corrosión de la declinación. 

Y esa acá donde entra en escena el magma de la literatura. De la mano de Araya nada queda suficientemente claro, la ética y el deber son categorías grises y borrosas, los territorios (plagados de casas inhabitadas) se parecen entre sí hasta el punto de que no puedan ser distinguidos. Es que los pueblos que ella esboza y maquetea suelen ser secos – Amy y el narrador se preguntan cuándo va a empezar a llover, de una vez por todas- lugares calcinados por el sol, sin coordenadas exactas ni asiento en los mapas y con la amenaza en ciernes de que sus habitantes, en cualquier momento, reparen en la vedada presencia del doctor Lehman: “Amy, al mirar hacia atrás, iba a responder que sería una bendición que lloviera por una vez en esas tierras, pero que era poco probable que eso sucediera…En el cielo se juntaban nubes negras sobre un desfiladero.” (Págs. 105-6)

En esto Araya es una cartógrafa a propósito imprecisa y vaporosa, que quiere escribir con una brújula malograda en la mano, nada confiable. A falta de unas dosis mayores de polvo y de fantasmas algo más explícitos – si cabe esta maniobra gimnástica- las locaciones mapeadas por esta escritora bien podrían ser sucesiones de Comala. De ese territorio al que Villoro, por ejemplo, caracteriza como “…refractario a lo que viene de fuera; quien pisa sus calles se somete a una temporalidad alterna, donde los minutos pasan como una niebla sin rumbo; los personajes, muertos a medias, carecen de otra posteridad que la queja, los rezos y los murmullos con los que buscan salir de este dañino portento, merecer el polvo que ahoque sus palabras, guardar silencio, morir al fin.” (“Efectos Personales”, Barcelona, Anagrama, 2001, Pág. 13).

Araya no coquetea con lo barroco. Es, de otro lado, una prosista sagaz, quirúrgica, no muy proclive a desperdiciar o engordar palabras, aficionada más bien a enroscar frases y párrafos con equilibrio y ahorro. La autora ha acertado en crear atmósferas y escenas opresivas y algo sórdidas, como si se tratara de una legataria de Onetti. Así, a momentos sus personajes, los Lehman, no viven; por contra, deambulan y se arrastran por las páginas, ausentes de vocación y predestinación y sin que a nadie le importe demasiado su pasado. 

La imprecisión parece ser la marca de fábrica en "La Familia del Dr. Lehman". El paso y el efecto del tiempo. Los debatibles linderos entre el bien y el mal. Los planos territoriales. Solo hay una certeza, en mi opinión, que es la más absoluta imposibilidad de cualquier tipo de futuro, de cualquier aspecto de normalidad. En este sentido, este trabajo dista muchas leguas de ser una novela de suspenso. A nadie le importa la verosimilitud de la muerte de los menores, al final del día. No se trata, por tanto, de la búsqueda de los culpables de un delito. Estamos, más bien, frente a una obra de tensión y de angustia.