lunes, 9 de octubre de 2017

El pop ilustrado de Jorge Drexler

Diego Pérez Ordóñez

Bajo el pop en apariencia incondicional, accesible y -a primeras fachadas- descomplicado de Jorge Drexler (Montevideo, 1964) se ocultan, en cuclillas y esperando sacar la cabeza a la superficie en el momento adecuado, los vínculos entre los más diversos géneros y ecosistemas musicales. Redes y circuitos que unen a las distintas músicas del mundo, lo de Drexler es develar culturas y tradiciones, acoplarlas y enchufarlas.  

En el afán de cosmopolitismo de Drexler, en una noche cualquiera, en cualquiera de sus discos, pueden perfectamente superponerse y encajar el pop británico de los años sesenta – inspirado, el pop en cuestión, en la mítica Carnaby Street- con ciertas evocaciones de la ochentera movida madrileña, con su onda discotequera, o con la melancolía tanguera del Río de la Plata, en boca de Borges con resonancia de Sabato: “…toda esa tristeza del tango es lo que ha llevado a gente a afirmar que el tango es un ‘pensamiento triste que se baila’, como si la música saliera del pensamiento y no de emociones…(‘El Tango. Cuatro Conferencias’ 2ªed., Buenos Aires, Sudamericana, Pág. 41).

También pueden arbitrar las tristezas privativas del húmedo y algodonero blues de otro río glorioso, del río Mississippi (antiguo padre de las aguas), lento, oscuro y encenagado; el blues propio de su delta, con sus estuarios y bajíos, a lo largo de sus tres mil y pico de kilómetros de espeso flujo. Del mismo modo -y con seguridad en mayor medida que todos los componentes anteriores- están los ecos y los sustentos africanos y tropicales de la música brasilera: Caetano Veloso, claro, como divinidad tutelar en cada tono, en casi toda melodía, a la vuelta de cada esquina. Sobre todo, en esa empresa drexleriana de intentar un pop que fuera al mismo tiempo poético, melódico y reflexivo. Por eso, si metemos en una licuadora la fórmula musical de Jorge Drexler, obtendremos el pop panamericano por definición, con sus ríos, valles, montañas y carreteras, iglesias y alguna sinagoga importada desde Mitteleuropa.

Cuando la intención es explorar lo drexleriano es necesario hacerlo – aunque a ratos pudiera sonar exagerado- con un bien ajustado casco de minero. Esto porque sin lugar a duda la idea musical de Drexler incluye cavernosas galerías y pasadizos secretos, que te obligan a tantear de vez en cuando las paredes, a circular lentamente y agachado, a la busca de surcos y salidas. Lo aparentemente pop en el uruguayo es apenas la punta del iceberg, ya que en el mar de fondo a menudo reposan complejas estructuras arquitectónicas, afirmadas por lo que él mismo llama interferencias y disrupciones: no otra cosa que samplers, loops y recursos electrónicos, que le aportan a su concepto musical casi imperceptibles texturas y tramas. Cada canción, cada disco, a primeras vistas simples y llanos, suelen venir equipados de sus propios planos, de particulares espacios, de juegos de luces y de tinieblas.

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Sin perjuicio de todo lo anterior, de todos los experimentos del bien nutrido laboratorio de Jorge Drexler, yo me quedo a ojos cerrados con Doce Segundos de Oscuridad, su placa más reflexiva, introspectiva, sangrante y melancólica (su Blood on the Tracks de bolsillo, hay que suponer). También porque en Doce Segundos parece estar condensada la santísima trinidad drexleriana (memoria, identidad, exilio) de la mano del sentido de la pérdida. Me lo quedo, del mismo modo, por sus ruginosos dobros y por la proliferación de guitarras slide, porque es un disco único e irrepetible, una invitación a menear el dedo en cada llaga.

Me quedo con Doce Segundos de Oscuridad por su particular gustillo salobre y marino, en el sentido en que Joseph Conrad entendía la trascendencia del mar: “El amor y el pesar van cogidos de la mano en este mundo de cambios más veloces que el desplazamiento de las nubles reflejadas en el espejo del mar.” (‘El Espejo del Mar. Recuerdos e Impresiones’. 4ª. ed. Traducción de Javier Marías. Madrid, Reino de Redonda. 2012, Pág. 72) El sentido marítimo del disco está presente, como una traza, desde su primera estrofa: “Gira el haz de luz/para que se vea desde alta mar/yo buscaba el rumbo de regreso/sin poderlo encontrar” del mismo modo que en la delicada y exquisita Inoportuna: “Eran más bien los días/de arriar las velas” o en la dramática Sanar: “Las lágrimas van al cielo/y vuelven a tus ojos desde el mar.”