domingo, 30 de diciembre de 2012

Ok Computer o la conmemoración de la neurosis


Diego Pérez Ordóñez

La inicial experiencia con Ok Computer (1997), el tercer álbum de Radiohead, suele ser algo traumática y puede incluso llevar a malentendidos. De hecho, puede convertirse en un primer cara a cara con guitarras eléctricas destempladas que desentonan de manera aparentemente aleatoria, con baterías y percusiones que parecen derretirse segundo tras segundo, con un cantante que aúlla a través de una lata corroída y con todo tipo de insistentes y taladrantes ruidos: maniquíes que intentan hablar como humanos, voces androides, sonidos que asemejan cortocircuitos y otros desperfectos eléctricos, resonancias galácticas, reverberaciones metálicas…A primera oída nos encontramos frente a un disco agresivo, desordenado y todo menos uniforme. Puede llevar al diván del siquiatra o a la consulta del sicoanalista.

Ok Computer en realidad debería venir con una leyenda de advertencia sobre no escucharlo en presencia de abuelos, niños o almas dóciles. Una mala sesión podría traer pesadillas, malos vuelos y otros efectos secundarios nunca aconsejables. Es un disco para el neurótico profesional y curtido, que ha desarrollado el genuino sentido del pesimismo y la íntima convicción sobre el progresivo e inevitable deterioro de la condición humana. Si le hacemos caso al crítico Bruno McDonald “Sintetizar a los Smiths con Queen resulta demencial. Por suerte las influencias idiosincráticas de Radiohead estaban a la altura de su talento, y su tercer álbum llegó todavía más lejos que su espectacular predecesor, The Bends.” (“1001 Discos Que Hay Que Escuchar Antes de Morir”, 3ª ed., Madrid, Grijalbo, 2006)  Sí. Ok Computer es también un disco de quiebre, una placa de trasvase de períodos, una composición de ruptura. Después de 1997 Radiohead nunca usó el espejo retrovisor y se decantó de cuerpo entero por la táctica de avanzada, por sorprender con cada nuevo trabajo, por meter las narices en los contornos de los tabúes. 


Superados los traumas inaugurales, Ok Computer se convierte muy rápido en un disco de brecha y de nunca regresar a ver (en un rito de pasaje), en una obra de arte continua en la que cada voz, cada ruido y cada variación de ritmo tienen un sentido específico, un propósito concreto. Por eso el álbum cuenta con, todo a un tiempo, diversas capas, diferentes texturas y va cambiando con cada paladeo (incluso cuando se lo pone con regularidad tantos años después). También hay que superar el debate respecto de si se trata de un disco conceptual o un disco de conceptos. Y esta gimnasia verbal merece una explicación adicional: si bien los miembros de la banda –en especial Thom Yorke- jamás han admitido que el álbum es un disco conceptual (en el sentido de que trata respecto de un solo tema, en consonancia con una de las viejas tradiciones del rock), quizá lo más sano sea concluir que se trata de un disco de varios conceptos, es decir en una especie de disco temático. Su hilo conductor, su mínimo común denominador en verdad, tiene que ver con los avatares de la vida en la posmodernidad: el consumismo, el tráfico, la obligación casi ética de llevar una vida sana, correcta y modelo, las porquerías y las bajezas de la política y el aburrimiento de lo políticamente correcto. Ok Computer, entonces, trata a grandes pinceladas sobre la nueva velocidad que la vida empezó a cobrar en 1997, la servidumbre digital, la vida cibernética, la vida en la que nos pasamos colgados a tal o cual aparato electrónico, la vida que no se justifica ni se explica sin una pantalla delante, la vida de los aparatos negros. Es, por tanto, un abrebocas respecto de las esclavitudes y los avatares de la cultura de lo automático, de los PINs, de los emoticones, de los “passwords”, de los “links”, de la nube, de descargar canciones en vez de grabarlas, de los amigos virtuales.


 En este aspecto (en lo temático) Ok Computer se inscribe en la larga lista de grandes monografías del rock, como el alucinante Sergeant Pepper´s Lonely Hearts´ Club Band de los Beatles, Tommy y Quadrophenia de The Who (que podrían ser subcatalogadas como óperas rock), el infravalorado The Six Wives of Henry VIII a cargo de las teclas de Rick Wakeman, The Lamb Lies Down on Broadway del viejo y casi olvidado Genesis de Peter Gabriel o The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders From Mars del siempre cambiante y vanguardista David Bowie. Con la diferencia, claro, de que Ok Computer es un disco de conceptos de estilo tardío y con importante contenido político, es un álbum generalmente taciturno que no ve precisamente con convicción la invasión de la era cibernética. Justamente por lo anterior en este disco de Radiohead juega un papel tan preponderante el ruido, porque se trata de un disco para rotar cabezas, para lograr que nadie quede en la apatía, para arrancar opiniones divergentes, para argumentar un punto con vehemencia. El ruido, en un mal día o en mala compañía, puede llevar al desquiciamiento, al trastorno, al malentendido. Y los dictámenes sobre Ok Computer pueden ir desde considerarlo un ícono cultural de los tiempos recientes hasta un pretencioso armatoste que no vale la pena escuchar.

Algunos aspectos arquitectónicos

Y luego, claro, están las capas y los tejidos. Ok Computer es un trabajo de entresijos, de laberintos ingleses (a lo Hampton Court), de verdaderas marañas de sonido. La mayor parte de las veces el disco exige que se lo desenrede, que se lo descifre.  Como consecuencia de lo anterior, la música de Radiohead alterna entre la desazón más absoluta de Lucky – casi se puede sentir el aire pesado en la habitación, el aire que se empieza a coagular, el impertinente humo del cigarrillo, un ventilador herrumbroso que da vueltas con esfuerzo- y la belleza de filigrana de No Surprises, la canción más delicada del disco, tejida con los más atentos hilos, la más melódica, la que más asemeja a una de esas viejas cajas de música de las abuelas (No Surprises, por su exquisitez y refinamiento más extremo, admite y pide [otro día] un análisis aparte). Y está, sí claro, la trilogía virtuosa que abre el disco: la espléndida y épica Airbag, la estólida a la vez que pirotécnica Paranoid Android (que a ratos asemeja los traqueteos de una montaña rusa) y la fina Subterranean Homesick Alien.  Estas tres canciones a ratos parecen la banda sonora de una película que está por ser filmada. 

En general el “primer lado” de Ok Computer  - en caso de que todavía estuviéramos bajo la lógica del vinil- es más bebible que la segunda parte, siempre (los últimos temas) más signados por lo sombrío, más tenebrosos y menos amigables. Y claro, está Karma Police que, de no ser por el empalague y la dulzura profesional de Paul McCartney, podría haber perfectamente sido uno de los cortes de Sergeant Pepper´s: Karma Police es la más “beatlesca” de las canciones de este disco de Radiohead, la más melódica, la más llevadera y que hace las veces de compuerta entre las dos mitades del disco: la primera, algo más luminosa que la segunda, ésta más nebulosa y críptica. 


También la densidad general del disco se refleja en su complejidad instrumental. En ciertos pasajes las guitarras eléctricas parecen reñir entre sí, como en una especie de esgrima robótica: las cuerdas dejan ecos flotando, hay poco espacio para el silencio. El estilo de guitarras en Ok Computer es heredero de los grandes y viejos discos de King Crimson, en mi opinión, y guardando las inmensas distancias entre ambas bandas. En los dos casos el secreto es la creación de verdaderas murallas e inescalables de sonido. Murallas o no murallas el trabajo suele fluir, buscar encadenamiento y agarrar velocidad.

Por todo lo anterior Ok Computer merece todas las oportunidades del mundo, admite reciclajes y reclama ser diseccionado.


lunes, 24 de diciembre de 2012

Espléndido aislamiento: Lampedusa en su biblioteca



Diego Pérez Ordóñez

El príncipe siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) cumplió con el deseo de muchos: bloquear y lograr ignorar casi por completo el mundo exterior, bucear únicamente en su propia y magnífica biblioteca, dirigirle la palabra apenas a un puñado de contertulios de interés y dedicar su vida a la literatura. En suma, vivir en estado de encierro literario, a su propio aire.

Aunque la existencia contemplativa de esta patricio fue interrumpida por eventos fuera de su control –tuvo que servir a Italia en la Primera Guerra Mundial, los aliados bombardearon y destruyeron su palacio en la Segunda Guerra y le tocó ser un fin de raza de rentas decrecientes- Lampedusa encontró modos de consagrar horas y horas a la ociosa lectura, a comprar cantidades obscenas de libros, a diseccionar palabras y frases, a fichar las ideas que consideraba fundamentales y a dar vueltas por Palermo y Londres a la busca de ediciones raras. Así este señor logró acumular una sabiduría que luego atesoró en su único libro formal, que resultó ser una obra maestra. 

Es que la existencia de Lampedusa no habría pasado de ser una anécdota de un excéntrico aristócrata si, casi al final de los días y amenazado por un enfisema pulmonar que luego se hizo cáncer, no tomaba la decisión de salir de su sureño letargo y escribir una de las novelas más importantes del siglo XX: El Gatopardo. Modelo del anacronismo más exquisito, El Gatopardo resultó un verdadero ensayo respecto de la indolencia siciliana, del desenlace de una casta ilustre, del irremediable advenimiento de la modernidad y de la preparación para la muerte, a la vez que se trata de un modelo de prosa deliciosa y de refinada técnica literaria. El crítico Edward Said, a propósito de esta obra, opina que “En apariencia, la novela de Lampedusa no es una obra experimental. Su principal innovación técnica es que el hilo argumental está compuesto de forma discontinua, como una serie de fragmentos o episodios relativamente discretos pero bien hilvanados, cada uno de los cuales está organizado en torno a una fecha…(“Sobre el Estilo Tardío. Música y Literatura a Contracorriente.”, Bogotá, Debate, 2009, Pág. 136)

  
El desdén patricio

Al parecer el estilo pasivo de Lampedusa respondía a un ancestral desprecio de clan por los símbolos de lo mundano y de lo material, por los avatares de la rutina diaria. De acuerdo con Beccacece “A lo largo de la historia familiar, los Tomasi di Lampedusa conservaron un rasgo de espíritu que habría de culminar en el novelista: desdeñaban los símbolos mundanos de la vanidad.” (Beccacece, Hugo, “La Pereza del Príncipe”, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1994, Pág. 13)  Su impavidez, como les decía, solamente se veía interrumpida por aquello que no podía controlar, como cuando la aviación aliada cañoneó Palermo en 1943 y echó por tierra casi por completo el palacio Lampedusa, salvo, predestinadamente, su espléndida biblioteca. Su más importante biógrafo, David Gilmour, cuenta que durante sus incursiones con fines investigativos a Sicilia (en los años ochenta) logró distraer a los policías locales una madrugada y entró, por unas rendijas, al viejo palacio en ruinas y se encontró con la biblioteca devastada:

“Jirones andrajosos de terciopelo verde yacían entre trozos de cornisa y grandes pedazos de yeso; del montón de muelles oxidados de una silla sobresalía un quitasol descolorido. Bajo los cascotes, páginas desperdigadas de los autores favoritos de Lampedusa se mezclaban con los restos de fichero de su biblioteca: tarjetas quemadas y comidas por los insectos que llevaban los nombres de Shakespeare, Dickens y otros. Enterrados entre ellas, encontré unos cuantos documentos personales más: fotografías, correspondencia de sus antepasados, papeles con su propia letra, cartas de su madre que atestiguaban lo estrecha que era su relación.” (“El Último Gatopardo. Vida de Giuseppe di Lampedusa.”, Madrid, Siruela, 1994, Pág. 17)

La biblioteca del palazzo Lanza Tomasi
 

También añade Gilmour que los entusiastas del mundo Lampedusa, cuando visitan Sicilia corren el riesgo, como él, de encontrar una serie de edificios desolados, jardines desatendidos y la inevitable invasión de cemento y urbanismo agresivo y descontrolado. De modo que la galaxia literaria de este siciliano palpita en su solitaria novela, es sus horas de destierro frente a la página leída y en el último esfuerzo por acabar una novela que vivía en su memoria.

Volcado a los libros

Una vez superados los sucesos de la guerra, Lampedusa pudo volver a sus rutinas literarias (en una casa alquilada, gran descenso social para un príncipe de la sangre) en compañía de su mujer, Licy, una destacada sicoanalista, algo seca y teutónica para los gustos sicilianos. Aunque tenían estilos de vida distintos – Licy, por ejemplo, se despertaba a mediodía y atendía a sus pacientes por la tarde- cenaban juntos y comentaban las páginas y los autores que los habían alucinado durante las lecturas diarias.  Al día siguiente, temprano, el príncipe salía a circular por las calles de Palermo, rastreaba y hacía incursiones en las librerías en pos de ediciones agotadas o de interés, desayunaba generosamente y esperaba a sus compañeros de tertulia en el café Calfish. Se supone que, fiel a su filosofía del menosprecio, Lampedusa casis siempre se limitaba a escuchar las discusiones literarias en un silencio apenas interrumpido por algún monosílabo o por gestos muy leves. Sin embargo, el mutismo del príncipe se convertía en entusiasmo cuando llegaban a la conversación los jóvenes, en particular su sobrino Gioachinno Lanza (a quien Luchino Visconti hizo un personaje menor en la escena del baile de la generosa adaptación cinematográfica de su novela) “De pronto el príncipe se transformaba: era un ser fascinante, desorbitante de ocurrencias, ingenioso, con sentido de la réplica. En contacto con la juventud, Lampedusa revelaba una personalidad hasta entonces desconocida, la que dio origen a El Gatopardo.” (Beccacece, “La Pereza…” Pág. 24)

No hay apuro, Giuseppe.


Los entusiasmos de Lampedusa con la juventud – el solitario lector veterano había encontrado un grupo de discípulos- produjeron una importante variación de sus prácticas cotidianas. Su sobrino Lanza y un amigo, Francesco Agnello, lograron visitarlo para conversar de literatura y de historia y las visitas se convirtieron en clases de literatura: por fin la erudición del príncipe encontró fines prácticos. Su pereza magnífica dio resultados y Lampedusa organizó esas charlas con sus jóvenes amigos de una forma sistemática (por ejemplo, literatura inglesa autor por autor o clasificación de autores franceses), pero siempre con énfasis en el placer estético que cada literatura y que cada escritor le habían dado en el pasado. Otro de los pupilos de Lampedusa, Franceso Orlando, revela que:

“La literatura fue la gran ocupación y consolación de este noble que no sé por cuáles enredos patrimoniales se había apartado tanto de toda vida mundana y de toda función práctica, y que estaba reducido a vivir aislado, sin otro lujo que enormes gastos en libros, sobre todo en esas ediciones de la Pléiade, que adoraba y tenía siempre a la mano…La literatura era para él una fuente perpetua de curiosidad, de alegría y diversión.”
(Citado por Héctor Abad Faciolince en “A Propósito de Giuseppe Tomasi di Lampedusa y su obra.”, Bogotá, Norma, 1992, Pág. 30)  Para Abad el anacronismo de Lampedusa era un verdadero privilegio que no debe entenderse en sentido despectivo. Este anacronismo le sirvió al príncipe para mirar las cosas desde lejos, de acuerdo con su propia perspectiva, desde su particular punto de vista siciliano (tan afín a la flojera, a la querencia y a la espera de la muerte). Continúa el autor colombiano “El príncipe de Lampedusa no tuvo, por supuesto, ningún oficio mercantil o lucrativo, ningún negocio; sólo un ocio beato, aristocrático, consistente en innumerables lecturas, paseos y un radical apartamiento del mundo.” (Abad Faciolince, “A Propósito de Giuseppe....”, Pág. 31)

Palermo del viejo régimen


De acuerdo con Gilmour, tres años antes de su muerte Lampedusa había anotado: “Soy una persona que está muy sola; de mis dieciséis horas de vigilia cotidiana, al menos diez las paso en soledad. Y no presumo, al fin y al cabo, de leer todo el rato, me divierto construyendo teorías…(Gilmour, “El Último…”, Pág. 119) Según su mujer, el viejo príncipe nunca salía de su casa sin un ejemplar de Shakespeare a la mano “para poder consolarse si veía algo desagradable.” (Anécdota también recogida por Javier Marías en “Vidas Escritas”, 4ª ed.,  Madrid, Siruela, 1992, Págs. 39-44) Es que el amor de Lampedusa por Shakespeare es ilimitado al punto que lo llamó “el más glorioso de la humanidad” y calificó varios de sus sonetos como descripciones “de absoluta belleza”, “una incomparable joya”, “una luminosa sensación matutina que anticipa a Monet” en sus ensayos sobre el dramaturgo inglés.

Después de consagrar medio siglo al placer de la lectura, en algo menos de un año y con precipitación inversamente proporcional a su comodidad principesca, el cáncer se le desperdigó desde los pulmones: Lampedusa recibió la mala noticia de que una editorial se negaba a publicar su novela y murió mientras dormía, a los sesenta años. Ocho meses después de la muerte del erudito siciliano, la editorial Feltrinelli decidió – un poco tarde- publicar El Gatopardo. Puesto en la carne de don Fabrizio “Hace decenios que sentía cómo el fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y acaso también la facultad de continuar viviendo, iban saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y desfilan uno tras otro, sin prisa pero sin detenerse ante el estrecho orificio del reloj de arena.”





domingo, 2 de diciembre de 2012

Dark Side en el diván


Diego Pérez Ordóñez

Dark Side of the Moon (1973) es un universo en el que ocurren muchas cosas al mismo tiempo. Es Pink Floyd en su magnificencia. Es el tándem Waters/Gilmour operando a las mil maravillas. Es un disco suntuoso, poblado de ruidos desquiciantes, de voces extrañas, de estruendos y de planificados silencios. Es una obra en la que cohabitan las razones de la locura con los trasvases de una época. Es un símbolo de una era, que ha terminado por trasponer las líneas divisorias de las décadas, de las modas, de los fulgores. Lo anterior es apenas parte de aquello que vuelve a este disco atemporal, resistente a la incitación de lo transitorio.

Pongamos las cosas en contexto

El de 1973 debe haber sido un año importante, un año de quiebre. Desde Londres Camel hacía densos experimentos y piruetas con el rock sinfónico-progresivo. Desde el pastoso sur profundo de los Estados Unidos los Allman Brothers trataban de seguir adelante sin su guitarrista prodigio (Duane Allman), muerto en un accidente de moto. Marc Bolan y los T-Rex buscaban las fronteras entre la música y las candilejas, al tiempo que le daban energía al “glam rock”, del que ahora se nutre por ejemplo Lady Gaga. El inmortal David Bowie ponía más que una pizca de estética andrógina con “Aladdin Sane”, uno de los más reconocidos discos de todos los tiempos. Al mismo tiempo Yes indagaba en las demarcaciones del virtuosismo –a veces lindante con la neurastenia- en “Yes Songs”, coqueteaba con lo clásico y exhibía las probidades de Bill Bruford y Rick Wakeman.  Un tal Bruce Springsteen asentaba los primeros ladrillos del rock proletario y a un tiempo épico (a los gringos les gusta llamarlo de cuello azul) desde la deprimida New Jersey con “The Wild, the Innocent & the E Street Shuffle”. Genesis (el viejo, verdadero y artístico Genesis de Peter Gabriel) tanteaba los contornos de la delicadeza y de la complejidad en “Selling England by the Pound”, al tiempo que Elton John coronaba tempranamente su carrera con “Goodbye Yellow Brick Road”, su álbum más complejo, más acabado y más detalloso: en ese entonces un doble vinilo que abría con la desgarradora y furiosa “Funeral for a Friend/Love Lies Bleeding”, un estándar que el pianista nunca jamás logró igualar. The Who traspasaba la velocidad del sonido con “Quadrophenia”, a los lomos de la magnífica voz de Roger Daltrey (menospreciado incluso hoy, a pesar de ser uno de los grandes vocalistas de todos los tiempos) y del bullicio de Pete Townshend. Mientras todo eso pasaba los Byrds inventaban una variante del rock campestre, que luego le dio combustible y razón de existencia a Tom Petty y, desde la cenagosa Texas, ZZ Top reciclaba la herencia de John Lee Hooker en “Tres Hombres”, quizá su disco más célebre. 



En el mundo real un Elvis Presley que ya rodaba la pendiente de la decadencia daba un concierto en Hawái, Ferdinand Marcos se convertía en presidente vitalicio de Filipinas, el infame Richard Nixon empezaba su segundo mandato y enfrentaba el escándalo de Watergate, la Corte Suprema de Estados Unidos le daba carácter de derecho al aborto en Roe v. Wade, israelíes, sirios y egipcios se enfrentaban en la guerra de Yom Kippur y el general Pinochet se hacía del poder en Chile tras un golpe de Estado. 

 Lo que quiero argumentar es que Dark Side of the Moon es el disco del “poshippismo” por excelencia, del choque de frente con la realidad, con la realidad del dinero, con la realidad del apuro, con la realidad de la política, con la realidad de la enajenación, con la realidad de los contratos con las casas discográficas, con la realidad de la inminencia de la muerte, con la realidad de la fama. Dark Side of the Moon es el punto de quiebre con el amor ingenuo y cándido, con la paz que nunca va a llegar, con el inexistente poder de las flores. Es una especie de baldazo de agua fría en la cabeza de la sociedad que se reunió en Woodstock en 1969, que aterrizó en la luna y que soñaba con un mundo mejor. Es que este acetato de Pink Floyd, por contra, es un alegato a favor de la realidad más cruda, de los ingredientes que llevan a la demencia, de la proximidad de un fin.

Aquí viene la disección

Pero argüir que Dark Side es un disco de quiebre (de la cándida sociedad hippie a la pragmática sociedad después de Vietnam) no basta. Tampoco es suficiente tratar de fundamentar que, en lo artístico, este álbum también se desvió de los valores más elementales del rock de los años sesenta: parcialmente de la simbiosis con el blues (notable en bandas como Led Zeppelin o los Stones), de la sospechosa alegría “catch all” de los Beatles o de las ínfulas operáticas de The Who. Para Pink Floyd Dark Side también significó un importante giro copernicano en lo conceptual: olvidar la nebulosidad y la sicodelia de discos como “Ummagumma”, o la complejidad de “Atom Heart Mother” (el de la portada de la vaca) para dejar en el camino a Syd Barrett (el anterior vocalista que, fundamentalmente, se recoció al cerebro con drogas). Dark Side significa, pues, la puerta de entrada a toda la excelsitud floydeana: las letras ensimismadas pero con frecuencia deprimentes de Roger Waters, de la mano del magisterio en guitarra eléctrica de David Gilmour. Incluso hoy, cuando la banda está en los archivos desde hace rato, la añoranza de Floyd, aunque no sea explícita, suele dividirse entre la escuela de la angustia de Waters y la parsimoniosa doctrina bluesera de Gilmour.  Pero no subestimemos a Richard Wright y a Nick Mason, las otras dos patas de la estructura clásica de Pink Floyd, de la banda en su más primorosa plenitud.



Creo que la gracia magistral del Dark Side empieza porque es una obra de arte de verdad, no meramente una colección de canciones. Su consonancia descansa en el hecho de que estamos –desde 1973- frente a un disco largo, unificado y continuo. Es que no admite, supongo, ser escuchado por pedazos: es un concepto monolítico y duradero. El enganche de “Speak to Me/Breathe” - plácido hasta el hechizo- termina por darle sentido a “Brain Damage” y a “Eclipse” en la forma de un camino que lleva con certeza hasta la alucinación amable. La continuidad (otra vez, una de las claves más cardinales del disco) nos lleva a alternar entre los silencios más primorosos (como el que preside y tutela a “Us and Them”, con su perdurable solo de saxofón) y los estruendos más llamativos, como las arrebatadoras cajas registradoras de “Money” o los invasivos relojes de “Time”. Así, a momentos, Dark Side causa un efecto de montaña rusa, de furiosas bajadas combinadas con ciertos oasis de estabilidad. Es este encadenamiento lo que le otorga carácter episódico a cada canción: por ejemplo, “Speak to Me/Breathe” como exordios de “Time”:

Hanging on in quiet desperation is the English way
The time is gone the song is over, thought I´d something more to say

Para muchos “Time” y “Money” son el centro neurálgico del disco. Quienes piensan así sostienen que, al ser Dark Side of the Moon un disco respecto de la locura ambas canciones lidian con dos conceptos relativamente nuevos en 1973, como el apuro, la necesidad de aprovechar ventajosamente el tiempo, y el valor del dinero. A mí me parece que el tema central del disco es “The Great Gig in the Sky”, que en la versión original del disco en vinil actuaba como una especie de divisor de aguas entre el primer lado y el segundo. “The Great Gig” fragmenta claramente al álbum entre la relativa certidumbre de sus temas iniciales y la deriva frontal hacia la chifladura de la parte final. Funciona como una variedad de himno a la muerte, cantado en improvisación y desgarro por Clare Torry, pero precedido por la suavidad del piano de Richard Wright y por la tocada voz del portero de los estudios de Abbey Road, reclutado para efectos de verosimilitud: “And I am not afraid of dying, any time will do I don´t mind.”  Parece que fue grabada casi sin querer, de modo experimental y que la Torry casi ofreció disculpas luego de la sesión. 



Pero ni siquiera este entreacto fúnebre logra desgajar ese aire majestuoso y pulido del disco, el unificado flujo y la consonancia que lo conducen desde el primer momento. Fíjense en que, quizá con afán de cierta teatralidad, los discos de Pink Floyd suelen tener un gran tema inicial a modo de telón: “Shine on you Crazy Diamond” o “One of These Days”. La clave de Dark Side  descansa en su secuencia, en su carácter de empresa musical, en su forma de creación en la que coexisten varios mundos. Solo así se explica su perpetuidad, su pertinencia por generaciones.