Diego
Pérez Ordóñez
Según
parece, el principal problema de Lucinda Williams (Port Charles, Luisiana,
1953) es su notoria y obstinada predisposición al exceso. Demasiado cercana al
rock como para seducir por completo y verdaderamente a las masas de la música
country, siempre corre el riesgo de que, comenzando por Nashville, la miren recelosamente
por encima del hombro, por no decir nada sobre el tradicional Grand Ole Opry,
donde probablemente encaje con la naturalidad de un párroco en un burdel. Demasiado
contigua al country – por ironía- como para brillar en los catálogos de las
rockeras químicamente puras: ni sus sombreros sureños, ni su oblongo y peliagudo
acento de abajo de la línea Mason-Dixon ayudan a la causa, claramente. Es
decir, un indescifrable híbrido que se resiste a brazo partido a entrar en la horma.
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Demasiado
entrada en años como para navegar con bandera de diva, en un mundo que tiene
como acaramelado referente a Taylor Swift, demasiado despiadada como para ser un
ídolo de las masas, demasiado melancólica como para que la programen
regularmente en las radios, Lucinda Williams evita, cada vez que publica un nuevo
trabajo, cada vez que se sube al escenario o cada vez que empuña la guitarra y
abre la boca para cantar, resbalar por las resquebrajaduras de la industria
discográfica, ser engullida por lo predecible y por las clasificaciones caprichosas.
Parece resultar sospechosa en ambos lados de la línea de fuego, parece hacer
saltar perplejidades y titubeos cada vez que se menciona su nombre. Sin embargo
la crítica y los aficionados biempensantes saben desde hace buen rato que
Lucinda Williams es una faulkneriana cronista de pequeñas infamias sureñas, historiadora
de los falsos profetas, fedataria de las esperanzas exterminadas por el
alcoholismo y por la drogadicción, archivera del legado de la pérdida.
Se
trata claramente de un ave rara, de un ave rara poblada de tatuajes, de una
compositora superlativa y trastornada por el detalle, conocida por trabajar
lenta y pacientemente, reconocida por ser un ave rara que no tiene tiempo para
descripciones superficiales y que admira con el mismo ímpetu la simple
delicadeza de Bob Dylan y los algodoneros misterios de Robert Johnson. Y, finalmente, demasiado refractaria a
cualquier tendencia, novedad o boga, como para, en pleno retroceso del disco de
carne y hueso lanzar uno doble –inspirado en buena parte en el trabajo de su
padre, el fallecido poeta Miller Williams- y demasiado necesitada como para cederle a una
compañía los derechos de autor sobre su catálogo para poder así pagar sus
deudas. Es decir, a sus sesenta y un años Lucinda Williams no ha cesado de metamorfosear
y de sacar la cabeza del agua.
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