Diego Pérez Ordóñez
La
principal virtud de Bob Dylan ha sido aferrarse a su anacronismo. De este modo
se ha mantenido alejado de todas las modas y tendencias y ha sobrevivido, con
su voz gangosa y nasal, a Woodstock, a la guerra de Vietnam, al final de la
Guerra Fría, a la era de la digitalización absoluta y a la hipermodernidad, por
lo menos. Con más de medio siglo de carrera a cuestas, Dylan continúa tocando y
grabando como si el tiempo no hubiera pasado ni hecho mella: a ratos canciones
trufadas de blues, algo de rockabilly aquí y allá, rocanrol frontal
casi siempre. Sin distinción de bogas o escuelas, Dylan honra, disco a disco,
noche a noche, una de las grandes aportaciones de la cultura estadounidense: la
música popular. Dylan no ha sentido la necesidad de cambiar o de adaptarse a
circunstancia alguna. Dylan parece ser ajeno al tiempo, el único capaz de
mearse en la sopa del rey.
Solo
en dos ocasiones – se me ocurre- Bob Dylan ha coqueteado con la innovación:
cuando sorprendió a la audiencia del Newport Folk Festival de 1965 al tocar un set eléctrico, encabezado por Like a Rolling Stone, uno de sus varios
himnos. Después de deslumbrar en los festivales anteriores (1963 y 1964) con
repertorios acústicos (y de ser considerado como la nueva figura del movimiento
folclórico) Dylan, flanqueado por Mike Bloomfield en guitarra y por Al Kooper en
órgano, martirizó a buena parte de la audiencia con su repertorio eléctrico,
encabezado por la estridente Maggie´s
Farm. Los estudiosos dicen que esa noche Bob Dylan electrificó a la mitad
del público y que electrocutó a la otra mitad.
La
otra ocasión fue cuando Dylan, ya decidido a cruzar el espejo hacia el lado
eléctrico, empezó a tocar en dos partes: la primera folk (solo él y una guitarra) y la segunda rock, acompañado de una banda. En uno de esos conciertos mixtos, en
Newcastle upon Tyne, uno de los asistentes (en el silencio entre canción y
canción) le gritó “Judas”. Él le contestó ordenándole a su banda que tocara la
misma Like a Rolling Stone en
modalidad fucking loud. E incluso en
estos casos es discutible si Dylan estaba en verdad flirteando con la
innovación o más bien, como ha sido característico a lo largo de su carrera, cautivando
más bien con la provocación, como cuando toca sin hablar con el público, o como
cuando se niega a ser entrevistado. Casi siempre resulta muy difícil distinguir
al Dylan sedicioso del Dylan creador.
Una cuestión sangrienta
Y
más allá de que se el mismo Dylan se pregunte si no es “…un trovador de los años sesenta, una reliquia del folk-rock, un
artífice de la palabra de días pasados, un falso jefe de estado de un lugar que
nadie conoce.” (En Chronicles,
primer volumen, Nueva York, Simon & Schuster, 2004, Pág. 147. Mi traducción.)
yo me quedo con el Bob Dylan de Blood on the Tracks (1975), su álbum más
introspectivo y, de sus obras maestras, en mi opinión, la más redonda y la más
completa. Es que Blood on the Tracks es,
de principio a fin, una verdadera borrasca de sentimientos, una mirada
privilegiada al mundo interior de Dylan en épocas del desmoronamiento
emocional. Aunque el propio Dylan nos quiera guiar por otros caminos cuando en
sus memorias, Chronicles, insinúa que
se basó en los cuentos de Chéjov para componer las letras, su hijo Jakob lo
desmiente cuando asegura que en Blood on
the Tracks son sus padres quienes están hablando.
British Journal of Photography |
Y,
sí, Dylan casi siempre insinúa en vez de afirmar: nos trata de llevar por otros
caminos, por zonas grises, por los vericuetos del doble sentido. A veces parece
que goza con ser críptico, con dejar implícito lo que para todos suena
evidente. Y, también, esa es la diferencia elemental con Blood on the Tracks: se
trata de un disco en carne viva, de un ejercicio doloroso, de canciones
confesionales -aunque él lo niegue- que sondean en los territorios del desamor,
de los celos, de heridas que no cierran.
Desde
hace mucho tiempo me fascina (y por épocas, cuando escucho el disco con obstinación
y de arriba abajo) la quietud de Blood on
the Tracks, el hecho de que se trate de un trabajo tan callado, tan íntimo,
tan en clave de arrepentimiento. Pero es al mismo tiempo una obra maestra de la
amargura y del dolor: Blood on the Tracks
es el disco de lucidez melancólica por encima de todo. Y es un clásico en el que se puede encontrar
nuevos matices y tonalidades en cada escucha. Un clásico, en teoría de Simon
Leys, proclive siempre a nuevas interpretaciones, a nuevos desarrollos: “Con el paso del tiempo, estos comentarios,
glosas e interpretaciones forman una serie de capas, depósitos, acreencias y
aluviones, que se acumulan, acrecientan y superponen, como las arenas y los
sedimentos de un río cenagoso. Un clásico permite usos innumerables y también
malos usos, interpretaciones y tergiversaciones; es un texto que sigue
creciendo (se puede deformar, o enriquecer) y, sin embargo, conserva su
identidad nuclear, aunque su forma original ya no pueda recuperarse plenamente.”
(En Breviario de Ideas Inútiles,
Barcelona, Acantilado, 2016, Págs. 251-2).
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