Diego
Pérez Ordóñez
El príncipe siciliano Giuseppe Tomasi di
Lampedusa (1896-1957) cumplió con el deseo de muchos: bloquear y lograr ignorar
casi por completo el mundo exterior, bucear únicamente en su propia y magnífica
biblioteca, dirigirle la palabra apenas a un puñado de contertulios de interés y
dedicar su vida a la literatura. En suma, vivir en estado de encierro
literario, a su propio aire.
Aunque la existencia contemplativa de esta
patricio fue interrumpida por eventos fuera de su control –tuvo que servir a
Italia en la Primera Guerra Mundial, los aliados bombardearon y destruyeron su
palacio en la Segunda Guerra y le tocó ser un fin de raza de rentas decrecientes-
Lampedusa encontró modos de consagrar horas y horas a la ociosa lectura, a
comprar cantidades obscenas de libros, a diseccionar palabras y frases, a
fichar las ideas que consideraba fundamentales y a dar vueltas por Palermo y
Londres a la busca de ediciones raras. Así este señor logró acumular una
sabiduría que luego atesoró en su único libro formal, que resultó ser una obra
maestra.
Es que la existencia de Lampedusa no habría
pasado de ser una anécdota de un excéntrico aristócrata si, casi al final de
los días y amenazado por un enfisema pulmonar que luego se hizo cáncer, no
tomaba la decisión de salir de su sureño letargo y escribir una de las novelas
más importantes del siglo XX: El Gatopardo. Modelo del anacronismo más
exquisito, El Gatopardo resultó un verdadero ensayo respecto de la indolencia
siciliana, del desenlace de una casta ilustre, del irremediable advenimiento de
la modernidad y de la preparación para la muerte, a la vez que se trata de un
modelo de prosa deliciosa y de refinada técnica literaria. El crítico Edward
Said, a propósito de esta obra, opina que “En
apariencia, la novela de Lampedusa no es una obra experimental. Su principal
innovación técnica es que el hilo argumental está compuesto de forma
discontinua, como una serie de fragmentos o episodios relativamente discretos
pero bien hilvanados, cada uno de los cuales está organizado en torno a una
fecha…” (“Sobre el Estilo Tardío. Música y Literatura a
Contracorriente.”, Bogotá, Debate, 2009, Pág. 136)
El
desdén patricio
Al parecer el estilo pasivo de Lampedusa
respondía a un ancestral desprecio de clan por los símbolos de lo mundano y de
lo material, por los avatares de la rutina diaria. De acuerdo con Beccacece “A lo largo de la historia familiar, los
Tomasi di Lampedusa conservaron un rasgo de espíritu que habría de culminar en
el novelista: desdeñaban los símbolos mundanos de la vanidad.” (Beccacece,
Hugo, “La Pereza del Príncipe”, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1994, Pág.
13) Su impavidez, como les decía, solamente se
veía interrumpida por aquello que no podía controlar, como cuando la aviación
aliada cañoneó Palermo en 1943 y echó por tierra casi por completo el palacio
Lampedusa, salvo, predestinadamente, su espléndida biblioteca. Su más
importante biógrafo, David Gilmour, cuenta que durante sus incursiones con
fines investigativos a Sicilia (en los años ochenta) logró distraer a los
policías locales una madrugada y entró, por unas rendijas, al viejo palacio en
ruinas y se encontró con la biblioteca devastada:
“Jirones
andrajosos de terciopelo verde yacían entre trozos de cornisa y grandes pedazos
de yeso; del montón de muelles oxidados de una silla sobresalía un quitasol
descolorido. Bajo los cascotes, páginas desperdigadas de los autores favoritos
de Lampedusa se mezclaban con los restos de fichero de su biblioteca: tarjetas
quemadas y comidas por los insectos que llevaban los nombres de Shakespeare,
Dickens y otros. Enterrados entre ellas, encontré unos cuantos documentos
personales más: fotografías, correspondencia de sus antepasados, papeles con su
propia letra, cartas de su madre que atestiguaban lo estrecha que era su
relación.” (“El Último Gatopardo. Vida de Giuseppe di
Lampedusa.”, Madrid, Siruela, 1994, Pág. 17)
La biblioteca del palazzo Lanza Tomasi |
También añade Gilmour que los entusiastas del
mundo Lampedusa, cuando visitan Sicilia corren el riesgo, como él, de encontrar
una serie de edificios desolados, jardines desatendidos y la inevitable
invasión de cemento y urbanismo agresivo y descontrolado. De modo que la
galaxia literaria de este siciliano palpita en su solitaria novela, es sus
horas de destierro frente a la página leída y en el último esfuerzo por acabar
una novela que vivía en su memoria.
Volcado
a los libros
Una vez superados los sucesos de la guerra,
Lampedusa pudo volver a sus rutinas literarias (en una casa alquilada, gran
descenso social para un príncipe de la sangre) en compañía de su mujer, Licy,
una destacada sicoanalista, algo seca y teutónica para los gustos sicilianos. Aunque
tenían estilos de vida distintos – Licy, por ejemplo, se despertaba a mediodía
y atendía a sus pacientes por la tarde- cenaban juntos y comentaban las páginas
y los autores que los habían alucinado durante las lecturas diarias. Al día siguiente, temprano, el príncipe salía
a circular por las calles de Palermo, rastreaba y hacía incursiones en las
librerías en pos de ediciones agotadas o de interés, desayunaba generosamente y
esperaba a sus compañeros de tertulia en el café Calfish. Se supone que, fiel a
su filosofía del menosprecio, Lampedusa casis siempre se limitaba a escuchar
las discusiones literarias en un silencio apenas interrumpido por algún
monosílabo o por gestos muy leves. Sin embargo, el mutismo del príncipe se
convertía en entusiasmo cuando llegaban a la conversación los jóvenes, en
particular su sobrino Gioachinno Lanza (a quien Luchino Visconti hizo un
personaje menor en la escena del baile de la generosa adaptación
cinematográfica de su novela) “De pronto
el príncipe se transformaba: era un ser fascinante, desorbitante de
ocurrencias, ingenioso, con sentido de la réplica. En contacto con la juventud,
Lampedusa revelaba una personalidad hasta entonces desconocida, la que dio
origen a El Gatopardo.” (Beccacece, “La Pereza…” Pág. 24)
No hay apuro, Giuseppe. |
Los entusiasmos de Lampedusa con la juventud
– el solitario lector veterano había encontrado un grupo de discípulos- produjeron
una importante variación de sus prácticas cotidianas. Su sobrino Lanza y un
amigo, Francesco Agnello, lograron visitarlo para conversar de literatura y de
historia y las visitas se convirtieron en clases de literatura: por fin la
erudición del príncipe encontró fines prácticos. Su pereza magnífica dio
resultados y Lampedusa organizó esas charlas con sus jóvenes amigos de una
forma sistemática (por ejemplo, literatura inglesa autor por autor o
clasificación de autores franceses), pero siempre con énfasis en el placer
estético que cada literatura y que cada escritor le habían dado en el pasado. Otro
de los pupilos de Lampedusa, Franceso Orlando, revela que:
“La literatura fue la gran ocupación y consolación de este noble que no sé por cuáles enredos patrimoniales se había apartado tanto de toda vida mundana y de toda función práctica, y que estaba reducido a vivir aislado, sin otro lujo que enormes gastos en libros, sobre todo en esas ediciones de la Pléiade, que adoraba y tenía siempre a la mano…La literatura era para él una fuente perpetua de curiosidad, de alegría y diversión.” (Citado por Héctor Abad Faciolince en “A Propósito de Giuseppe Tomasi di Lampedusa y su obra.”, Bogotá, Norma, 1992, Pág. 30) Para Abad el anacronismo de Lampedusa era un verdadero privilegio que no debe entenderse en sentido despectivo. Este anacronismo le sirvió al príncipe para mirar las cosas desde lejos, de acuerdo con su propia perspectiva, desde su particular punto de vista siciliano (tan afín a la flojera, a la querencia y a la espera de la muerte). Continúa el autor colombiano “El príncipe de Lampedusa no tuvo, por supuesto, ningún oficio mercantil o lucrativo, ningún negocio; sólo un ocio beato, aristocrático, consistente en innumerables lecturas, paseos y un radical apartamiento del mundo.” (Abad Faciolince, “A Propósito de Giuseppe....”, Pág. 31)
Palermo del viejo régimen |
De acuerdo con Gilmour, tres años antes de su
muerte Lampedusa había anotado: “Soy una
persona que está muy sola; de mis dieciséis horas de vigilia cotidiana, al
menos diez las paso en soledad. Y no presumo, al fin y al cabo, de leer todo el
rato, me divierto construyendo teorías…” (Gilmour, “El
Último…”, Pág. 119) Según su mujer, el viejo príncipe nunca salía
de su casa sin un ejemplar de Shakespeare a la mano “para poder consolarse si veía algo desagradable.” (Anécdota
también recogida por Javier Marías en “Vidas Escritas”, 4ª ed., Madrid, Siruela, 1992, Págs. 39-44) Es
que
el
amor de Lampedusa por Shakespeare es ilimitado al punto que lo llamó “el más glorioso de la humanidad” y
calificó varios de sus sonetos como descripciones “de absoluta belleza”, “una
incomparable joya”, “una luminosa
sensación matutina que anticipa a Monet” en sus ensayos sobre el dramaturgo
inglés.
Después de consagrar medio siglo al placer de
la lectura, en algo menos de un año y con precipitación inversamente proporcional
a su comodidad principesca, el cáncer se le desperdigó desde los pulmones: Lampedusa
recibió la mala noticia de que una editorial se negaba a publicar su novela y
murió mientras dormía, a los sesenta años. Ocho meses después de la muerte del
erudito siciliano, la editorial Feltrinelli decidió – un poco tarde- publicar
El Gatopardo. Puesto en la carne de don Fabrizio “Hace decenios que sentía cómo el fluido vital, la facultad de existir,
la vida en suma, y acaso también la facultad de continuar viviendo, iban
saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y
desfilan uno tras otro, sin prisa pero sin detenerse ante el estrecho orificio
del reloj de arena.”
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