Diego Pérez Ordóñez
Cuando
uno estaba en exploración de otros parajes, encontrarse con un no avistado
maestro de la ficción es uno de esos placeres a primer instinto difíciles de
describir, pero que literalmente te exigen contarlo de viva voz, de esos deleites
que te tuercen el brazo para procurar compartir tu hallazgo con cierto grado de
ansia, que te empujan a salir a la calle para buscar a alguien a quien agarrar
de las solapas y revelarle el secreto.
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Podemos
llamarlo el efecto Salter, la secuela Salter o como ustedes prefieran. Acá el
tema es que James Salter (Nueva Jersey, 1925) te intima, desde sus primeras
páginas, a hurgar de forma poco discreta en estantes de terceros, a hacer
apurados pedidos por internet, a preguntar por él a libreros y dependientes en
Bogotá, en Buenos Aires y en Lima. James Salter –que en realidad es el nombre
de pluma de un señor Horowitz que hace décadas piloteó aviones de combate, que
a sus ochenta y pico de años no tiene prisa alguna y que suele caminar muy
pagado de sí mismo por las calles de Nueva York- es como una droga que clama por
una inyección a la vena. Y James Salter era también, hasta hace poco, un autor generalmente
reverenciado pero poco conocido, de aquellos que se conforman con vender apenas
unos miles de ejemplares de sus novelas, de ser objeto de veneración para un
grupo de sectarios y personaje de encomio para los críticos más mordaces y
severos. Todo eso cambió. Ahora Salter corre el riesgo de que alguien lo
reconozca en la calle o de que un inoportuno lector le pida un autógrafo o,
incluso, de que los periodistas quieran conocer su casa de campo, hasta hace no
mucho una ordenada y silenciosa ermita de lectura y escritura.
Giro copernicano
Tuvo
que haber un giro de tuerca, algún tour
de force: una novela perfectamente destilada y equilibrada que Salter dejó
leudar durante tres décadas. Fue necesaria una obra de arte integral, poblada
de personajes encarnizados y de credenciales éticas dudosas, articulada
alrededor del mundo editorial, del deseo como uno de los pistones de la
categoría humana, salpimentada por el sexo a modo de fondant, para que Salter se convierta en una especie de celebridad
menor, en un artista que conoce los almíbares del éxito cuando cualquier otro
entra a jugar en tiempos de descuento. La novela es Todo lo que Hay, la afilada crónica del regreso de Philip Bowman a
Nueva York luego de haber participado en varias batallas navales de la Segunda
Guerra Mundial y de su ascenso en el mundo social de la ciudad, de la
agujereada frontera entre el placer y el amor y de los matemáticos cálculos de
un desquite por el que se ha esperado con largura.
Como conversar entre amigos
Pero
antes que nada, siempre estuvo la paciente pericia de Salter, la sensación –que
logran muy pocos- de que leerlo sea como conversar largamente con un amigo
íntimo. Siempre estuvo la alucinación de su prosa a un tiempo precisa y
musical:
“Surcamos el río negro, sus bancos lisos
como piedras. Ni un barco, ni un bote, ni una mota de blanco. El viento ha
roto, agrietado la superficie del agua. Es ancho, interminable este gran
estuario. El río es salobre, azul por el frío. Discurre borroso por debajo de
nosotros. Las aves marinas que lo sobrevuelan giran y desaparecen. Surcamos
velozmente el ancho río, un sueño del pasado. Rebasadas sus aguas profundas, el
fondo empalidece la superficie, traspasamos los bajíos, las embarcaciones
varadas en la playa para pasar el invierno, los embarcaderos desolados. Y,
alados como gaviotas, nos elevamos, viramos, miramos atrás…El día es blanco
como papel. Las ventanas están congeladas. Las canteras están vacías, la mina
de plata inundada. El Hudson es aquí vasto, vasto e inmóvil. Una región oscura,
un paraje de esturiones y de carpas. En otoño plateaba de sábalos. Los gansos
dibujaban en el cielo su larga y cambiante uve. La marea sube desde el mar.” (Años
Luz, traducción de Jaime Zulaika, Barcelona, Salamandra, 2013, Pág. 9)
En el
estilo de Salter nunca sobran las palabras, parece como si antes de escribirlas
las rumiara y las triturara con el afán de desentrañar su sonido y su
significado más exacto: él se llama a sí mismo un sobador de palabras, le gusta
lustrarlas hasta sacarles chapa, moldearlas y fundirlas hasta lograr sus fines
últimos. Eso hace que su prosa sea limpia, refinada y construida en eufonías
perfectas:
“Bowman se sentó en la bañera, una enorme
tina nacarada como las que hay en los balnearios, mientras se llenaba
estrepitosamente de agua. Sus ojos se posaron en unas braguitas blancas que se
secaban en el soporte de las toallas. En los estantes y en el alféizar había
tarros y botes con lociones y cremas. Dejó vagar la vista con la mente a la
deriva mientras el agua iba ascendiendo. Se deslizó hacia dentro hasta que la
cubrió con los hombros en una especie de nirvana creado no por la falta de
deseo sino por su consecución. Estaba en el centro de la ciudad y Londres
siempre iba a ser suya.” (Todo lo que Hay, traducción de Eduardo
Jordá, 3ª ed., Barcelona, Salamandra, 2014, Pág. 144)
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Materia memoria
Todo
da a entender que la filosofía de Salter, o quizá sea mejor decir la grasa de
su maquinaria, es la necesidad de reducir a escrito la materia de los
recuerdos, es decir que solamente cabe memorizar y acopiar aquello que ha sido
trasladado al papel con premeditación. Y todo parece llevar a que estamos
frente a un verdadero obseso con fotografiar momentos exactos de la intimidad.
Así, sus novelas parecen fluir en escenas de comidas memorables, reuniones en
departamentos frente a Central Park y en animadas conversaciones de grupo. Salter,
se supone, toma notas donde puede: en cajitas de fósforos, en servilletas de
cóctel y luego las vuelca (sentado en su escritorio a orillas del río) en
cuadernos perfectamente ordenados, en los que organiza sus a menudo penetrantes
anotaciones, sus reflexiones amalgamadas con citas de otros autores a los que
admira (entre ellos, Babel, Nabokov o Duras). Como si un analítico y algo
retorcido siquiatra rematara apuntes y luego decidiera airearlos y compartirlos
con el público. Como si se propusiera lograr ser un cronista de la corrosión
que dejan el tiempo y la distancia, del desgaste –de sus páginas, la ruina parece
inevitable- de las relaciones amorosas. Como un fedatario de los efectos
melancólicos y destructores del camino irremediable del tiempo, de las cosas
que desaparecen y de las personas que se van. Y están, del mismo modo y en concomitancia,
sus personajes femeninos, las más de las veces, fuertes, decididos, soberanos.
Y está la legendaria y garbosa elegancia de Nedra:
“Viste un jersey de color avena, esbelta
como una espiga, con su pelo largo recogido, la lumbre crepitando. Lo que le
preocupa de verdad es lo esencial de la vida: la comida, la ropa de cama, las
prendas de vestir. Todo lo demás no significa nada; se arregla sobre la marcha.
Tiene una boca grande, la boca de una actriz, emocionante, intensa…Tiene
veintiocho años. Sus sueños, que todavía perduran en ella, la adornan: es
confiada, serena, está emparentada con criaturas de cuello largo, con
rumiantes, santos abandonados. Es precavida, difícil de abordar. Esconde su
vida. Uno la ve a través del humo y de la conversación de muchas cenas: cenas
campestres, cenas en el Russian Tea Room, en el Café Chauveron…” (Años
Luz…Pág. 15)
Salter
tiene mucho de artífice y otro tanto de afiligranado. Borronea sus novelas a
mano, en un modo en que pueda sentir la contigüidad del papel, el rasgado de la
pluma, y luego las corrige de modo obsesivo y puntilloso, hasta lograr su corto
y perfecto ritmo, casi como el efecto síncopa del bebop. Paralelamente Salter
parece sentarse frente a la maqueta de un arquitecto que traza diestramente sus
planos, afina esquinas y evalúa ángulos, borra líneas, emprende de modo
insistente cálculos y recálculos de toda índole. Arquea, casi siempre en el
mismo acto, luminosidades y perspectivas. Por eso sus verdaderos estudiosos
comparan a las novelas de Salter con torrentes que varían en curso, que
incluyen vados, deltas, fuentes y desembocaduras. No en vano Salter solamente
puede emprender sus obras en una aireada y brillante casa de preferencia vacía,
con ventanas al Hudson. No en vano la voz de Salter es autoritaria y única.
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