Diego Pérez Ordóñez
Hoy le doy toda la razón a quien alguna vez
me dijo, en las discusiones típicas de una larga noche etílica, que Tom Waits
es como el sushi. Es decir, al principio te repelen su crudeza y su ferocidad y
luego corres a la refrigeradora a buscar una cerveza fría y espumante. Así, Tom
Waits (California, 1949) ha ido cultivando un puesto en la historia del rock
sobre la base de una fórmula secreta que contiene gruñidos y rugidos en
combinación con la trabajada facha de un mendigo ilustrado y, sobre todo, que
rebusca y explora las profundas raíces de lo más eminente y relevante de la
música occidental: el blues, el jazz, el soul y el pop. Pero lo de Waits, a
decir verdad, no es solamente extravagancia, sino que escucharlo da la
sensación de entrar a codazos a una fuliginosa cantina, de instalarse laboriosamente
en la barra y pedir un whisky de malta tras otro, de ver cómo los tahúres
juegan billar y apuestan a las cartas, de esperar que salgan a resplandecer los
puñales y los puñetes en cualquier momento. Lo de Waits es la música de
nocturnidad, de desvelo y sin ambigüedades. Tom Waits te toma del cuello y
busca la yugular. Pero al tiempo lo es –su música, claro- de detalles, de darse
cuenta de nuevas pinceladas con cada escucha y con cada vuelta del disco, de
reparar en la letra, de rascarse la cabeza y admirarlo. De repetir la rutina.
Fuente: www.lamanufacturera.com |
También, me parece, hay que dejarse empujar
por su aptitud de iconoclasta sin contornos, por su capacidad de extasiar y por
su vocación de contar historias de perdedores, marginales, putas y fulleros de
toda estofa. Poco más atrás de su voz ruda y empapada en alcohol hay un tipo
entrañable, un personaje fantástico y que asombra persistentemente. Y a las
espaldas de su estampa de “clochard” hay un compositor reflexivo, un artista
dedicado y un esteta en plena forma. Detrás del aparente disparate hay un
virtuoso. Cuando llevamos los vasos de vuelta a la cocina y los vaciamos ceniceros
viene un innovador y un profundo conocedor de la poesía “beat”. Y cuando Tom Waits apaga las luces del estudio
de grabación y cuelga el micrófono, se pone, casi con la misma naturalidad, el
sombrero de actor y salta a las tablas.
La sugestión de Waits – o del personaje que
él se encapriche en simbolizar de tiempo en tiempo- aumenta con el carácter
ecléctico de su trabajo, que puede indagar en las fronteras de la pesadilla en
un momento dado, para luego flirtear con la mayor delicadeza y, las más de las
veces, vaciarse en los dominios de la agudeza y del ingenio. Sí, claro, en este
punto habrá que concluir que no hay un solo Tom Waits sino muchos, a su propia
imagen y semejanza, a su propio antojo, a los vaivenes de su exquisita índole.
Publicado originalmente como columna en El Comercio (Quito) en marzo de 2012.
Publicado originalmente como columna en El Comercio (Quito) en marzo de 2012.
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