domingo, 4 de diciembre de 2016

Vásconez versus los demonios

Diego Pérez Ordóñez

En Hoteles del Silencio (Pre-Textos, 2016) Javier Vásconez (Quito, 1946) lucha cuerpo a cuerpo con los demonios que lo han atormentado desde tiempos inmemoriales. Hay que suponer que son los mismos diablos a los que él ha dado alas por décadas, demonios que ha podado cuidadosa y milimétricamente. Las mismas criaturas que él mismo ha dibujado y reinventado libro a libro. 

En este sentido Hoteles es un eslabón más – un vaso comunicante adicional, en realidad- con el resto del cosmos de Vásconez, con el universo que venía a la cola: los gatos que ronronean cada cierto número de páginas, los perros callejeros que abundan por las calles, la epilepsia como amenaza invariable, la sombra del padre, la presencia constante y amenazante del miedo, por supuesto. Hoteles del Silencio es, pues, una vuelta de tuerca apretada, un cilindro más que Vásconez ha añadido a una bien engrasada y calibrada máquina literaria.

También están sus ambientes clásicos y conocidos, como las luces mortecinas y amortiguadas, los cuartos de hotel con ropa de cama sucia y raída, unos bares de mala muerte frecuentados por prostitutas ávidas de anfetaminas, agentes de policía y hasta por un atildado y elegante abogado con zapatos de gamuza. No falta tampoco el árbol genealógico del que a Vásconez le gustaría alardear: siempre está presente William Faulkner, con sus narradores poco fiables y con su agudeza sicológica. Las escenas sórdidas y alicaídas de Juan Carlos Onetti, planificadas con técnica y maestría. O los fuegos artificiales de Juan Benet: las frases circulares que se despliegan como serpentinas, las descripciones cartográficas de la ciudad, como una suerte de guiño de ojo a Región. Pero esta vez el homenaje mayor  y explícito es a Kafka:

“Una noche mi padre fue rescatado del aislamiento en que vivía. Se le acercó un tal Gregorio Samsa, cuyo origen era incierto – los otros lo llamaban Oruga- y le habló con aire irascible, deslenguado, sin disimular su desprecio por su actitud pasiva, aunque después mantuvo contacto con él… En otro sueño, en otras latitudes, Gregorio Samsa habría sido un insecto. Era algo que desconcertaba a mi padre, esa capacidad casi natural del Oruga de contarlo todo, de hablar interminablemente sentado sobre un cajón, como si hablar fuera tan natural como recoger botellas.” (Págs. 176-177)

Flickiver

En esta novela también queda perfeccionada la ideología territorial de Vásconez, su particular soberanía literaria – porque se trata de su visión única y particular de Quito-  su planificación de una ciudad gris y opresiva, trasversal no solo a Hoteles del Silencio sino a prácticamente a todo lo que ha escrito. Es que en Hoteles Vásconez ha amaestrado (le ha tardado cuatro décadas) su planificación particular de una ciudad parroquial y timorata en la que parece no parar de llover un minuto – uno de sus lectores me comentó hace poco que a Javier Vásconez hay que leerlo con paraguas en mano- vigilada y amenazada constantemente por un volcán que lo tutela todo. 

Es, el Quito de Vásconez, una ciudad de la que siempre hay que huir, una especie de sitio transitorio del que todos los personajes quieren migrar, que lleva a la mente a pensar en los cafés y bares de copas de Madrid, a los viejos puentes de Praga, al malecón de La Habana o a la estruendosa magnificencia de México. El Quito de Vásconez es una ciudad que te expulsa, a pesar de la aparente amistad de los arupos, de los cholanes, de los fresnos, de las araucarias o de los geranios rojos y blancos. Una ciudad no apta para flâneurs -ni siquiera tiene aceras regulares- y especialmente diseñada para enloquecer a estetas neuróticos. Esta asfixia ha sido uno de los vectores de la idea de Vásconez sobre la ciudad, un sitio alejado geográficamente del mar e históricamente apartado de toda idea de civilización.  El Quito que pinta Vásconez parece una ciudad fantasma, cuyos habitantes (que no siempre son capitanes de sus destinos) también caminan y viven con formas espectrales:

“En la agitación permanente de las calles durante el día, en la amenaza apenas iluminada por la luna durante las azules y cristalinas noches de verano, la ciudad parecía haberse llenado de rumores y sombras. Era como si sus habitantes hubieran sufrido una colisión o estuviesen amenazados por la inminente erupción del volcán.” (Pág.49) “En muchas partes, pero especialmente en las zonas cercanas a la papelería, la ciudad era tan sombría como remota por su escasa iluminación, sobre todo en los cines, cuyos asientos parecían estar siempre vacíos, en los cafés, con sus parroquianos ateridos de frío, en las calles, tan desoladas como el rostro de las mujeres en el mercado, y en la rigidez de los hombres cuando por las noches se apresuraban a sus hogares.” (Pág. 112)

Revista Ómnibus
Pero, a pesar de todo lo dicho y argumentado, e incluso pese a las mismas intenciones de Vásconez, de sus intentos por tender puentes con su ADN más tradicional, en especial con Kafka (como quedó dicho), Hoteles del Silencio es su novela más proustiana, y Loreta es la Albertine Simonet andina de Javier Vásconez. Loreta es, pues, “…aquella joven que una tarde de lluvia vino a pararse con aire precavido delante de la papelería…Iba ataviada con un abrigo azul y tenía el pelo mojado, los ojos brillantes. No estoy seguro qué me llamó la atención de la muchacha. Probablemente fue su soledad, su desamparo, o quizá su secreta arrogancia, lo que prendió la chispa dentro de mí.” (Págs. 9-10)

Aunque el miedo, la sordidez y la soledad, puedan ser en apariencia temas principales de Hoteles, me parece que el eje está en los celos, en la relación imperfecta y repleta de sospechas que tienen Jorge Villamar (el narrador y una especie de alternativa literaria del propio Vásconez, no solamente en siglas, sino en su afición por el cine, por las papelerías, por las revistas y por poetas como Cernuda, Cavafis o Góngora). Son los celos proustianos producto de la imaginación “…que es la facultad reina en el proceso de enamorarse, el deseo y los celos forman la triada del amor proustiano. Fuerzas, sobre todo el deseo y los celos, peligrosas, capaces de hacer un gran daño al amante…” de acuerdo con el análisis de Estela Ocampo (“Cinco Lecciones de Amor Proustiano”, Madrid, 2006, Siruela, Pág. 94)

Así, el punto de tensión en Hoteles del Silencio está en el síndrome de mujer no poseída de Jorge Villamar con respecto a Loreta ya que, aunque la pueda haber tenido físicamente, la misión de Loreta es otra: reencontrase con su antiguo amante; y la paranoia de Villamar es otra: nutre su deseo al imaginar a Loreta en brazos de otros hombres, en camas de otros hoteles. Si la relación no es perfecta, el pacto tácito sí lo es: ella puede encontrar protección y cierta estabilidad y él la posibilidad de cuidarla y de fantasear.  Es acá donde cierra el círculo de Vásconez, esa órbita en la que giran, en ningún orden en particular, el Quito que dejó de tener sentido después de la avenida Colón, los distintos e impersonales hoteles que parecen flotar en las páginas de las novelas, el miedo en la ciudad por la ola de robo de niños.

Hoteles del Silencio es su novela más redonda y al tiempo más cinematográfica. A ratos da la impresión de que, al menos de momento, Vásconez no está tan interesado en jugar con los tiempos y que su verdadero propósito es, esta vez, la integridad del relato, cierto esfuerzo por lo lineal, y por lo tanto recurrir al pasado y a los flashbacks solo con el objeto de armar una catedral más completa.  

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