Diego
Pérez Ordóñez
Las adictivas páginas de Rubem Fonseca (Juiz
de Fora, Minas Gerais, 1925) suelen incluir una procesión de personajes de
lo más rocambolescos: prostitutas de alto vuelo que atienden a sus usuarios con
todos los detalles que el servicio al cliente exige, políticos podridos que
honran a la perfección a la industria mafiosa más importante del mundo,
empresarios e industriales de dudosa catadura moral, amantes insatisfechas que
planean crímenes atroces, coleccionistas de arte con suntuosos departamentos en
la avenida Atlántica de Copacabana, un abogado criminalista con ínfulas de
detective epicúreo y aficionado a los vinos portugueses, sicarios civilizados
(sic) que estudian y se perfeccionan en la maestría de matar, policías poco
eficaces y tímidos para el trabajo que filtran información sobre sus
investigaciones, elegantes choferes comprometidos con los delitos de sus
empleadores, señores de sociedad, bronceadas y rubias, que juegan tenis y
boxeadores del bajo mundo, complicados en apuestas y peleas arregladas, por
ejemplo. Sin embargo, lejos de ser literatura puramente policial, la obra de
Fonseca implica la verdadera arquitectura de un universo disidente, de un
universo de sutil denuncia del mundo desquiciado de hoy, del mundo delirante
por el dinero, aturdido por la política y dominado por la violencia y por el
miedo.
El
asesinato como pieza de museo
En sus intentos por cimentar una estética de
la violencia Fonseca es heredero y sucesor de Thomas de Quincey, el inglés que
publicó en el siglo XIX “Del Asesinato
Considerado Como una de las Bellas Artes”, un cáustica tentativa por darle
carácter ornamental y decorativo al delito, sobre la base de un discurso
académico ficticio pronunciado en un club de caballeros de Londres, para
analizar y ensalzar las virtudes y las características artísticas del crimen.
Una especie de sociedad de amigos de la belleza del crimen, un club temático de
esos que los ingleses adoran (no nos olvidemos que en Londres hay clubes para
viajeros, para actores, para liberales, para conservadores, para los que
sirvieron en la India y para los que juegan cricket). No tengo constancia ni
forma de probar que Fonseca haya leído a De Quincey, pero la columna vertebral
puede ser bastante parecida, darle pinceladas al crimen, encumbrarlo como una
actividad en la que la ética no necesariamente es blanca o negra, poner en
evidencia lo que pasa bajo nuestras narices pero que nos negamos a procesar. No
digo que la literatura de Fonseca sea de denuncia, realista, ni nada que se le
parezca, pero sí sostengo que una de sus claves es que él sí se atreve a decir
lo que nadie más se atreve a decir y a volcar con su mente exquisita en las
páginas.
El maestro en su hábitat |
En sus intentos por crear cuentos directos,
que te agarran por la yugular y no te sueltan, con frases cortas y punzantes,
Fonseca reclama con justicia el título de heredero de ese Chéjov tan básico e
influyente para, por ejemplo, la maquinaria creativa de Julio Ramón Ribeyro: “La lectura de Chéjov, de sus deliciosos
cuentos, ha despertado en mí una vieja veta creadora que creía agotada: la del
relato lineal, vivo, vívido sobre todo, rico en diálogo, exento de frases y de
análisis. Este fin de semana he sido invadido por un torrente de ideas que me
poseen y me fatigan. Temas para los que no veía solución literaria me han
parecido más que nunca fácilmente gobernables.” (“La
Tentación del Fracaso”, 2003, Barcelona, Seix-Barral, Pág. 163) También
es usufructuario de la economía del lenguaje de los cuentos de Hemingway, de la
ficción a veces impredecible pero siempre en dinámica, sobre la que el
estadounidense hace rato opinó que: “A
veces te sabes la historia. A veces te la inventas a medida que avanzas y no
tienes idea cómo va a salir. Todo cambia a medida que se mueve. Eso es lo que
hace al movimiento que a su vez hace el cuento. A veces el movimiento es tan
lento que parece que no lo hubiera (movimiento). Pero siempre hay cambio y siempre hay movimiento.” (En
el número 18 de “Paris Review”, Nueva York, invierno de 1958) Sí,
en los austeros y casi siempre parcos cuentos de Rubem Fonseca siempre hay
movimiento, pero se trata las más de las veces de movimiento frenético, de
movimiento delirante. Y también está la incertidumbre de la que habla
Hemingway, pero en el caso del brasileño no se trata de la clásica pregunta de
quién mató a quién, de quién es el culpable del asesinato, sino la carencia de
finales felices. No hay siquiera una fina línea entre buenos y malos. Y, claro,
esa es la incertidumbre.
Es que Rubem Fonseca utiliza ese lenguaje
corto, esas frases corrosivas, para fotografiar de mejor modo la violencia,
para agarrar de las solapas al lector y hacerle ver – sin que haya espacio alguno
para la duda o para la vacilación- que algo aterrador ha ocurrido o está por
pasar, que no hay piedad, que cualquier cosa parecida a la distinción entre lo
correcto y lo incorrecto se ha ido hace ya rato por el caño. Fíjense en la
escena inicial de Agosto, la novela
política fonsequista por definición, obra mayor que no deja áreas grises y que
dibuja la descomposición sin misericordia:
“La
muerte se consumó en una descarga de gozo y de alivio, expeliendo residuos
excrementicios y glandulares –esperma, saliva, orina, heces-. Asqueado se
apartó del cuerpo sin vida sobre la cama, al sentir su propio cuerpo
contaminado por las inmundicias expulsadas de la carne agónica del otro.” (Bogotá,
Norma, 2004, Pág. 9)
En cuatro líneas un fiel bosquejo de la muerte,
de la carne agónica del otro.
Es de mala educación apuntar |
Otra perturbadora escena de muerte:
“Una
niña de doce años de edad fue hallada muerta por unos excursionistas en la
floresta de Tijuca, en un lugar no muy distante del Alto de Boa Vista. Había
sido estrangulada, quedaban vestigios de semen en su ropa, no tenía bragas,
pero no había indicios de estupro. Los peritos de la policía calcularon que la
niña había sido muerta cerca de cuarenta y ocho horas antes. A unos dos
kilómetros del sitio donde el cuerpo fue encontrado había un colegio para niñas
pobres, regentado por monjas.” (“El
Amor de Jesús en el Corazón”, en “Historias de Amor”, Norma, Bogotá, 2001, Pág.
50)
Los
sicarios también leen
A menudo Fonseca – y este es otro aspecto de
su apuesta por la estética de la violencia- nos presenta con dilemas éticos,
nos pone frente a decisiones enredadas y trata de que cuestionemos nuestras
propias creencias. A veces los sicarios son puramente profesionales casi
liberales, proveedores de servicio que simplemente cumplen sus obligaciones
contractuales: disparan, soplan el cañón, guardan el arma, vuelven a su
departamento, abren una botella de vino, cenan, se meten a la cama con pijama y
osito, y mañana será otro día. Otras veces los sicarios actúan por causas
aparentemente justas: venganzas personales, aniquilación de personajes que son
incluso de más baja ralea que ellos, ajustes de cuentas que, en la pluma de
este señor brasileño, parecen ser de la mayor razonabilidad. Como el matón de El Seminarista (una nouvelle de 2009) que alterna sus trabajos técnicos, por así
decirlo, con lecturas de los clásicos del mundo antiguo. Encargado con matar a
un rival en el sicariato, conocido por sus trajes Armani, por su
deslumbramiento con los automóviles caros y por su obsesión con cultivar sus
abdominales en el gimnasio, la creación de Fonseca nos cuenta:
“Para
algunas personas, vanitas, vanitarum, et omnia vanitas, vanidad de vanidades, y
todo es vanidad, como dice el Eclesiastés. Así que un día el Despachante me
llamó y me dijo que mi próximo cliente era Janota. Nunca me interesa saber cuál
es el motivo de mis encargos. Sólo quiero mi pago…Aún tenía los dedos en la
corbata cuando le disparé en la cabeza. Una mujer que pasaba gritó asustada; el
silenciador de mi pistola es muy bueno, pero el puf llama la atención. Doblé la
primera esquina, arrojé la gorra a la cesta de la basura, tomé un taxi y me fui
al cine, función de las diez.” (Bogotá, Norma, 2010, Págs.
17 y 18)
O el sicario que se les agarra con el
dentista, solamente porque intenta cobrarle una cuenta:
“Odio
a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los
funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen
muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con
tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal
si te meto esto culo arriba? Se quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho
con el revólver empecé a aliviar mi corazón: arranqué los cajones de los
armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí a puntapiés con los
frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban. Hacer
añicos las escupideras y los motores me costó más, hasta me hice daño en las
manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces pareció a punto de
saltar sobre mí, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en
aquel barrigón lleno de mierda.
¡No
pago nada! ¡Me he hartado ya de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quien cobra!
Le
pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijoputa.” (“El
Cobrador”, Barcelona, RBA Libros, 2009, pág. 156)
Cuchillo
y tenedor
Pero es en El Gran Arte, de lejos la novela más acabada y más ambiciosa de
Fonseca, cuando el maestro pone en movimiento del modo más refinado su
propósito de enaltecer – si cabe- la violencia como forma de interesar y quizá perturbar
al lector y de llegar así a la meta con sus argumentos literarios. Y es en El Gran Arte cuando se puede ver al Fonseca
más sofisticado, al más confiado y erudito, al que va en pos de una novela de
gran escala, una novela con capas, mundos paralelos, entresijos, cuyo eje – de
la novela- parece ser el enaltecimiento del asesinato a puñaladas, del cuchillo
como herramienta correcta del crimen perfecto. En este libro se relame los
bigotes (no tiene bigotes) desplegando su erudición sin mayores aspavientos,
con total naturalidad. Cuando Fonseca escribe es como si te hablara un amigo,
con la chimenea prendida y sin apuro. Un amigo al que conoces de inmemorial.
De modo que en la concepción fonsequista del
virtuoso de los cuchillos, “Él conocía
todas las técnicas de su instrumento, era capaz de ejecutar las maniobras más
difíciles – la in-quartata, la passata soto- con inigualable habilidad, pero lo
empleaba para escribir la letra P, sólo eso, escribir la letra P en el rostro
de algunas mujeres…Dentro de la vaina de cuero está el objeto brillante, que
agarró, poniéndose en guardia, los músculos del cuerpo tenso: un entretenimiento
que se permitió, en aquel momento de euforia y de lujuria. Pero en seguida
cambió la forma de empuñar el instrumento y se sentó al lado de la mujer, en el
suelo. Cuidadosamente trazó en su rostro la letra P, que en el alfabeto de los
antiguos semitas significaba boca.” (“El Gran Arte”, Navarra,
Ed. Txalaparta, 2008, Págs. 9-10) Es decir la apropiada mezcla
entre la pericia y la crueldad extrema del cuchillero: todo un experto que
mutila la cara de sus víctimas, aparentemente por puro placer sado-maso. Hay
que tomar nota de que, aunque desde perspectivas distintas y en estilos muy separados,
Fonseca y Jorge Luis Borges comparten una pasión por el cuchillo como símbolo
de la violencia, en realidad de diversos tipos de violencia.
Es evidente que para trabajar en El Gran Arte Fonseca se documentó amplia
y profundamente en el oficio del cuchillo y en su valor como objeto, en muchos
casos como un fetiche. Hay una escena en la que nuestro personaje de hoy desarrolla
sus conocimientos, cuando un ex militar adiestra a Mandrake: “Bowie. Ka-Bar. Loveless. Randall. Mark III.
Joyas. Preciosidades que nadie tiene. La hoja del Bowie es una Sheffield auténtica,
endurecida a mil setecientos cuarenta grados Fahrenheit. Doble forja. Afilada a
mano en la muela. No existe nada mejor, en ninguna parte del mundo.” Y
sigue, sobre la pericia de acuchillar a alguien: “Hay quien sostiene el cuchillo y golpea con él como si tuviese en la
mano un martillo. Nunca lo hagas. Tampoco lo uses como si fuese el pincho del
hielo, a no ser que el blanco sea el corazón de un individuo acostado. El
cuchillo debe ser empuñado con el pulgar aplastado, apoyado en la parte
superior del mango, a la altura de la articulación de la falange con la
falangeta del dedo índice. Observa estos movimientos.”
En lo relacionado a la maña misma de darle
muerte con eficacia al contrincante: “Un
especialista busca las arterias…La carótida, explicó, es siempre fácil de
alcanzar. Un corte de tres centímetros de profundidad hace que el individuo
pierda la conciencia en pocos segundos. La vena favorita de Hermes era la
subclavia. La perforación tenía que ser de seis centímetros, era una arteria
que no debía ser buscada en la lucha con un adversario difícil, ya que para
llegar a ella hay que empuñar el cuchillo de una forma poco manejable. Al ser
alcanzada, la sangre irrumpía en un chorro imparable, fuerte como la manguera
de un bombero, uno perdía la conciencia en dos segundos y la muerte sobrevenía
en el tercero.” (“El Gran Arte”…Pags. 101-102)
Ah, y
un consejo final: “Quédate con él en la
mano lo más que puedas. Acostúmbrate a él como si fuera una prolongación de tu brazo.
Mantenlo siempre apretado, el puño cerrado. No arquees el pulgar. Conserva la
hoja en línea con el antebrazo.” (“El Gran Arte”…Pags.
103-106)
Libertad,
igualdad, sexualidad
Cambio de tercio. Otro de los temas vitales
en la construcción del mundo de Fonseca es el sexo, no solamente la libertad
sexual, sino el uso del sexo en casi todas sus dimensiones: como herramienta
política, como vehículo de placeres, como mecánica de extorsión o como modo de
humillación y de sometimiento. En las páginas de este autor brasileño los
personajes tienen distinta relación con el sexo, las putas que lo usan como
mercancía, los políticos como forma de vaciar su poder, los sátiros como
patología y así.
En el universo sexual de Fonseca la estrella que más brilla es Mandrake, el naturalmente poligámico abogado con empaques de investigador privado: “Me fui a la cama con Angélica. Qué placentero es hacer el amor con una mujer que no es un animal doméstico, como una puta o un ama de casa, sino una mujer soberana, con ideas propias y que se comporta de acuerdo a su conciencia libre, que no se somete a las prohibiciones que las mujeres siempre han sufrido en lo que toca a poder usar todas las partes de su cuerpo como fuente de placer sexual…” Casi un alegato a favor del sexo recreativo, seguido de la mala leche clásica fonsequiana: “La única cosa molesta es que a ella le gusta dormir abrazada a mí, cuando trato de soltarme me aprieta todavía más, duce que tiene pesadillas todas las noches, pero, cuando duerme conmigo, si me abraza, la pesadilla se desvanece o se convierte en un bonito sueño…” (“Mandrake, la Biblia y el Bastón”, Bogotá, Norma, 2007, Págs. 29-30)
O traigamos a la mesa el caso de una comunidad
de fornicadores, cuyo espíritu es “…como
dijo el poeta Whitman en un poema titulado ‘A Woman Waits for Me’, el sexo
contiene todo, cuerpos, almas, significados, pruebas, purezas, delicadezas,
resultados, promulgaciones, canciones, órdenes, saludo, orgullo, misterio
maternal, leche seminal, todas las esperanzas, beneficios, donaciones y
concesiones, todas las pasiones, bellezas, delicias de la tierra.” Y
enseguida, “Como miembro de la Cofradía
de los Espadas yo creía, y todavía lo creo, que la cópula es la única cosa
importante para el ser humano. Follar es vivir, no existe nada más, como bien
lo saben los poetas.” (“La Cofradía de los Espadas”, Bogotá,
Norma, 2001, Págs. 115-116)
O quizá la nostálgica memoria del viejo Río
de Janeiro, por lo general ausente de la obra literaria de Fonseca, más bien
volcada a la ciudad contemporánea e inhabitable, plagada de delincuentes,
prostitutas, criminales y extorsionadores. Esta vez es José, mutando de niño a
joven, del que el autor se vale para pasearnos por el Río que ya no existe, por
la ciudad por la que, seguramente, el mismo Fonseca deambulaba a pie hace
décadas: “Y también estaban las mujeres
que contemplaba en las calles desde que llegó a Río y que, a pesar de su edad,
lo atraían y seducían por su belleza, con mucho más fuerza que las mujeres de
los libros. José se volvió precozmente sensible a los encantos femeninos, lo
cual puede ser explicado por Freud y sus teoría sobre la sexualidad infantil, o
quizás por Jung, como algo vinculado al inconsciente colectivo, pero
probablemente no haya ninguna relación.” (“José”, México, Cal y
Arena, 2011, Pág. 47)
Creo que ya he argumentado el punto
suficientemente: la obra de Fonseca navega con la bandera de la libertad sexual
flameando, la del sexo también como forma artística.
A pesar de su estilo mínimo –hay que decirlo
de alguna manera- la fábrica literaria de Fonseca, lograda palabra a palabra, permite
crear las imágenes del carmín de las mujeres que atienden en una casa de putas,
de los espesos ambientes de los bares de Río de Janeiro, de las tribulaciones
detrás de cada asesinato, de la mente perversa de los criminales, de los
móviles del amante. Y Fonseca logra todo
esto con el vehículo de un lenguaje simple, a bordo de un estilo que está a
kilómetros del preciosismo y a leguas de la pirotecnia verbal de Proust, de los
laberintos de Juan Benet o de las distintas y prolijas idas y venidas de Javier
Marías.
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