Diego Pérez Ordóñez
Con toda razón Gregor von Rezzori
(1914-1998) se rotulaba a sí mismo como una especie de extranjero profesional: “Nací en la Bucovina, Rumania. Antes de que
Rumania entrara a la guerra, se la entregaron a los rusos, de modo que yo era
más o menos ruso, aunque seguía teniendo pasaporte rumano y viviendo en Viena.
Cuando los rusos tomaron Bohemia, fui a ver a nuestro embajador en Berlín, que
era amigo de la familia, y le dije ‘¿Qué hago? ¿Qué se supone que debo hacer?’
Y él me dijo ‘Bueno, se supone que debes irte a casa y encontrar una nueva
identidad, porque no existes.’” (En la revista Crítica,
julio de 2014, pág. 26) Y
así aquello que no existe – mejor dicho, aquello que algún día dejó de estar-
se convirtió en la especialidad literaria de Rezzori, de la temblorosa mano de
fronteras que se movían con cada guerra, de reinos que mutaban (se escindían o
se fusionaban) aparecían y desaparecían por obra y gracia de dudosos tratados
internacionales o del capricho de algún mariscal, de ciudades que podían apagar
la luz bajo las potestades de un ducado determinado para amanecer bajo la dominación
de un soberano ajeno. La ficción parece haberle puesto la mesa a nuestro
personaje con varios siglos de anticipación: una vida entre embajadas, salvoconductos
y visados, aduanas y pasos fronterizos. Así
lo detalla el historiador Norman Davies:
“El
nombre del reino [de Galitzia] fue
inventado por los consejeros de María Teresa en Viena según una complicada
fantasía histórica. Muchos siglos antes –antes de su anexión por la Polonia
medieval- los distritos de Hálych (Galitzia) y Volodymyr (Lodomeria) habían
pertenecido por poco tiempo a los reyes de Hungría, que luego adoptaron el
título de ‘duques de Galitzia y Lodemeria’. Cuatrocientos años más tarde,
puesto que la emperatriz era también reina de Hungría, sus consejeros
decidieron resucitar el antiguo título ducal, ascenderlo a estatus real y
aplicarlo a un territorio mucho más vasto.” (En Reinos
Desaparecidos. La historia olvidada de Europa. Traducción de Joan
Fontcuberta y Joan Ferrarons, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013, Pág. 517. Mi
aclaración.) Extinto y
enterrado en 1918, de causas bélicas y políticas, el reino de Galitzia y
Lodomeria fue un verdadero microcosmos lingüístico y cultural: se escuchaba polaco,
alemán, rumano, ruteno, yiddish, latín, hebreo y antiguo eslavo eclesiástico. Un
reino casi de irrealidad, cuyos nombres y fronteras databan de inmemorial. En
el fondo, un reino ilusorio…una complicada fantasía histórica.
El magma perfecto
En estas evaporaciones Rezzori encontró
el magma perfecto para inventariar las crónicas de mundos naufragados, sin la
petulancia –ni el arte, como el mismo se adelantó a admitir- de Vladimir Nabokov
y sin la irrepetible introspección, ni el arribismo social, del irrepetible
Marcel Proust. Paréntesis: Gregor von Rezzori admiraba fervorosamente a Nabokov,
tenía su biblioteca toscana poblada de sus libros y recorrió Estados Unidos a
la busca del lascivo camino trazado en Lolita
con el fin de escribir una deliciosa crónica. Fin del paréntesis.
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No crean que Rezzori es simplemente
otro cronista del crepúsculo (al estilo de la frase de Julio Ramón Ribeyro de
que solo quien ha conocido el esplendor puede explicar la decadencia). Si
esperan que por sus páginas transiten viejas duquesas que huelan a naftalina, enclenques
gobernantas inglesas y gallardos gentilhombres, mejor cambien de canal. Rezzori
cuenta las cosas de mundos caducos como si fueran vistas a través de un colorido
vitral, como para desparramar y generar dudas, con la intención inequívoca de
que exista siempre más de una versión de las cosas, con esa aguda pincelada sicológica que los
vados y remansos orientales del Danubio suelen aportar. Por eso, aunque venerado
por una cofradía exquisita que incluye, por lo menos, a Zadie Smith, Javier
Marías, Claudio Magris o Juan Villoro, Rezzori no ha encontrado el
reconocimiento tardío y masivo de otros autores orientales, como Sandor Márai, la potente resurrección de Stefan Zweig o el reconocimiento tardío de Joseph
Roth, pero ha logrado formar un núcleo duro de admiradores que se lamen y
relamen los bigotes con su estilo (que Carrère caracteriza como suave y
ondulante) y con su humor mordelón y las más de las veces corrosivo. Al ser una
especie de apátrida, no hay gobierno o instituto que lo reclame para
sí: ni los alemanes, ni los austríacos o los rumanos. Son muchos los que lo
admiran, pocos los que tienen la intrepidez de declararse sus discípulos.
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Su materia prima (aunque suene contra-intuitivo)
no es la amargura, ni el legado de la pérdida, ni siquiera la añoranza. Sus
insumos no son ni la melancolía ni la evocación. Más bien Rezzori describe
mundos largamente idos casi sin el menor pellizco de aflicción: la sensualidad,
la ironía y la mordacidad son la poderosa ganzúa que abre la puerta a esos feudos
desvanecidos, la tranquera a esas cariadas líneas divisorias entre lo
autobiográfico y lo puramente ficticio. Rezzori siempre deja preguntas sin
responder, rememora a través de un pastoso cedazo y prefiere, como técnica de
narración, las aguas turbias. En este punto hay que pedirle ayuda a su amigo y devoto
Claudio Magris:
“Von
Rezzori es un amante de la vida, que, sin embargo, sabe irreal, y no de la
muerte –si acaso su cortejador, que flirtea con ella para engañarla y después
dejarla plantada, al menos mientras sea posible. Se mofa incluso de la suya…” Y
glosa sobre su sensualidad mitteleuropea: “Von
Rezzori, ha escrito Marino Freschi, transforma Mitteleuropa en lengua. La vieja
Austria, paisaje del artificio, montaje de citas y, sobre todo, anacronismo,
dio a Von Rezzori el sentido del mundo como ‘malentendido’…Pero si el eros
limita platónicamente con la nada es, también, elemento de concreción; la
página de Von Rezzori se hace densa, sanguínea y terrestre cuando están en
juego la carne, las cosas, los olores, el hambre el deseo, los objetos hechos
para tener en la mano, como los fusiles en las inolvidables descripciones de
cacerías.” (Gregor von Rezzori, el epígono precursor. En
La Gran Trilogía, Barcelona,
Anagrama, 2009, Págs. 16-18)
Y si para Magris su amigo trashumante
era algo así como un virtuoso del cinismo, incapaz de tomarse la vida al pie de
la letra, Zadie Smith lo destaca como “…realmente
un romántico y un entusiasta como lo era Keats y es feliz declarando su falta
tanto de conocimientos como de ironía corrosiva. La ironía de Rezzori no es una
fortaleza segura, pues deja filtrar cualidades tan poco irónicas como la confianza,
la pasión y el optimismo.” (Del prólogo de Un Extranjero en
Lolitalandia, Barcelona, Reino de Redonda, 2012, Pág. 30) Por eso la mención del nombre de Von Rezzori, altisonante
y rimbombante, instiga a buscar viejos mapas y a recorrer con la mente regiones largamente
desdeñadas y herrumbrosas. Bienvenidos, pues, al Grand Hotel Von Rezzori.
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