Diego
Pérez Ordóñez
Llego un poco tarde a la lectura de “La Familia del
Dr. Lehman” de Sandra Araya (Quito, 1980), publicada por la Campaña de Lectura
Eugenia Espejo y ganadora del premio La Linares de 2015. Pero la demora, al
menos supongo, me ha llevado al relajado develamiento de una nouvelle ambiciosa, redonda,
inteligentemente construida, narrada con agudeza y pericia y por la que pasan,
en ningún orden en particular, varios de los grandes temas de la literatura,
como la introspección, el desarraigo, los entresijos de la muerte y los
complicados mecanismos de relojería de la memoria.
“La Familia…” es la historia del doctor Lehman -médico,
no se sabe de dónde- de su señora y de sus dos hijos, Teo y Amy. Ésta última,
me parece, el centro de gravedad de la trama, que no respeta consecuencias
temporales, que aparenta estar diseñada a modo de crónica, aun cuando no lo sea,
y que no sigue una línea argumental predecible.
Al doctor Lehman los habitantes de un pueblo
innominado, geográficamente impreciso, que Araya bosqueja con trazos muy
someros que no permiten ni su determinación ni su caracterización, lo acusan de
haber secuestrado y asesinado a dos menores de edad. Luego de una suerte de
perdón -que implica que Lehman y su señora deban abandonar el lugar- la familia
deambula a la busca de un sitio donde asentarse y donde puedan todos ser aceptados,
a pesar de las graves sospechas que penden sobre el padre. Es que las noticias
vuelan, de pueblo a pueblo.
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Lo demás se parece a una novela de carretera -una
especie de road novel- cuya materia
prima es la vocación de la familia de permanecer cohesionada a pesar de las
incertidumbres, más allá de la precariedad y de la absoluta falta de destino. A
pesar de las promesas de que todo al final del día irá bien, es fácil darse
cuenta de la falsedad de las ofertas y de la corrosión de la declinación.
Y esa acá donde entra en escena el magma de la
literatura. De la mano de Araya nada queda suficientemente claro, la ética y el
deber son categorías grises y borrosas, los territorios (plagados de casas
inhabitadas) se parecen entre sí hasta el punto de que no puedan ser
distinguidos. Es que los pueblos que ella esboza y maquetea suelen ser secos –
Amy y el narrador se preguntan cuándo va a empezar a llover, de una vez por
todas- lugares calcinados por el sol, sin coordenadas exactas ni asiento en los
mapas y con la amenaza en ciernes de que sus habitantes, en cualquier momento,
reparen en la vedada presencia del doctor Lehman: “Amy, al mirar hacia atrás, iba a responder que sería una bendición que
lloviera por una vez en esas tierras, pero que era poco probable que eso
sucediera…En el cielo se juntaban nubes negras sobre un desfiladero.” (Págs. 105-6)
En esto Araya es una cartógrafa a propósito imprecisa
y vaporosa, que quiere escribir con una brújula malograda en la mano, nada
confiable. A falta de unas dosis mayores de polvo y de fantasmas algo más
explícitos – si cabe esta maniobra gimnástica- las locaciones mapeadas por esta
escritora bien podrían ser sucesiones de Comala. De ese territorio al que
Villoro, por ejemplo, caracteriza como “…refractario
a lo que viene de fuera; quien pisa sus calles se somete a una temporalidad
alterna, donde los minutos pasan como una niebla sin rumbo; los personajes,
muertos a medias, carecen de otra posteridad que la queja, los rezos y los
murmullos con los que buscan salir de este dañino portento, merecer el polvo
que ahoque sus palabras, guardar silencio, morir al fin.” (“Efectos Personales”, Barcelona, Anagrama, 2001, Pág.
13).
Araya no coquetea con lo barroco. Es, de otro lado,
una prosista sagaz, quirúrgica, no muy proclive a desperdiciar o engordar
palabras, aficionada más bien a enroscar frases y párrafos con equilibrio y
ahorro. La autora ha acertado en crear atmósferas y escenas opresivas y algo
sórdidas, como si se tratara de una legataria de Onetti. Así, a momentos sus
personajes, los Lehman, no viven; por contra, deambulan y se arrastran por las
páginas, ausentes de vocación y predestinación y sin que a nadie le importe
demasiado su pasado.
La imprecisión parece ser la marca de fábrica en "La Familia del Dr. Lehman". El paso y el efecto del tiempo. Los debatibles linderos entre el bien y el mal. Los planos territoriales. Solo hay una certeza, en mi opinión, que es la más absoluta imposibilidad de cualquier tipo de futuro, de cualquier aspecto de normalidad. En este sentido, este trabajo dista muchas leguas de ser una novela de suspenso. A nadie le importa la verosimilitud de la muerte de los menores, al final del día. No se trata, por tanto, de la búsqueda de los culpables de un delito. Estamos, más bien, frente a una obra de tensión y de angustia.
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