Diego Pérez Ordóñez
En Hoteles del Silencio (Pre-Textos, 2016)
Javier Vásconez (Quito, 1946) lucha cuerpo a cuerpo con los demonios que lo han
atormentado desde tiempos inmemoriales. Hay que suponer que son los mismos diablos
a los que él ha dado alas por décadas, demonios que ha podado cuidadosa y
milimétricamente. Las mismas criaturas que él mismo ha dibujado y reinventado libro
a libro.
En
este sentido Hoteles es un eslabón
más – un vaso comunicante adicional, en realidad- con el resto del cosmos de
Vásconez, con el universo que venía a la cola: los gatos que ronronean cada
cierto número de páginas, los perros callejeros que abundan por las calles, la
epilepsia como amenaza invariable, la sombra del padre, la presencia constante
y amenazante del miedo, por supuesto. Hoteles
del Silencio es, pues, una vuelta de tuerca apretada, un cilindro más que
Vásconez ha añadido a una bien engrasada y calibrada máquina literaria.
También
están sus ambientes clásicos y conocidos, como las luces mortecinas y
amortiguadas, los cuartos de hotel con ropa de cama sucia y raída, unos bares
de mala muerte frecuentados por prostitutas ávidas de anfetaminas, agentes de
policía y hasta por un atildado y elegante abogado con zapatos de gamuza. No
falta tampoco el árbol genealógico del que a Vásconez le gustaría alardear:
siempre está presente William Faulkner, con sus narradores poco fiables y con
su agudeza sicológica. Las escenas sórdidas y alicaídas de Juan Carlos Onetti,
planificadas con técnica y maestría. O los fuegos artificiales de Juan Benet:
las frases circulares que se despliegan como serpentinas, las descripciones
cartográficas de la ciudad, como una suerte de guiño de ojo a Región. Pero esta
vez el homenaje mayor y explícito es a
Kafka:
“Una noche mi padre fue rescatado del
aislamiento en que vivía. Se le acercó un tal Gregorio Samsa, cuyo origen era
incierto – los otros lo llamaban Oruga- y le habló con aire irascible,
deslenguado, sin disimular su desprecio por su actitud pasiva, aunque después
mantuvo contacto con él… En otro sueño, en otras latitudes, Gregorio Samsa
habría sido un insecto. Era algo que desconcertaba a mi padre, esa capacidad
casi natural del Oruga de contarlo todo, de hablar interminablemente sentado
sobre un cajón, como si hablar fuera tan natural como recoger botellas.” (Págs.
176-177)
Flickiver |
En esta
novela también queda perfeccionada la
ideología territorial de Vásconez, su particular soberanía literaria – porque
se trata de su visión única y particular de Quito- su planificación de una ciudad gris y
opresiva, trasversal no solo a Hoteles
del Silencio sino a prácticamente a todo lo que ha escrito. Es que en Hoteles Vásconez ha amaestrado (le ha
tardado cuatro décadas) su planificación particular de una ciudad parroquial y timorata
en la que parece no parar de llover un minuto – uno de sus lectores me comentó
hace poco que a Javier Vásconez hay que leerlo con paraguas en mano- vigilada y
amenazada constantemente por un volcán que lo tutela todo.
Es, el Quito de
Vásconez, una ciudad de la que siempre hay que huir, una especie de sitio transitorio
del que todos los personajes quieren migrar, que lleva a la mente a pensar en
los cafés y bares de copas de Madrid, a los viejos puentes de Praga, al malecón
de La Habana o a la estruendosa magnificencia de México. El Quito de Vásconez
es una ciudad que te expulsa, a pesar de la aparente amistad de los arupos, de
los cholanes, de los fresnos, de las araucarias o de los geranios rojos y blancos.
Una ciudad no apta para flâneurs -ni siquiera tiene aceras regulares- y especialmente
diseñada para enloquecer a estetas neuróticos. Esta asfixia ha sido uno de los
vectores de la idea de Vásconez sobre la ciudad, un sitio alejado
geográficamente del mar e históricamente apartado de toda idea de civilización. El
Quito que pinta Vásconez parece una ciudad fantasma, cuyos habitantes (que no
siempre son capitanes de sus destinos) también caminan y viven con formas
espectrales:
“En la agitación permanente de las calles
durante el día, en la amenaza apenas iluminada por la luna durante las azules y
cristalinas noches de verano, la ciudad parecía haberse llenado de rumores y
sombras. Era como si sus habitantes hubieran sufrido una colisión o estuviesen
amenazados por la inminente erupción del volcán.” (Pág.49)
“En muchas partes, pero especialmente
en las zonas cercanas a la papelería, la ciudad era tan sombría como remota por
su escasa iluminación, sobre todo en los cines, cuyos asientos parecían estar
siempre vacíos, en los cafés, con sus parroquianos ateridos de frío, en las
calles, tan desoladas como el rostro de las mujeres en el mercado, y en la rigidez
de los hombres cuando por las noches se apresuraban a sus hogares.” (Pág.
112)
Revista Ómnibus |
Pero,
a pesar de todo lo dicho y argumentado, e incluso pese a las mismas intenciones
de Vásconez, de sus intentos por tender puentes con su ADN más tradicional, en
especial con Kafka (como quedó dicho), Hoteles
del Silencio es su novela más proustiana,
y Loreta es la Albertine Simonet andina de Javier Vásconez. Loreta es, pues, “…aquella joven que una tarde de lluvia vino
a pararse con aire precavido delante de la papelería…Iba ataviada con un abrigo
azul y tenía el pelo mojado, los ojos brillantes. No estoy seguro qué me llamó
la atención de la muchacha. Probablemente fue su soledad, su desamparo, o quizá
su secreta arrogancia, lo que prendió la chispa dentro de mí.” (Págs.
9-10)
Aunque
el miedo, la sordidez y la soledad, puedan ser en apariencia temas principales
de Hoteles, me parece que el eje está
en los celos, en la relación imperfecta y repleta de sospechas que tienen Jorge
Villamar (el narrador y una especie de alternativa literaria del propio
Vásconez, no solamente en siglas, sino en su afición por el cine, por las
papelerías, por las revistas y por poetas como Cernuda, Cavafis o Góngora). Son
los celos proustianos producto de la imaginación “…que es la facultad reina en el proceso de enamorarse, el deseo y los
celos forman la triada del amor proustiano. Fuerzas, sobre todo el deseo y los
celos, peligrosas, capaces de hacer un gran daño al amante…” de acuerdo con
el análisis de Estela Ocampo (“Cinco Lecciones de Amor Proustiano”,
Madrid, 2006, Siruela, Pág. 94)
Así, el
punto de tensión en Hoteles del Silencio está
en el síndrome de mujer no poseída de Jorge Villamar con respecto a Loreta ya
que, aunque la pueda haber tenido físicamente, la misión de Loreta es otra:
reencontrase con su antiguo amante; y la paranoia de Villamar es otra: nutre su
deseo al imaginar a Loreta en brazos de otros hombres, en camas de otros
hoteles. Si la relación no es perfecta, el pacto tácito sí lo es: ella puede
encontrar protección y cierta estabilidad y él la posibilidad de cuidarla y de
fantasear. Es acá donde cierra el
círculo de Vásconez, esa órbita en la que giran, en ningún orden en particular,
el Quito que dejó de tener sentido después de la avenida Colón, los distintos e
impersonales hoteles que parecen flotar en las páginas de las novelas, el miedo
en la ciudad por la ola de robo de niños.
Hoteles del Silencio es su
novela más redonda y al tiempo más cinematográfica. A ratos da la impresión de
que, al menos de momento, Vásconez no está tan interesado en jugar con los tiempos
y que su verdadero propósito es, esta vez, la integridad del relato, cierto
esfuerzo por lo lineal, y por lo tanto recurrir al pasado y a los flashbacks solo con el objeto de armar
una catedral más completa.
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