Diego Pérez Ordóñez
Bajo
el pop en apariencia incondicional, accesible y -a primeras fachadas- descomplicado
de Jorge Drexler (Montevideo, 1964) se ocultan, en cuclillas y esperando sacar
la cabeza a la superficie en el momento adecuado, los vínculos entre los más
diversos géneros y ecosistemas musicales. Redes y circuitos que unen a las
distintas músicas del mundo, lo de Drexler es develar culturas y tradiciones, acoplarlas
y enchufarlas.
En el
afán de cosmopolitismo de Drexler, en una noche cualquiera, en cualquiera de
sus discos, pueden perfectamente superponerse y encajar el pop británico de los
años sesenta – inspirado, el pop en cuestión, en la mítica Carnaby Street- con
ciertas evocaciones de la ochentera movida madrileña, con su onda discotequera,
o con la melancolía tanguera del Río de la Plata, en boca de Borges con resonancia
de Sabato: “…toda esa tristeza del tango
es lo que ha llevado a gente a afirmar que el tango es un ‘pensamiento triste
que se baila’, como si la música saliera del pensamiento y no de emociones…”
(‘El
Tango. Cuatro Conferencias’ 2ªed., Buenos Aires, Sudamericana, Pág. 41).
También
pueden arbitrar las tristezas privativas del húmedo y algodonero blues de otro
río glorioso, del río Mississippi (antiguo padre de las aguas), lento, oscuro y
encenagado; el blues propio de su delta, con sus estuarios y bajíos, a lo largo
de sus tres mil y pico de kilómetros de espeso flujo. Del mismo modo -y con
seguridad en mayor medida que todos los componentes anteriores- están los ecos
y los sustentos africanos y tropicales de la música brasilera: Caetano Veloso,
claro, como divinidad tutelar en cada tono, en casi toda melodía, a la vuelta
de cada esquina. Sobre todo, en esa empresa drexleriana de intentar un pop que
fuera al mismo tiempo poético, melódico y reflexivo. Por eso, si metemos en una
licuadora la fórmula musical de Jorge Drexler, obtendremos el pop panamericano
por definición, con sus ríos, valles, montañas y carreteras, iglesias y alguna
sinagoga importada desde Mitteleuropa.
Cuando
la intención es explorar lo drexleriano es necesario hacerlo – aunque a ratos
pudiera sonar exagerado- con un bien ajustado casco de minero. Esto porque sin
lugar a duda la idea musical de Drexler incluye cavernosas galerías y pasadizos
secretos, que te obligan a tantear de vez en cuando las paredes, a circular
lentamente y agachado, a la busca de surcos y salidas. Lo aparentemente pop en
el uruguayo es apenas la punta del iceberg, ya que en el mar de fondo a menudo reposan
complejas estructuras arquitectónicas, afirmadas por lo que él mismo llama
interferencias y disrupciones: no otra cosa que samplers, loops y
recursos electrónicos, que le aportan a su concepto musical casi imperceptibles
texturas y tramas. Cada canción, cada disco, a primeras vistas simples y
llanos, suelen venir equipados de sus propios planos, de particulares espacios,
de juegos de luces y de tinieblas.
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Sin
perjuicio de todo lo anterior, de todos los experimentos del bien nutrido laboratorio
de Jorge Drexler, yo me quedo a ojos cerrados con Doce Segundos de Oscuridad, su placa más reflexiva, introspectiva,
sangrante y melancólica (su Blood on the
Tracks de bolsillo, hay que suponer). También porque en Doce Segundos parece estar condensada la
santísima trinidad drexleriana (memoria, identidad, exilio) de la mano del
sentido de la pérdida. Me lo quedo, del mismo modo, por sus ruginosos dobros y
por la proliferación de guitarras slide,
porque es un disco único e irrepetible, una invitación a menear el dedo en cada
llaga.
Me
quedo con Doce Segundos de Oscuridad por
su particular gustillo salobre y marino, en el sentido en que Joseph Conrad
entendía la trascendencia del mar: “El
amor y el pesar van cogidos de la mano en este mundo de cambios más veloces que
el desplazamiento de las nubles reflejadas en el espejo del mar.” (‘El
Espejo del Mar. Recuerdos e Impresiones’. 4ª. ed. Traducción de Javier Marías.
Madrid, Reino de Redonda. 2012, Pág. 72) El sentido marítimo del disco
está presente, como una traza, desde su primera estrofa: “Gira el haz de luz/para que se vea desde alta mar/yo buscaba el rumbo
de regreso/sin poderlo encontrar” del mismo modo que en la delicada y
exquisita Inoportuna: “Eran más bien los días/de arriar las velas”
o en la dramática Sanar: “Las lágrimas van al cielo/y vuelven a tus
ojos desde el mar.”
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