Diego
Pérez Ordóñez
La atracción de “El Último Encuentro”, la
magistral novela del húngaro Sándor Márai (1900-1989), reside en su milimétrico
y deliberado anacronismo, en su descubrimiento póstumo como una especie de
pieza de museo, en su carácter de privilegiado vistazo íntimo a un mundo lejano,
extravagante y extinguido.
Al final del día la trama de esta obra
literaria no parece tener mayor interés: la historia de un viejo general
patricio, que vive aislado en un rancio pabellón de caza en Hungría, a la
espera de la llegada –algún día- de quien fue su mejor amigo. Este pasado mejor
amigo, con quien fue criado y al que el general acogió en su magnífica casa a
pesar de las diferencias sociales, aparentemente tuvo líos amatorios con la
mujer del aristócrata a quien, también aparentemente, intentó asesinar durante
una partida de caza. Sí, “El Último Encuentro” no es una novela de acción ni de
suspenso ni de grandes emociones. Es, en cambio, un monumento al estilo y al
arte de la escritura, al espesor de los modos literarios, a la medición celosa
de los ritmos, al poder de la evocación. Sin embargo, hay que admitirlo, la
supuestamente insípida trama encierra una novela corta pero dura, cuyos ejes
son el valor de la amistad, la traición y el coste de la lealtad.
De
vuelta al pasado
Y también está, claro, el anacronismo. Es que
el principal testigo de la trama es un viejo pabellón de caza en Hungría,
rodeado por antiguos bosques y en pie desde antes de la Revolución Francesa,
cuyas anchas paredes son custodias de las sagas familiares: “La mansión lo comprendía todo, como una
enorme tumba de piedra tallada donde se desmoronan los restos de varias
generaciones y se deshacen las vestimentas de seda gris y paño negro de las
mujeres y de los hombres de antaño. Comprendía también el silencio como si éste
fuera un preso fervoroso y creyente que se va muriendo poco a poco en el fondo
del calabozo, dejándose crecer una larga barba sobre sus trapos y harapos,
recostado en un montón de paja podrida. Comprendía también los recuerdos, la
memoria de los muertos que se ocultaban en los recovecos de las habitaciones,
unos recuerdos que crecían como hongos, como el moho, que se multiplicaban como
los murciélagos, como las ratas o como los insectos en los sótanos húmedos de
las casas demasiado antiguas.” (Uso la tercera edición,
Barcelona, Salamandra, 2003. Pg. 29)
El recurso de la casa solariega como testigo
silencioso del ocaso. La herramienta del viejo palacete como albergue de mundos
que ya no están es una técnica que Márai comparte con por lo menos tres de sus
colegas: Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cuya obra póstuma “Il Gattopardo”
también está localizada en dos espléndidas casas sicilianas, con el portugués
António Lobo Antunes, que también usa como protagonista de “Tratado de las
Pasiones del Alma” a una casa patricia, o con el porteño Manuel Mújica Lainez,
detalloso retratista del paso de las generaciones en una finca de la anticuada Buenos
Aires.
Fuente: www.mrsbesmporium.com |
En el caso de Márai, sin embargo, la vieja mansión
(que ha pasado de padres a hijos desde hace doscientos años) tiene sus exotismos
orientales, como el ama de llaves de noventa y tantos años que a su vez fue
nodriza del protagonista principal, los servidores de librea de gala, los
floreros de cristal de roca, las paredes atestadas de cuadros con marco dorado,
las habitaciones abovedadas, el landó con pescante y todo, sirvientes a prueba
de fuego (un montero, un administrador, un cocinero), atrás de los montes
Cárpatos. Se trata, por tanto, de un palacete en uno de esos lugares de implantación
política flotante, de uno de esos parajes aislados, reacios a la civilización
occidental y al urbanismo, que suelen cambiar de manos con cada guerra, con
cada capitulación, con cada nuevo tratado de paz. En uno de los pasajes de la
tensa cena – a la que volveremos en un rato- Konrád, el invitado y presunto
amante de la mujer del anciano general se queja con amargura de que “Mi patria dejó de existir. Se descompuso. Mi patria era Polonia,
Viena, esta casa y el cuartel militar de la ciudad, Galitzia y Chopin. ¿Qué
queda de todo aquello? Lo que lo mantenía todo unido, esa argamasa secreta, ya
no existe. Todo se ha deshecho, se cayó a pedazos. Mi patria era un
sentimiento. Ese sentimiento resultó herido. En momentos así, hay que partir.” (Pág.
92)
Literatura
apátrida
Así, igual que en los casos de varios viejos
maestros del siglo veinte, la de Márai es la literatura del desarraigo, de la
carencia de identidad geográfica y política, a lo Nabokov, a lo Beckett.
Literatura apátrida, del alejamiento. En este aspecto nadie más cercano a Márai
que Gregor von Rezzori, otro esteta, otro perito de la añoranza y de los
parajes orientales: “La Bucovina y
Galitzia pertenecieron al imperio austrohúngaro hasta su desmoronamiento en
1919. A partir de entonces, la Bucovina pasó a formar parte de Rumania, y
Galitzia se reintegró a Polonia…Rumania, mi tierra campesina de entonces, se ha
convertido en un país con un proletariado con conciencia de clase, esto matiza
un poco el cuadro, pero es la misma tierra en la que nací y viví, la tierra que
amé y soñé durante cuarenta años…” (“Memorias de un
Antisemita”, Barcelona, Anagrama, 2009, Págs. 531 y 613) Igual
que en el caso de Von Rezzori una de las atracciones de Márai anida en su
orientalismo, en la excentricidad de un pabellón de caza –un arte en desuso,
políticamente incorrecto- en las florestas de los Cárpatos, donde el tiempo
tarda en llegar y también donde los cambios políticos suceden con vértigo. En
este aspecto, en la refracción al cambio, el general de Sándor Márai precede al
príncipe Salina de Lampedusa: ambos adustos, ambos escépticos frente a los
avances, ambos fines de raza. Sicilia y Hungría comparten códigos: regiones
abandonadas por las metrópolis, grandes extensiones de terreno, costumbres de
antaño, vinos añejos, arañas de cristal que cuelgan del techo. Es como si sus
autores habrían, en efecto, querido fotografiar los últimos minutos de la caída,
la arqueología del pasado esplendor.
Fuente: www.anacrespodeluna.blogspot.com |
Véanla y llámenla como quieran. Arte del
alejamiento. Literatura del exilio. Desplome de imperios. En todo caso, la de
Sándor Márai (y “El Último Encuentro” en particular) es materia prima del
extrañamiento, de la carencia de un mapa moderadamente estable. Piensen en que Kassa,
la ciudad donde Márai nació en 1900, perteneció originalmente al imperio
austrohúngaro, pasó a la efímera República Eslovaca del Este tras la paz de
Versalles, pasó por un tiempo a soberanía checoslovaca, formó parte de Hungría,
fue bombardeada por los soviéticos, ocupada por los nazis, anexada al Pacto de
Varsovia y, finalmente, hoy es la segunda ciudad en importancia de Eslovaquia.
Por eso, a diferencia de sus mencionados colegas Nabokov (maestro de la lengua
inglesa) y de Beckett, estilista del francés, Márai se refugió en el húngaro,
uno de los idiomas menos hablados del mundo. Como advierte Salvador Bueno: “El idioma húngaro no tiene relación alguna
con las lenguas vecinas, las germanas, eslavas o latinas; pertenece a la
familia de los idiomas fino-ungrios y el más conocido pariente suyo, aunque no
muy cercano, es el finlandés…No existe –apunta- otra literatura europea que pueda mostrar más evidentemente sus lazos
y relaciones con la historia política y social que las letras húngaras.” (En
“Hungría en sus Cuentos del Siglo XX”, Budapest, Comisión Nacional Húngara para
la UNESCO, 1972, Pág. 5) Así,
Sándor Márai se llevó consigo la lengua húngara a su autodecretado exilio (en
vista de que su biblioteca de alrededor de 6.000 volúmenes cayó en el cañoneo),
que incluyó Suiza, Italia, Estados Unidos, hasta que se voló los sesos en San
Diego, California, a poco de que su país recuperara la independencia y las
elecciones libres. En 1943, en la cima de su fama, Márai escribió en sus
diarios: “Irme de aquí, en cuanto pueda,
si todavía estoy vivo, si aún tengo fuerzas y la posibilidad de hacerlo, irme
de aquí. Escribir en húngaro, contribuir a la cultura nacional húngara pero
fuera de aquí. Lejos de aquí.” (Zeltner, Ernö, “Sándor
Márai”, Valencia, Universitat de Valencia, 2007, Pág. 121)
El
menú de la noche: Pommard, trucha y
frutas del invernadero
Aunque Márai la considerara una de sus obras
menores, en “El Último Encuentro” están varias de las claves artísticas de su
literatura: el valor de la palabra dada, el mérito del honor, la casa como
solar, la conciencia de clase, el movimiento de fronteras o la prevalencia del
estilo sobre la trama. Cuando el futuro general (Henrik) y Konrád cursaron la
academia militar en Viena, por ejemplo:
“Ellos
supieron, desde el primer momento que su encuentro prevalecería durante toda su
vida…Henrik aprendía todo con facilidad. Konrád tenía dificultades, pero
retenía todo lo aprendido de una manera desesperada, con codicia, como si
supiera que aquello era su único tesoro en el mundo. Henrik se desenvolvía con
facilidad entre los demás, sin prestarles atención, con superioridad, como
alguien que ya no se sorprende con nada; Konrád se comportaba con mayor
rigidez, respetando siempre las normas vigentes.” Se trata, como se ve, de una amistad
inmemorial, a pesar de las diferencias de carácter (el general, evidentemente,
destinado a ser soldado, su amigo, un oficial interesado por la música y por
las artes) y sobre todo por las distancias sociales. Cuando, un día visitan a
los padres de Konrád en Galitzia, la escena es la siguiente:
“La
primera noche, después de una cena copiosa, con carnes grasientas y vinos
olorosos y fuertes – que el padre de Konrád, viejo empleado del Estado, y la
madre polaca, melancólica y maquillada con colores vivos, morados y rojos, como
una cacatúa, servían con una excitación devota y triste en aquella casa de
aspecto pobre, como si la felicidad de aquel hijo al que veían poco dependiese
de la calidad de los platos-, los dos jóvenes oficiales se quedaron un rato
sentados en un rincón oscuro del comedor de la fonda, decorado con palmeras
polvorientas.” Y
respecto de los esfuerzos para la financiación de su educación en Viena: “En algún lugar lejano de Polonia, en la
frontera con Rusia, existe una hacienda. Yo no la conozco. Era de mi madre. De
allí, de aquella hacienda llegaba todo: los uniformes, el dinero para la
matrícula, las entradas para el teatro…el dinero para pagar los derechos para
los exámenes, los costes del duelo que tuve que afrontar con aquel bávaro.” (Págs.
46 y 47) Se va creando, pues, una relación perversa, la de los dos
amigos de infancia –un aristócrata desahogado y un hidalgo pobrete- inicialmente
unidos por la simpatía juvenil, a la larga atraídos por la misma mujer, pero
separados por los abismos de sus mundos contrapuestos: la holgura de la vieja
mansión solariega, contrapuesta a la estrechez de medios de su compañero de
pupitre. Además, con el paso del tiempo, el general se va convirtiendo en ducho
en el arte de matar, con disciplina marcial ejercitada en la cacería, en un
militar de rango; mientras que su colega, siempre aficionado al piano (pariente
lejano de Chopin) deviene en un cultor de la belleza, en un aficionado a las
artes, en un alma sensible. De hecho, uno de los pasajes más ideales de “El
Último Encuentro”, uno de los más plenos de imágenes y de contrastes, es aquel
cuando el general va a la casa de su amigo a constatar lo que él llama su
“huida”, tras la escena en la partida de caza (y el amago de asesinato de
general):
“Tu
casa, bien lo sabes, era una obra maestra. No era grande, un salón comedor en
la planta baja y dos habitaciones en el primer piso, pero todo, absolutamente
todo, el jardín, las estancias, los muebles, todo era como la casa que se
organiza un artista. En aquel momento comprendí que de verdad eras un artista.
También comprendí lo extraño que debías de sentirte entre nosotros, entre la
gente normal. Y que quienes te habían obligado a seguir la carrera militar,
simplemente por amor y por deseo de que estuvieras por encima de ellos, habían
cometido un crimen.” (Pág. 118) Así, casi literalmente, la
mesa está servida para un ajuste de cuentas: el viejo general cartesiano, que
no le hace ascos a la sangre o al olor a pólvora, que ha vivido retirado en su
vieja casa y que ha contado cuarenta y un años y ni sé cuántos días para volver
a ver a su viejo amigo. En la otra esquina, Konrád, militar a regañadientes, pianista
dedicado que ha vuelto de varias décadas de vivir en la húmeda y fogosa
Malasia, sospechoso de ser aspirante a la mujer del general, acusado de haber
traicionado la confianza que destinaron en él cuando era joven, cuando era
pobre, cuando era un alumno cualquiera en la academia de guerra vienesa.
Fuente: www.louislatour.com |
Están listos los ingredientes de “El Último
Encuentro”: el lance verbal por el honor, la esgrima por la institución de la
lealtad, la inmutabilidad de la amistad, el valor inalterable de la palabra
empeñada, la validez de un estrechón de manos. Es decir, igual que las
fronteras de países como Hungría, Rumania o la vieja Checoslovaquia, imperios
que ya no existen, paredes que se vienen abajo, telarañas en las bibliotecas,
escaleras que crujen, habitaciones que
necesitan que alguien las aireé. Cuando
el texto avanza hacia la mitad – no es largo, unas doscientas páginas- uno
espera una especie de esgrima verbal, un encuentro de posiciones en el que
Konrád (el alma de artista) se defienda, argumente por qué encontró un espíritu
gemelo en la mujer del general, pero más bien uno se topa con un alegato
avasallador del general, casi un monólogo, una reflexión solitaria respecto de
los factores de la lealtad. El general, a la luz de las velas porque la mansión
ha sufrido un apagón (se supone que estamos en 1940) le recrimina que:
“Éramos
amigos, y esta palabra tiene unos significados cuya responsabilidad sólo la
conocen los hombres. Tienes que ser consciente de la absoluta responsabilidad
que contiene esta palabra. Éramos amigos, no compañeros, compinches, ni
camaradas. Éramos amigos y no hay nada en el mundo que pueda compensar una
amistad. Ni siquiera una pasión devoradora puede brindar tanta satisfacción
como una amistad silenciosa y discreta, para los que tienen la suerte de haber
sido tocados por su fuerza.” (Pág. 138) Y las
heridas que deja el orgullo: “Hay algo
peor que la muerte, peor que el sufrimiento…y es cuando uno pierde el amor
propio…Hay algo que duele, hiere y quema de tal manera que ni siquiera la
muerte puede extinguirlo: y es cuando una persona, o dos, hieren ese amor
propio sin el cual ya no podemos vivir una vida digna.” (Págs. 186-187)
Entre fronteras vaporosas, recuerdos agudos y
precisos, una cena de ajuste de cuentas, “El Último Encuentro” es uno de los
descubrimientos arqueológicos más deslumbrantes de las últimas décadas.