Diego
Pérez Ordóñez
Porque,
más allá de los lugares comunes sobre la pasión de multitudes y sobre la
rivalidad, el fútbol destila adrenalina y algunas otras hormonas
neurotransmisoras, nos permite gritar libremente y sin parecer idiotas, nos
incita a cerrar los puños y a cantar victoria unos días, a comernos las uñas y
a tragar saliva otros, a parecer y actuar como niños cuando el equipo gana y a
volver a la realidad de ser unos adultos mal genios, amargados y preocupados
cuando el equipo pierde. Porque el fútbol nos hace viajar con furia por las
cumbres y por los valles (a veces en cuestión de minutos) porque nos convierte
en más amigos de los amigos y porque aporta siempre encendidos temas de
conversación, indistintamente y todos los días, en un cafetín de Buenos Aires
con unas masitas, en una calle paulista con guaraná, en una mesa de café
parisiense con un espresso, en las escarchas moscovitas a punta de vodka o
caminando hacia la plaza Tiananmen.
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Porque
aunque Borges lo considerara en su tiempo una estupidez inglesa (otras
estupideces inglesas incluyen el parlamentarismo, la división del poder y a un
tal William Shakespeare) el fútbol aporta indudables vasos comunicantes con lo
artístico y con lo sublime. Porque Camus y Nabokov eran arqueros (el ruso
incluso afirmaba que el trabajo de portero es como el
de “un mártir, un saco de arena o un penitente”), porque para Pasolini el mejor
poeta del año es siempre un goleador. Porque hay pocas cosas más gloriosas que
un golazo, seguido por los rugidos furiosos desde una grada que tiembla y
trepida, por el llamado de los tambores y por el espectáculo de las banderas y
los cánticos. Más que una bomba atómica, que un golpe de Estado, que un
discurso trastornado de algún
politicastro, el gol tiene el poder de detener el tráfico, de generar delirio
en los ganadores y ofuscación en los perdedores: el planeta entero, aunque sea por
segundos, deja de girar sobre su propio eje.
Porque el fútbol es un padre que
entra con sus hijos al estadio todos los domingos, pero que previamente los ha
aleccionado –catequizado es la palabra más precisa- en los colores del equipo,
en la divisa, en las canciones y en los insultos de rigor, en las riquezas del
lenguaje procaz que asusta a profesores y psicólogos, en el ímpetu y en el
empuje. Porque el fútbol es estar sentado sobre una jaba de cerveza y frente a
una televisión, con la mente puesta en el césped y únicamente en la cancha: los
dedos cruzados. Porque el fútbol es también un ceviche bien limonoso, o un
arroz con concha, mientras se sintoniza la radio. Por todo lo argumentado
líneas atrás, y por todo lo que no entra en esta decadente columna dominical
carente de lectores, amo el fútbol.
Columna aparecida en El Comercio (Quito) el 29 de abril de 2012.
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