martes, 3 de noviembre de 2015

Período Azul

Diego Pérez Ordóñez

Al final del día en Blue Guitar, la reciente novela del irlandés John Banville, no hay nada de nuevo. Nada que haga variar significativamente el curso de los acontecimientos. No se podría ni siquiera decir que Banville ha reformado algo importante, que le ha dado nuevo trazado a las cosas, ni que haya hecho una labor de reciclaje.

Ahí siguen, con la perversión y obstinación de siempre, sus obsesiones predilectas: su propia y desvanecida verdad vista a través de una vieja ventana, sucia y empañada, las versiones más opacas y dudosas de la ética, el humor negro y corrosivo, personajes que en vano bracean contra las insostenibles corrientes del destino, los recurrentes vasos comunicantes con el arte y, por último, la introspección como dínamo de largas y empinadas parrafadas. Queda claro que los protagonistas de Banville –quien, de paso, no cree en narraciones indirectas o a través de terceras personas- expían largamente sus condenas y sus frecuentes deslices, se retuercen y exudan una particular e impúdica forma de arrepentimiento. También queda en firme que las novelas de este irlandés son largos ejercicios de introversión: extensas y esforzadas confesiones. Banville se turna en los papeles de confidente, juez y fiscal acusador.

Y siguen ahí, del mismo modo, sus manías con la construcción, palabra a palabra y sonido a sonido, de grandes obras maestras con la prolijidad del arquitecto planificador. Es que Banville, verdaderamente encandilado con las frases y con los párrafos, escritor de fuego lento, es quizá el más grande estilista del idioma inglés. (Mejor vean John Banville o la Grande Bellezza, acá: http://diegodepuembo.blogspot.com/2014/03/john-banville-o-la-grande-bellezza.html)

Todas testarudeces. Todos factores del mínimo común denominador de la compleja y a veces inescrutable invención de Banville. Es que abrir Blue Guitar produce, igual que en casos anteriores, la necesidad de despejar las marañas del lenguaje, entender que en el caso de Banville es de ingenuos esperar una novela simple, fácil, o que fluya sin desvíos ni cambios de cauce y curso.  Leer a Banville exige habilidades de navegación por aguas espesas –mar gruesa- rastrear galerías y laberintos, brújula en mano.


Blue Guitar es también la historia de Oliver Otway Orme, un pintor de cierto renombre al que desde hace rato se le han secado los pinceles.  También, de paso, tiene un pequeño problema con la cleptomanía (roba pequeñas cosas, no por el placer mismo del robo, sino con cierto afán de posesión y coleccionismo). Entre las presas y objetos de Orme está Polly, la mujer del relojero local (Marcus, buen amigo del pintor) y, según la dibuja Banville, una mujer de pocos atractivos físicos, de rasgos infantiles y con tendencia genética a la demencia. A su vez Orme está casado con Gloria – permanentemente melancólica por la muerte temprana de una hija- y quien, a su turno, tiene sus propias huidas amatorias. Blue Guitar es el desahogo del pintor que se ha pasmado, del artista frustrado y bloqueado: “Ése es el problema con los sentimientos de culpa, uno de los problemas: Es imposible escapar de él, me persigue alrededor de mi habitación, me persigue por todo el mundo al igual que la célebre mirada escéptica y presuntuosa de los túrgidos ojos de la Mona Lisa.(La traducción de las citas es de Alicia de Reed).

La narración es su instrumento de confesión, una confesión que dura el intervalo entre dos otoños –entonados, casi literalmente, por Banville: “Y recuerdo al mismo tiempo las tardes de insolada quietud - pareciera que esas tardes ya no existen – cuando el cielo de impenetrable azul turquesa mantenía una especie de palpitante oscuridad en el cenit y la luz sobre la tierra se veía deslumbrada por su propio peso e intensidad.” Y que incluye la vuelta al hogar de la niñez, el escape con remordimiento, la renuncia a seguir pintando y la evaluación de los daños hechos: “El pasado se consume, se desgasta, igual que todo lo demás.”

Blue Guitar es la continuación casi natural de la anterior obra de Banville. Se siente, sin mayor esfuerzo, como el encadenamiento de todas sus anteriores historias: del artista que vuelve los ojos al edén de la niñez perdida, del espía-esteta que experimenta episodios de remordimiento, del asesino que planea un desahogo lleno de contrición. Algo me dice que Blue Guitar es solo un punto más en la línea de tiempo de John Banville.




jueves, 30 de julio de 2015

Bon voyage, Muddy



Diego Pérez Ordóñez

Muddy Waters. Su puro y simple nombre remite al formidable, fértil y viscoso Delta del río Mississippi, con sus parsimoniosos y resignados barcos a vapor, sus ruginosas locomotoras y sus interminables campos algodoneros. Su música, pesada y ruda, te despacha sin escalas al África occidental de trovadores de lo inmemorial, a la vez que despliega autopistas hacia el rock. Un efecto doble: los cimientos y el futuro del blues. Muddy Mississippi Waters.

Es posible que el viaje en tren que Muddy Waters (1913-1983) emprendió  desde Mississippi hasta Chicago en 1943 haya sido uno de los más decisivos éxodos de la historia de la música popular occidental. Y es seguro que, cuando puso el primer pie en el vagón de tercera clase que lo consignó en la más tolerante y abierta Chicago –no me acuerdo quién la bautizó como nigger-loving town- el todavía joven músico jamás se imaginó que emprendía una travesía que lo terminó de convertir en el jefe espiritual del blues. Y es que la historia del blues es la historia del éxodo, de muchos otros extrañamientos.

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Stovall country blues
Muddy Waters, nacido con el algo menos poético nombre de McKinley Morganfield, era entonces uno más de los tractoristas de la célebre granja algodonera de Stovall, llamada así por su familia de propietarios (que perfectamente habría podido ser retratada por William Faulkner). Sin embargo cuando abandonó su casa ya era una especie de celebridad menor: en 1941 y por encargo de la Biblioteca del Congreso estadounidense y de la universidad de Fisk, Alan Lomax y John Work se instalaron en Mississippi para grabar el blues de Muddy. Lomax cuenta que las primeras grabaciones se hicieron en una tarde bochornosa – en el sentido porteño- de julio con un equipo para entonces de la más alta tecnología, porque permitía grabar en alta fidelidad, para luego cortar discos de acetato de dieciséis pulgadas. Y de paso describe a Waters como una suerte de esquimal oscuro, amable, serio, tímido y algo nervioso porque le había prestado su guitarra de costumbre a un amigo. Muddy Waters iba descalzo. Esa tarde húmeda y acalorada de 1941 marcó el principio de una de las piedras de toque del blues: de cuando la música rural y acústica del pastoso delta del río Mississippi empezó a convertirse en melodía urbana. De hecho, la canción que Waters escogió grabar primero se llamaba, quizá premonitoriamente, Country Blues.

De vuelta al futuro
Ahora es necesario volver a 1943. A mayo de 1943. Muddy Waters se subió en el tren que cubría inicialmente el trayecto Mississippi-Memphis con equipaje limitado: una guitarra comprada en los conocidos almacenes de Sears Roebuck por muy poco dinero y una modesta maleta con solo un cambio de ropa. Nuestro amigo peregrino cambió de línea y se trepó a un vagón que lo llevó más al norte, con dirección a Chicago. El viaje debe haber demorado unas pesadas dieciocho horas desde que Waters dejó el poblado de Clarksdale y para cuando el tren desembocó en la estación de Illinois Central, en el centro de Chicago. En ese entonces Chicago jugaba el mismo papel migratorio, para los afroamericanos, que Ellis Island representó para italianos, irlandeses, polacos y demás.

La aventura de Chicago arrancó con pan bajo el brazo porque, apenas llegado, Muddy Waters pudo conseguir un nada musical pero alimenticio empleo en las instalaciones portuarias de una fábrica de papel. También a poco desembarcar pudo convertirse en acompañante, en guitarra, de Sonny Boy Williamson, Memphis Slim y Sunnyland Slim. Y como nos cuenta Francis Davis –quizá quien mejor ha documentado y entendido la trascendencia de este viaje- “También hizo la transición hacia la guitarra eléctrica más bien sin esfuerzo, bajo el razonamiento de que nadie te podía escuchar con una guitarra acústica en los bares y cantinas del Lado Sur, que debieron estar tan poblados como las fábricas en las que los clientes ganaban los dólares que gastaban con liberalidad por la noche.” (‘The History of the Blues, the Roots, the Music, the People, from Charley Patton to Robert Cray’, New York, Hyperion, 1995, Pg. 176. Mi Traducción.) Davis agrega que, aunque la música amplificada y los ritmos que Muddy Waters desarrolló en los escenarios de Chicago podrían inicialmente parecer una respuesta al ruido de la ciudad, a su ímpetu, sus oyentes buscarían en vano los sonidos de la música urbana.  Lo de Waters en Chicago sigue siendo el low country blues de sus orígenes, la música cenagosa y espesa del Delta, plagada de mitos, amuletos y leyendas, de huesos de gato negro y de historias algodoneras. (“The history…Pg. 181)

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Y es posible que Muddy Waters no haya sido el primer bluesman en dar el salto hacia la música eléctrica y amplificada, pero es seguro que Muddy Waters fue el más eficiente. Por sus cualidades como líder de banda –comparables, se me viene a la mente, con Miles Davis y con John Mayall en distintas circunstancias- y como embajador de los vados y estuarios del río Mississippi, cada vez que Muddy Waters tocaba con el volumen en alto, cada vez que las guitarras chirreaban, cuando el bajo marcaba los ritmos y cuando alguien soplaba las armónicas, el blues le daba la bienvenida al rock, con la más roja de las alfombras. “La influencia de Muddy Waters (sostiene Anki Toner) es incalculable; baste decir que los Rolling Stones tomaron el nombre de una canción suya. Detalles anecdóticos aparte, lo cierto es que la Muddy Waters Blues Band de principios de los años cincuenta definió el sonido de la banda eléctrica de blues. Fue, por ejemplo, en esta banda donde Little Walter descubrió/inventó/definió el papel de la armónica amplificada en el seno de un conjunto de guitarras. En los años sesenta, algunos grupos de rock estaban más inspirados por el sonido de la Muddy Waters Blues Band: la primera formación de los Rolling Stones era una copia pieza por pieza, piano incluido (con Mick Jagger a la armónica).” (‘Blues’, Madrid, Celeste, 1995, Pág. 100)

Por la banda de Muddy Waters pasaron, por ejemplo, Otis Spann y Pinetop Perkins en el piano, Earl Hooker y Johnny Winter en la guitarra, y, quizá lo más importante, una pléyade de los más fascinantes armoniquistas de todos los tiempos: Big Walter Horton, James Cotton, Carey Bell, el mentado Little Walter o Junior Wells. Si bien Muddy Waters –indiscutiblemente- no inventó ni reinventó el blues, resulta incuestionable que, al amplificarlo y al ponerse al frente de tremendas bandas, tendió – ladrillo a ladrillo, varilla por varilla- los puentes hacia el rock. Puentes que, pues, ligaron Clarksdale con la granja Stovall, Memphis con Chicago, Nueva York con Londres y luego con el mundo. La universalidad del rock, descansa sólida en los fundamentos de Muddy Waters y de su guitarra de once dólares.  



jueves, 18 de junio de 2015

Manucho, el decadente



Diego Pérez Ordóñez

Todo parece indicar que Manuel Mujica Lainez (Buenos Aires, 1910-1984) se entusiasmaba con vivir, escribir y desenvolverse a contrapelo del tiempo, de sus propios tiempos.  Y quizá ese mismo entusiasmo – su decisión irrevocable de no encajar en moldes, de no admitir categoría alguna- lo convirtió en una especie de figura casi secundaria y subsidiaria, siempre excéntrica y divisora de opiniones. Mujica, se ve, no quiso subir a ninguna ola.

Sus críticos le endilgan todo tipo de excesos y extravagancias en cuanto a la construcción de su personaje, casi teatral: alguna variación de dandismo tardío y trasnochado (que incluye tweeds, monóculos y bastones), manías de coleccionista y pujos aristocráticos de señorito. En lo literario, las recriminaciones van desde la intrascendencia de sus escritos hasta la frivolidad, pasando por la falta de consistencia de su obra, cuyo hilo conductor y mínimo común denominador es –esto nadie lo discute- la decadencia. Sus defensores, en la otra orilla, lo reconocen como un prosista elegante y como un erudito ejecutor de la lengua.

División de honores
Fraccionamientos aparte, y a caballo entre el criollismo y el europeísmo, sus novelas y cuentos perduran en las sombras de las más famosas instituciones de las letras argentinas, como las hermanas Ocampo o la revista Sur. Su tupida prosa, que en estas épocas suena a veces rimbombante y en otras ocasiones fastuosa, lo separa, para bien y para mal y con claridad de los otros grandes figurones de la literatura argentina: Borges, Cortázar o Bioy Casares. Mujica Lainez (Manucho, para sus amigos) parece un ave rara en comparación con los tigres y los espejos de Borges, una antigualla en paralelo con los cronopios de Cortázar y un hombre trasplantado de otra era, en relación con las islas desiertas y con los artificios de Bioy. En comparación con sus contemporáneos y colegas parece un animal distinto, un peregrino en tierra no santa.  

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Y aunque dedicado, metódico y exquisito practicante del oficio de la literatura, cuentista puntilloso (sin embargo irregular novelista) perfectamente habría podido pasar (o ser) uno de esos notables y grandes señores campestres del siglo XVIII, un antimoderno en todo el sentido del concepto. Uno de esos viajeros por placer y cierto grado de comodidad, que huye de las aglutinaciones y de las turbas mientras toma detallada nota de todo lo que ve y toca. Mujica Lainez –la pintura era una de sus grandes pasiones- habría podido perfectamente cruzar el Canal de la Mancha en mil setecientos y algo y emprender el grand tour a la busca de cuadros y esculturas. Por eso su anglofilia y su desdén por la política lo llevaron a traducir parcialmente –una labor de joyería, de todos modos- los Sonetos de Shakespeare como una variedad de antídoto personal contra la asunción del peronismo. Sobre este trabajo Luis Antonio de Villena (uno de sus defensores) apunta que:

Tradujo los Sonnets de Shakespeare conservando la estructura versaria del soneto elisabetiano, y en endecasílabos blancos. Se trata, pues, de una traducción en verso, pero sin la carlanca distorsionante de la rima. Bien que el gran logro de Mujica Lainez como traductor sea la lengua, una hermosísima combinación de tono clásico y moderno, fiel al decir de Shakespeare (incluso a su atmósfera), pero al tiempo absolutamente nuestro –idiomáticamente nuestro- y de ahora.” (De la sexta edición de Visor, Madrid, 1999).

Pero, como se dijo, su empeño en ser narrador de lo añejo, cronista de lo histórico, lo terminó de excluir de cualquier “boom”, de aislar de toda corriente o escuela, de convertirlo en un hombre marcado. Por eso Borges –con quien tenía una amistad intermitente- le dedicó un nostálgico poema:

“Tu versión de la patria, con sus fastos y sus brillos,
entra en mi vaga sombra como si entrara el día
y la oda se burla de la Oda. (La mía
no es más que una nostalgia de ignorantes cuchillos
y de viejo coraje.)…
Manuel Mujica Lainez, alguna vez tuvimos
una patria -¿recuerdas?- y los dos la perdimos.”
(En ‘La Moneda de Hierro’, Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 2010, Pág. 147)

La otra orilla
Desde el otro lado, exigente y punzante, Domínguez Michael, en cambio, vacila entre su desdén hacia el dandi, viajero, coleccionista y europeizante esteta, al tiempo que ensalza su técnica como cuentista:  

Los mejores cuentos de Mujica Lainez lo revelan como un aventajado discípulo de Horacio Quiroga, tan ahorrativo al sumar y restar sus economías narrativas como audaz al rematar con dispendio una trama.” Al tiempo que elogia su novela Bomarzo uno de los libros majestuosos de la literatura hispanoamericana.” (En ‘Letras Libres’ de junio de 2002) 

Seguro que lo que (con las excepciones apuntadas) más le irrita al crítico mexicano es la obstinada insistencia de Mujica Lainez de volver atrás, de argumentar a favor del anacronismo, de reconvenir el paso de los tiempos, su “…nostálgico esfuerzo para recuperar personajes y ambientes refinados, con el sentimiento de frustración que deriva en lo efímero de las vanidades humanas, del contraste entre la aspiración de inmortalidad y la consciencia de la inexorable labor destructora que supone el paso del tiempo.” (En ‘Diccionario de Literatura Española e Hispanoamericana”, Madrid, Alianza, 1993, Pág. 1074)

Rezago y eco de otras estaciones, Mujica Lainez voltea cabezas, fragmenta veredictos y no deja a nadie en neutralidad de criterios. Por único, por distinto y por iconoclasta, vale la pena emprender su exploración. 



lunes, 16 de febrero de 2015

Grand Hotel Von Rezzori


Diego Pérez Ordóñez

Con toda razón Gregor von Rezzori (1914-1998) se rotulaba a sí mismo como una especie de extranjero profesional: “Nací en la Bucovina, Rumania. Antes de que Rumania entrara a la guerra, se la entregaron a los rusos, de modo que yo era más o menos ruso, aunque seguía teniendo pasaporte rumano y viviendo en Viena. Cuando los rusos tomaron Bohemia, fui a ver a nuestro embajador en Berlín, que era amigo de la familia, y le dije ‘¿Qué hago? ¿Qué se supone que debo hacer?’ Y él me dijo ‘Bueno, se supone que debes irte a casa y encontrar una nueva identidad, porque no existes.’(En la revista Crítica, julio de 2014, pág. 26) Y así aquello que no existe – mejor dicho, aquello que algún día dejó de estar- se convirtió en la especialidad literaria de Rezzori, de la temblorosa mano de fronteras que se movían con cada guerra, de reinos que mutaban (se escindían o se fusionaban) aparecían y desaparecían por obra y gracia de dudosos tratados internacionales o del capricho de algún mariscal, de ciudades que podían apagar la luz bajo las potestades de un ducado determinado para amanecer bajo la dominación de un soberano ajeno. La ficción parece haberle puesto la mesa a nuestro personaje con varios siglos de anticipación: una vida entre embajadas, salvoconductos y visados, aduanas y pasos fronterizos.  Así lo detalla el historiador Norman Davies:

El nombre del reino [de Galitzia] fue inventado por los consejeros de María Teresa en Viena según una complicada fantasía histórica. Muchos siglos antes –antes de su anexión por la Polonia medieval- los distritos de Hálych (Galitzia) y Volodymyr (Lodomeria) habían pertenecido por poco tiempo a los reyes de Hungría, que luego adoptaron el título de ‘duques de Galitzia y Lodemeria’. Cuatrocientos años más tarde, puesto que la emperatriz era también reina de Hungría, sus consejeros decidieron resucitar el antiguo título ducal, ascenderlo a estatus real y aplicarlo a un territorio mucho más vasto.” (En Reinos Desaparecidos. La historia olvidada de Europa. Traducción de Joan Fontcuberta y Joan Ferrarons, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013, Pág. 517. Mi aclaración.) Extinto y enterrado en 1918, de causas bélicas y políticas, el reino de Galitzia y Lodomeria fue un verdadero microcosmos lingüístico y cultural: se escuchaba polaco, alemán, rumano, ruteno, yiddish, latín, hebreo y antiguo eslavo eclesiástico. Un reino casi de irrealidad, cuyos nombres y fronteras databan de inmemorial. En el fondo, un reino ilusorio…una complicada fantasía histórica.

El magma perfecto
En estas evaporaciones Rezzori encontró el magma perfecto para inventariar las crónicas de mundos naufragados, sin la petulancia –ni el arte, como el mismo se adelantó a admitir- de Vladimir Nabokov y sin la irrepetible introspección, ni el arribismo social, del irrepetible Marcel Proust. Paréntesis: Gregor von Rezzori admiraba fervorosamente a Nabokov, tenía su biblioteca toscana poblada de sus libros y recorrió Estados Unidos a la busca del lascivo camino trazado en Lolita con el fin de escribir una deliciosa crónica. Fin del paréntesis.

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No crean que Rezzori es simplemente otro cronista del crepúsculo (al estilo de la frase de Julio Ramón Ribeyro de que solo quien ha conocido el esplendor puede explicar la decadencia). Si esperan que por sus páginas transiten viejas duquesas que huelan a naftalina, enclenques gobernantas inglesas y gallardos gentilhombres, mejor cambien de canal. Rezzori cuenta las cosas de mundos caducos como si fueran vistas a través de un colorido vitral, como para desparramar y generar dudas, con la intención inequívoca de que exista siempre más de una versión de las cosas,  con esa aguda pincelada sicológica que los vados y remansos orientales del Danubio suelen aportar. Por eso, aunque venerado por una cofradía exquisita que incluye, por lo menos, a Zadie Smith, Javier Marías, Claudio Magris o Juan Villoro, Rezzori no ha encontrado el reconocimiento tardío y masivo de otros autores orientales, como Sandor Márai, la potente resurrección de Stefan Zweig o el reconocimiento tardío de Joseph Roth, pero ha logrado formar un núcleo duro de admiradores que se lamen y relamen los bigotes con su estilo (que Carrère caracteriza como suave y ondulante) y con su humor mordelón y las más de las veces corrosivo. Al ser una especie de apátrida, no hay gobierno o instituto que lo reclame para sí: ni los alemanes, ni los austríacos o los rumanos. Son muchos los que lo admiran, pocos los que tienen la intrepidez de declararse sus discípulos.  

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Su materia prima (aunque suene contra-intuitivo) no es la amargura, ni el legado de la pérdida, ni siquiera la añoranza. Sus insumos no son ni la melancolía ni la evocación. Más bien Rezzori describe mundos largamente idos casi sin el menor pellizco de aflicción: la sensualidad, la ironía y la mordacidad son la poderosa ganzúa que abre la puerta a esos feudos desvanecidos, la tranquera a esas cariadas líneas divisorias entre lo autobiográfico y lo puramente ficticio. Rezzori siempre deja preguntas sin responder, rememora a través de un pastoso cedazo y prefiere, como técnica de narración, las aguas turbias. En este punto hay que pedirle ayuda a su amigo y devoto Claudio Magris:

Von Rezzori es un amante de la vida, que, sin embargo, sabe irreal, y no de la muerte –si acaso su cortejador, que flirtea con ella para engañarla y después dejarla plantada, al menos mientras sea posible. Se mofa incluso de la suya…” Y glosa sobre su sensualidad mitteleuropea: “Von Rezzori, ha escrito Marino Freschi, transforma Mitteleuropa en lengua. La vieja Austria, paisaje del artificio, montaje de citas y, sobre todo, anacronismo, dio a Von Rezzori el sentido del mundo como ‘malentendido’…Pero si el eros limita platónicamente con la nada es, también, elemento de concreción; la página de Von Rezzori se hace densa, sanguínea y terrestre cuando están en juego la carne, las cosas, los olores, el hambre el deseo, los objetos hechos para tener en la mano, como los fusiles en las inolvidables descripciones de cacerías.” (Gregor von Rezzori, el epígono precursor. En La Gran Trilogía, Barcelona, Anagrama, 2009, Págs. 16-18)

Y si para Magris su amigo trashumante era algo así como un virtuoso del cinismo, incapaz de tomarse la vida al pie de la letra, Zadie Smith lo destaca como “…realmente un romántico y un entusiasta como lo era Keats y es feliz declarando su falta tanto de conocimientos como de ironía corrosiva. La ironía de Rezzori no es una fortaleza segura, pues deja filtrar cualidades tan poco irónicas como la confianza, la pasión y el optimismo.” (Del prólogo de Un Extranjero en Lolitalandia, Barcelona, Reino de Redonda, 2012, Pág. 30)  Por eso la mención del nombre de Von Rezzori, altisonante y rimbombante, instiga a buscar viejos mapas y a recorrer con la mente regiones largamente desdeñadas y herrumbrosas. Bienvenidos, pues, al Grand Hotel Von Rezzori.




viernes, 6 de febrero de 2015

Lucinda Williams en exceso

Diego Pérez Ordóñez

Según parece, el principal problema de Lucinda Williams (Port Charles, Luisiana, 1953) es su notoria y obstinada predisposición al exceso. Demasiado cercana al rock como para seducir por completo y verdaderamente a las masas de la música country, siempre corre el riesgo de que, comenzando por Nashville, la miren recelosamente por encima del hombro, por no decir nada sobre el tradicional Grand Ole Opry, donde probablemente encaje con la naturalidad de un párroco en un burdel. Demasiado contigua al country – por ironía- como para brillar en los catálogos de las rockeras químicamente puras: ni sus sombreros sureños, ni su oblongo y peliagudo acento de abajo de la línea Mason-Dixon ayudan a la causa, claramente. Es decir, un indescifrable híbrido que se resiste a brazo partido a entrar en la horma.

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Demasiado entrada en años como para navegar con bandera de diva, en un mundo que tiene como acaramelado referente a Taylor Swift, demasiado despiadada como para ser un ídolo de las masas, demasiado melancólica como para que la programen regularmente en las radios, Lucinda Williams evita, cada vez que publica un nuevo trabajo, cada vez que se sube al escenario o cada vez que empuña la guitarra y abre la boca para cantar, resbalar por las resquebrajaduras de la industria discográfica, ser engullida por lo predecible y por las clasificaciones caprichosas. Parece resultar sospechosa en ambos lados de la línea de fuego, parece hacer saltar perplejidades y titubeos cada vez que se menciona su nombre. Sin embargo la crítica y los aficionados biempensantes saben desde hace buen rato que Lucinda Williams es una faulkneriana cronista de pequeñas infamias sureñas, historiadora de los falsos profetas, fedataria de las esperanzas exterminadas por el alcoholismo y por la drogadicción, archivera del legado de la pérdida.    

Se trata claramente de un ave rara, de un ave rara poblada de tatuajes, de una compositora superlativa y trastornada por el detalle, conocida por trabajar lenta y pacientemente, reconocida por ser un ave rara que no tiene tiempo para descripciones superficiales y que admira con el mismo ímpetu la simple delicadeza de Bob Dylan y los algodoneros misterios de Robert Johnson.  Y, finalmente, demasiado refractaria a cualquier tendencia, novedad o boga, como para, en pleno retroceso del disco de carne y hueso lanzar uno doble –inspirado en buena parte en el trabajo de su padre, el fallecido poeta Miller Williams- y demasiado necesitada como para cederle a una compañía los derechos de autor sobre su catálogo para poder así pagar sus deudas. Es decir, a sus sesenta y un años Lucinda Williams no ha cesado de metamorfosear y de sacar la cabeza del agua.