Diego
Pérez Ordóñez
Es que no hay, y no es posible que existan,
dos bibliotecas iguales. Aunque alguien hiciera el paciente pero estéril ejercicio
de repetir libro a libro y página a página los contenidos de los estantes, las ilusorias
bibliotecas repetidas serían necesariamente distintas e incomparables, porque cada
lector tendría su propia versión de los hechos, su propia historia que contar, su
propia caja fuerte de la memoria.
Esa parece ser en sí misma la esencia de la
lectura: la apropiación individual de la ficción, el placer de la intimidad, el
valor de la diferencia, el episodio de lo imaginario. Con esto en mente, sin
embargo, resulta discutible si la lectura como tal y aislada tiene valor intrínseco,
si sus objetivos son solamente de recogimiento y de abstracción o si tiene sentido
como forma de interconexión, si la lectura es, más bien y apenas, un callejón
del laberinto, un angostillo de la catacumba. Es decir - arranquemos a argumentar-
leer como desbroce de la maleza, con el objetivo de llegar a otros confines,
con el fin de circular por nuevos caminos. Si nos decantamos por la teoría de
que leer es apenas la punta del ovillo, la lectura es un ejercicio sin fin,
carente de fronteras. Y la relectura, entonces, es más que retornar a leer,
tiende más a volver a crear diferentes imágenes en la mente, a la construcción
de nuevas sensaciones, diferentes ritmos. Por forma que el libro que descansa en
el aparador es una especie de ser viviente y que palpita, en concordancia con
la idea del poeta Valente de que el poema es un animal respirante o no es. Y es
un ser viviente que al cambiar de manos va cambiando también de sentido dependiendo de
quién y cómo lo lea.
Por
el bulevar Haussmann
Ya el enfermizo Proust, diletante y arribista
social, huraño y endeble (pero sin cuya colosal obra “En Busca del Tiempo Perdido” sería imposible entender la literatura
contemporánea) evocaba las lecturas juveniles “…hechas en tiempo de vacaciones, que íbamos a ocultar sucesivamente en
todas las horas del día que eran lo suficientemente apacibles e inviolables
para darles asilo. Por la mañana, al volver del parque, cuando todo el mundo
había salido ‘a dar un paseo’, me deslizaba en el comedor donde, hasta la hora
todavía lejana de almorzar, no entraría nadie más que la vieja Félice
relativamente silenciosa, y donde no tendría por compañeros, muy respetuosos de
la lectura, más que los platos pintados colgados en la pared, el calendario
cuya hoja de la víspera había sido recién arrancada, el reloj de pared y el
fuego que habla sin esperar respuesta y cuya amable conversación vacía de
sentido no viene, como las palabras de los hombres, a superponerse a las
palabras que estáis leyendo.” (“Sobre
la Lectura”, 3ª ed., Valencia, Pre-Textos, 1997, Pág. 8)
Proust – y este texto de 1905 es una de las cosas más perfectas que escribió- disecciona al lector neurótico, al que evade cuando es posible la compañía humana, al que busca los rincones apacibles, al que no levanta la mirada en los cafés a riesgo de ser reconocido o interrumpido, al que, incluso cuando cierra el libro, le siguen resonando los ritmos de la prosa. Pero advierte también que la lectura no puede reemplazar a la vida misma, que no ha de ser confundida con la realidad. Regla que el mismo Proust parece haber violado con reincidencia si nos ponemos a pensar con la obcecación que escribió “El Tiempo Perdido”, casi en estado de reclusión médica y haciendo uso de su vida social como una especie de laboratorio para su soñada novela.
Proust – y este texto de 1905 es una de las cosas más perfectas que escribió- disecciona al lector neurótico, al que evade cuando es posible la compañía humana, al que busca los rincones apacibles, al que no levanta la mirada en los cafés a riesgo de ser reconocido o interrumpido, al que, incluso cuando cierra el libro, le siguen resonando los ritmos de la prosa. Pero advierte también que la lectura no puede reemplazar a la vida misma, que no ha de ser confundida con la realidad. Regla que el mismo Proust parece haber violado con reincidencia si nos ponemos a pensar con la obcecación que escribió “El Tiempo Perdido”, casi en estado de reclusión médica y haciendo uso de su vida social como una especie de laboratorio para su soñada novela.
Fuente: www.filmica.com |
Por eso también en opinión del francés la
lectura “…como toda pasión, está ligada a
una predilección por todo aquello que rodea su objeto, que tiene alguna
relación con él y se comunica con él
incluso en su ausencia.” Y “El
lenguaje mismo del libro es puro (si el libro merece ese nombre), transparente
merced al pensamiento del autor que le ha aligerado de todo lo accesorio hasta
conseguir su imagen fiel; cada frase, en el fondo, se parece a las otras, pues
todas son pronunciadas con la misma inflexión de una personalidad; de ahí esa
especie de continuidad, que las relaciones de la vida y aquellos elementos
extraños que se mezclan con el pensamiento excluyen, permitiendo enseguida
seguir la misma línea de pensamiento del autor, los rasgos de su fisionomía que
se reflejan en este segundo espejo. A veces nos encontramos a gusto en su
compañía sin necesidad de que sean admirables, pues supone un gran placer para
el espíritu contemplar estas pinturas profundas y profesarles una amistad sin
egoísmo, sin frases hechas, desinteresada.” (“Sobre la Lectura”,
Págs.49 y 55)
Neurosis
y fetichismos
Por lo general el lector más o menos continuo
es un fetichista bastante visible. Asalta las librerías en busca de la apetecida
presa, con la vista recorre cientos de lomos pacientemente, mira de arriba a abajo,
evita el contacto humano, construye sus rutinas con manías de diván, esconde
los libros deseados (o los disimula en otra sección) a la espera del pago a fin
de mes, conversa con los vendedores y libreros solo en caso de extrema necesidad
(como preguntar por un libro que la semana pasada estaba y, ay, ha
desaparecido). También por eso la lectura está enlazada con los pequeños
placeres y con la pulsación de las ciudades, como una visita en un lunes por la
tarde –neblinoso y con garúa- al viejo Libri Mundi de la Juan León Mera, o la
caminata hacia la desaparecida librería limeña El Virrey (desaparecido el local
de San Isidro, me refiero) con sus cafés vecinos para tomar fuerzas, para evaluar
o decidir las compras, o una incursión a ArteLetra, el paraíso tangible en
plena y ruidosa carrera séptima de Bogotá, con su perfectamente calculado
desorden, con sus corredores intransitables por el apilamiento de los libros. Para
el lector febril la librería, aunque no haya dinero o necesidad de comprar, es lugar
de respiro obligado, de visita pavloviana.
El libro como cuerpo autónomo y soberano,
como el objeto más asombroso y deslumbrante de los instrumentos inventados por
el hombre, como dijo el viejo y ciego Borges en la universidad de Belgrano en
1978: el libro como una especie de extensión de la memoria y de la imaginación.
“Se habla de la desaparición del libro;
yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y
un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el
olvido, un disco se oye así mismo para el olvido, es algo mecánico y por lo
tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.” (“Borges,
Oral”, en Obras Completas, Tomo IV, Buenos Aires, Emecé, 2010, Págs. 177-184) Si
el libro como objeto es la más maravillosa invención humana –también me refiero
al libro y a sus insumos materiales, la edición, la letra y sus tipos, el papel
y sus variaciones- es también una caja que contiene imágenes independientes,
donde cabe toda la ficción del mundo, donde viven frases asombrosas e historias
fantásticas.
Fuente: www.awesomepeoplereading.tumblr.com |
Si la ficción no tiene límites, la capacidad
de leer no debería terminar nunca. Leer es también una forma de atesorar: el
lector atento que vuelve a una frase cadenciosa porque se le queda repicando,
el que toma nota de las ideas o el que reproduce versos en un cuaderno
especialmente comprado para ese preciso efecto. O el que, en afán demarcatorio
y de conquista de territorios así como los viejos ejércitos clavaban banderas
cuando perfeccionaban sus victorias, llena sus preciados objetos de calcomanías
y papelitos de colores. O el leedor exégeta que llena los márgenes de pequeñas
anotaciones…
Teoría
de los vasos comunicantes
La lectura, en especial cuando es caprichosa
y desordenada, sirve como ejercicio para la creación de vasos comunicantes,
como el lector que encuentra nuevas ideas por medio de sus escritores de
confianza: así, la lectura de William Faulkner, el gran geógrafo y trazador de
mapas del sur de Estados Unidos, casi indefectiblemente llevará a otros grandes
estilistas y arquitectos de localidades ficticias, como Juan Carlos Onetti o
Juan Benet. Las ramas de los árboles genealógicos del cuento, por ejemplo,
pueden empezar por la estética minimalista de Chéjov, pasar por las más
sofisticadas elaboraciones de Guy de Maupassant, conectar con la aridez y la
desolación de Juan Rulfo, hacer yunta con las perversidades de Raymond Carver, bajar
a Buenos Aires gracias a las precisiones de relojería suiza de Borges y
desembocar en la neblinosa y gris Lima de Julio Ramón Ribeyro un agosto
cualquiera.
Si bien se trata de la creación de un
universo particular de cada lector, de unos cotos privados en los que, a
excepción de conversaciones o de generosidades nadie pueda entrar: la lectura está
en posibilidades de significar la construcción de mundos privados, lacrados,
infranqueables. Así cada acervo de lecturas configura una galaxia distinta, una
república independiente, por forma que leer constituye una tentativa de probar
los infinitos, de no terminar nunca. Siempre quedarán cosas por leer, siempre
quedará intacto el aguijón de releer, de por lo menos pasar la mano por las
repisas. Pero, cuidado, leer todo o leer de todo no serviría de nada si quien
lee no es capaz de crear conexiones, de usar la literatura como cuartel
general, para crear imágenes individuales, para fundar imperios y conquistar reinos
colindantes. Ya el citado Proust había argumentado que la lectura no sirve para
reemplazar a la realidad o superponerla, de modo que la gracia está en que la
lectura haga las veces de circuito con otros feudos de la estética y de la
búsqueda de la belleza, que esté enchufada con la música, que tenga un pie en
la arquitectura y en las demás artes de la vista, que sea materia de discusión
gastronómica o motivo de largas caminatas por las ciudades amadas. Entonces –
sigue la teoría- leer por leer sirve de poco si la lectura no tiene ambiciones
de interconexión. Volverse erudito (saber cada vez más sobre menos y menos) le
quita toda gracia y todo arte a la lectura, la priva de goce y de encanto, la
convierte, supongo, en un ejercicio casi sacerdotal. Buscar, como habría dicho
Bergson, no solamente lo agradable que se dirija a la sensibilidad sino avanzar
hacia lo bello, hacia lo que latiga la inteligencia. “La emoción estética no es una sensación, es decir, algo inmediato, es
un sentimiento que ha sido precedido por un juicio, por un trabajo intelectual.”
(Bergson,
Henri, “Lecciones de Estética y Metafísica”, Madrid, Siruela, 2012, Pág. 2012) El evento, entonces, de la
combinación de placeres con la inteligencia como eje.
Fuente: www.coladelmundo.blogspot.com |
Leer por leer puede desembocar en la
dificultad y en la esterilidad. Basta con imaginarse al gran Montaigne,
encerrado y retirado en su torre de la Dordoña, que opinaba que solamente se
debe leer los libros que fluyen y que es lícito dejar de lado las lecturas complejas
y que cuesten trabajo: “En cuanto a las
dificultades, si encuentro alguna leyendo, no me como las uñas con ellas; las
dejo en su sitio tras hacer una carga o dos. Si me plantara en ellas, me
perdería, y perdería el tiempo. Porque tengo el espíritu saltarín…Si un libro
me disgusta, cojo otro; y sólo me entrego a ello en los momentos en que el aburrimiento
de no hacer nada empieza a adueñarse de mí. Apenas me intereso por los nuevos,
pues los viejos me parecen más ricos y más vigorosos; ni por los griegos, pues
mi juicio no es capaz de sacar provecho de una compresión pueril y primeriza.”
(“Ensayos”,
Barcelona, Acantilado, 2007, Pág. 588)
Así, pues, la lectura como búsqueda del
placer, de la belleza precedida por el buen juicio, como vehículo para
encontrar nuevas conexiones.
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