jueves, 18 de junio de 2015

Manucho, el decadente



Diego Pérez Ordóñez

Todo parece indicar que Manuel Mujica Lainez (Buenos Aires, 1910-1984) se entusiasmaba con vivir, escribir y desenvolverse a contrapelo del tiempo, de sus propios tiempos.  Y quizá ese mismo entusiasmo – su decisión irrevocable de no encajar en moldes, de no admitir categoría alguna- lo convirtió en una especie de figura casi secundaria y subsidiaria, siempre excéntrica y divisora de opiniones. Mujica, se ve, no quiso subir a ninguna ola.

Sus críticos le endilgan todo tipo de excesos y extravagancias en cuanto a la construcción de su personaje, casi teatral: alguna variación de dandismo tardío y trasnochado (que incluye tweeds, monóculos y bastones), manías de coleccionista y pujos aristocráticos de señorito. En lo literario, las recriminaciones van desde la intrascendencia de sus escritos hasta la frivolidad, pasando por la falta de consistencia de su obra, cuyo hilo conductor y mínimo común denominador es –esto nadie lo discute- la decadencia. Sus defensores, en la otra orilla, lo reconocen como un prosista elegante y como un erudito ejecutor de la lengua.

División de honores
Fraccionamientos aparte, y a caballo entre el criollismo y el europeísmo, sus novelas y cuentos perduran en las sombras de las más famosas instituciones de las letras argentinas, como las hermanas Ocampo o la revista Sur. Su tupida prosa, que en estas épocas suena a veces rimbombante y en otras ocasiones fastuosa, lo separa, para bien y para mal y con claridad de los otros grandes figurones de la literatura argentina: Borges, Cortázar o Bioy Casares. Mujica Lainez (Manucho, para sus amigos) parece un ave rara en comparación con los tigres y los espejos de Borges, una antigualla en paralelo con los cronopios de Cortázar y un hombre trasplantado de otra era, en relación con las islas desiertas y con los artificios de Bioy. En comparación con sus contemporáneos y colegas parece un animal distinto, un peregrino en tierra no santa.  

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Y aunque dedicado, metódico y exquisito practicante del oficio de la literatura, cuentista puntilloso (sin embargo irregular novelista) perfectamente habría podido pasar (o ser) uno de esos notables y grandes señores campestres del siglo XVIII, un antimoderno en todo el sentido del concepto. Uno de esos viajeros por placer y cierto grado de comodidad, que huye de las aglutinaciones y de las turbas mientras toma detallada nota de todo lo que ve y toca. Mujica Lainez –la pintura era una de sus grandes pasiones- habría podido perfectamente cruzar el Canal de la Mancha en mil setecientos y algo y emprender el grand tour a la busca de cuadros y esculturas. Por eso su anglofilia y su desdén por la política lo llevaron a traducir parcialmente –una labor de joyería, de todos modos- los Sonetos de Shakespeare como una variedad de antídoto personal contra la asunción del peronismo. Sobre este trabajo Luis Antonio de Villena (uno de sus defensores) apunta que:

Tradujo los Sonnets de Shakespeare conservando la estructura versaria del soneto elisabetiano, y en endecasílabos blancos. Se trata, pues, de una traducción en verso, pero sin la carlanca distorsionante de la rima. Bien que el gran logro de Mujica Lainez como traductor sea la lengua, una hermosísima combinación de tono clásico y moderno, fiel al decir de Shakespeare (incluso a su atmósfera), pero al tiempo absolutamente nuestro –idiomáticamente nuestro- y de ahora.” (De la sexta edición de Visor, Madrid, 1999).

Pero, como se dijo, su empeño en ser narrador de lo añejo, cronista de lo histórico, lo terminó de excluir de cualquier “boom”, de aislar de toda corriente o escuela, de convertirlo en un hombre marcado. Por eso Borges –con quien tenía una amistad intermitente- le dedicó un nostálgico poema:

“Tu versión de la patria, con sus fastos y sus brillos,
entra en mi vaga sombra como si entrara el día
y la oda se burla de la Oda. (La mía
no es más que una nostalgia de ignorantes cuchillos
y de viejo coraje.)…
Manuel Mujica Lainez, alguna vez tuvimos
una patria -¿recuerdas?- y los dos la perdimos.”
(En ‘La Moneda de Hierro’, Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 2010, Pág. 147)

La otra orilla
Desde el otro lado, exigente y punzante, Domínguez Michael, en cambio, vacila entre su desdén hacia el dandi, viajero, coleccionista y europeizante esteta, al tiempo que ensalza su técnica como cuentista:  

Los mejores cuentos de Mujica Lainez lo revelan como un aventajado discípulo de Horacio Quiroga, tan ahorrativo al sumar y restar sus economías narrativas como audaz al rematar con dispendio una trama.” Al tiempo que elogia su novela Bomarzo uno de los libros majestuosos de la literatura hispanoamericana.” (En ‘Letras Libres’ de junio de 2002) 

Seguro que lo que (con las excepciones apuntadas) más le irrita al crítico mexicano es la obstinada insistencia de Mujica Lainez de volver atrás, de argumentar a favor del anacronismo, de reconvenir el paso de los tiempos, su “…nostálgico esfuerzo para recuperar personajes y ambientes refinados, con el sentimiento de frustración que deriva en lo efímero de las vanidades humanas, del contraste entre la aspiración de inmortalidad y la consciencia de la inexorable labor destructora que supone el paso del tiempo.” (En ‘Diccionario de Literatura Española e Hispanoamericana”, Madrid, Alianza, 1993, Pág. 1074)

Rezago y eco de otras estaciones, Mujica Lainez voltea cabezas, fragmenta veredictos y no deja a nadie en neutralidad de criterios. Por único, por distinto y por iconoclasta, vale la pena emprender su exploración. 



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