Diego Pérez Ordóñez
Javier
Marías contra Javier Marías en el cuadrilátero. O, mejor, Javier Marías sentado
frente al espejo, en busca de una imagen que lo ponga al día. Es como si en Así Empieza lo Malo – su más reciente novela-
cohabitaran un par de Marías, discordantes y complementarios, dos Marías antagonistas
y que al mismo tiempo se precisan el uno al otro. En una esquina, por así llamarlo, el viejo
Marías, el clásico maestro de las novelas en capas, de largas parrafadas y de
laberintos tortuosos y ajedrezados. También el Marías de las miradas inoportunas,
de los secretos imprudentemente filtrados, de las conversaciones
confidenciales, de las indiscreciones, de las revelaciones sorpresivas, de los
susurros mano en boca. Claro, el Marías fiduciario de Nabokov, experto en estirar
las sábanas de la ficción hasta el infinito, experto en hacerte meter la cara en
un pozo de aguas turbias y quietas. Así,
ese Marías tradicional construye ladrillo a ladrillo un puente que eventualmente
lo lleve a darse la mano con otro Marías en vías de evolución, con un Marías
que lucha por remozarse, por asombrar. Todo un arte de desdoblamiento.
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Quedan
sobre la mesa, entonces, algunas de las razones por las que esta novela es casi
monolítica. Y por las que tiene – bajo los criterios que el mismo Marías
impone, claro- un argumento relativamente uniforme e incluso una especie de
línea del tiempo. Así Empieza lo Malo
es el celoso trabajo de arquitectura de un Javier Marías que procura
repensarse, que trata de darse a sí mismo una larga y apretada vuelta de tuerca,
que indaga en nuevas perspectivas, aunque parado sobre los viejos, conocidos y
sólidos cimientos. Un Marías, en resumen, que se anima de vez en cuando a sondear
en nuevos terrenos y que a un tiempo quiere agradar. Parece, de otro lado, una novela que Javier
Marías en realidad dictó a una tercera persona y que podría no haber escrito de
su puño y letra, es decir no una novela chorreada desde su estilográfica pero sí
desde su catálogo: una novela producto del decantar y de la destilación. Y,
así, en su afán de conseguir una novela más maciza – y no sé si por ello menos
elegante y de no tan intensa obsesión por la prosa- Marías ha violado una de
sus propias reglas cardinales, la de no escribir jamás con brújula. Sobre este
principio él mismo sentó las bases en 1992:
“Me temo que lo principal es que
carezco enteramente de visión de futuro. No sólo no sé lo que quiero escribir,
ni a dónde quiero llegar, ni tengo un proyecto narrativo que yo pueda enunciar
antes ni después de que mis novelas existan, sino que ni siquiera sé, cuando
empiezo una, de qué va a tratar, o lo que va a ocurrir en ella, o quiénes y
cuántos serán sus personajes, no digamos cómo terminará.” Por forma que el madrileño, al menos
de momento, parece haber adelantado un pie en el bando de los artistas a los
que admira: “Son escritores que, por así
decirlo, trabajan con mapa, y antes de ponerse en marcha conocen ya el territorio que deben atravesar:
se limitan a recorrerlo, seguros de poseer los medios adecuados para
conseguirlo.” (En Errar con Brújula, de Literatura y Fantasma, 2ª. ed., Madrid,
Siruela, 1994, págs. 91-92)
En el
caso que hoy nos ocupa estamos (al menos a mí no me cabe duda) frente a un
Marías que ha escrito una novela quizá sin brújula pero en todo caso con un
bien calibrado GPS, una novela menos tupida de lo que se pudiera esperar, que
no exige mayores desbroces ni desmoches. Estamos frente a un caso en que el
autor –no estoy seguro de que muy a su agrado- te lleva de la mano por las escondrijos,
te enseña de dónde proviene la luz, te sugiere el guión de una película en
espera de ser filmada (una suerte de guiño de ojo al fotograma). Y estamos, por
último, frente a una novela inusualmente política (inusualmente en Marías) que igualmente
escruta en las razones y en los armarios del deseo, que mete las narices en la
porosidad de la ética.
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