Diego Pérez Ordóñez
Durante
mucho tiempo considerada apenas como una señora inteligente que escribía bien
sobre cuestiones del día a día, Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991) ha
cobrado -con intereses y multas- su compensada venganza, empuñando como un
cuchillo peligrosamente afilado su escritura, precisa y radical. Así, cada una
de sus frases embotella un tratado en miniatura, una especie de germen de
ensayo, en el que caben los temas más cardinales de la materia literaria: el
mal, los celos, la ingratitud, la soledad y la muerte.
Ginzburg
honra -con creces- el axioma de John Banville respecto de que la frase es el
más importante invento de la historia de la humanidad. En cambio, y a leguas de
distancia de Banville en lo estilístico y en lo material (las frases del
irlandés son verdaderas alabanzas a la arquitectura: a los espacios, a la planificación
y a las complexiones) el negocio de Ginzburg está en otro lado, más bien en la
economía del idioma, en la mecánica de precisión, en lo milimétrico. Su estilo
es, en realidad, la belleza de lo mínimo y de lo melodioso: “Cuando escribo me parece que sigo una
cadencia y un metro musical. Quizá la música estaba muy cerca de mi universo y,
vete a saber por qué, mi universo no la acogió.” (En ‘Pequeñas Virtudes’, 8ª reimpresión,
Barcelona, Acantilado, 2016, Pág. 68)
En
conexión con lo anterior, la maestría de Ginzburg está en encumbrar a lo
infraordinario a una especie de categoría filosófica. Su literatura, aguda, puntual
y libre de grasas te interpela, al tiempo que te obliga a abrir los ojos. Como,
guardando las distancias y las épocas, su admirado y diseccionado Chéjov. Del
ruso, me parece, se hizo legataria de la fuerza, de la escritura como una
suerte de pesada bola de demolición, que devasta constelaciones familiares,
borra amistades y asola pasiones. Esta
italiana no deja desperdicios, ni se entretiene en zonas grises, sino que se
avoca a una forma de belleza que desgarra y deja todo hecho jirones:
“Hay un peligro en el dolor, así como hay
un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la
belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura
carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no
conseguimos obtener todo esto junto, nuestro resultado es pobre, precario y
escasamente vital.” (‘Pequeñas Virtudes’… Pág. 101)
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Natalia
Ginzburg se esfuerza en ser rotunda y mandona, su voz comanda certezas y
seguridades. Sus novelas y sus ensayos tienen fuerza de sentencia pasada en
autoridad de cosa juzgada: “La vida
comienza cuando todavía somos demasiado jóvenes para comprenderla.” (En ‘Y
Eso Fue lo Que Pasó’, Barcelona, Acantilado, 2016, Pág. 82) Hoy,
a Natalia Ginzburg muy poca gente le esquiva la mirada o le da una ojeada por
encima del hombro.
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