Diego Pérez Ordóñez
En épocas
de velocidad desenfrenada, de recurrentes urgencias diarias que te agarran por
el cuello y que no te dejan respirar, la lectura significa y representa la
pausa por definición, una especie de tregua frente a la ferocidad e ímpetu de
los tiempos. Es también, la lectura, una especie de antídoto contra los
delirios del instinto gregario: el contraveneno natural de las autofotos (selfies), el revulsivo contra el peligro
inminente de que alguien te etiquete en alguna red social al menor descuido. Leer
es ser uno mismo, manejar tu gusto, distinguirte de la bandada.
Leer
puede ser la búsqueda de un refugio de la inmediatez de lo digital, de su
inminencia y de su inevitabilidad. Leer puede ser la muralla para darle guerra
–infructuosa, claro- a la inclemencia de las épocas virtuales, a su celeridad, a
su menosprecio por la intimidad y de militar, al mismo tiempo, por la personalidad.
Leer es rebelarse a los intentos, hasta ahora plenamente exitosos, de
encajarnos en algún grupo, de meternos en alguna red nueva, de encasillarnos en
la próxima manada. Leer se constituye, por tanto, en una pequeña insubordinación
solamente para iniciados, en la construcción –arma por arma, trinchera a
trinchera- de un ejército silencioso pero militante cuyo objetivo es la
consecución del silencio. Para uno de los mariscales de ese ejército sigiloso,
George Steiner:
“A
medida que la civilización urbana e industrial asienta su dominio, el nivel de
ruido inicia un crecimiento geométrico que hoy en día raya en la locura. Para
los privilegiados, en la época clásica de la lectura, el silencio sigue siendo
una mercancía accesible, cuyo precio, sin embargo, no cesa de aumentar…El
silencio se ha convertido en un lujo. Y solo los más afortunados pueden tener
esperanzas de escapar a la invasión del pandemónium tecnológico…Los períodos de
verdadero ocio, de los que depende toda lectura seria, silenciosa y
responsable, se han convertido en patrimonio, casi en distintivo, de
universitarios e investigadores. Matamos el tiempo en vez de sentirnos a gusto dentro
de sus límites.” (‘El Silencio de los Libros”, 3ª. Ed., Madrid,
Siruela, 2015, págs. 33-35)
La
lectura es la inteligencia al natural, en plena era del desarrollo de la
inteligencia artificial. Es el doctor Freud, sentado en su despacho elucubrando
sobre una nueva teoría. Virginia Woolf inventando, a diario, el futuro de la
literatura. Es Borges, casi a tientas, en sus indagaciones entre la ficción y
la realidad. Y es, quizá por sobre todos, Montaigne en la torre de su castillo
en plena especulación sobre el sentido y la profundidad de los clásicos.
www.myraincheck.deviantart.com |
El
mismo Montaigne que, todavía desprovisto de la prosa encadenada y elegante de
los siglos posteriores, escribía que: “En
los libros busco solamente deleitarme con una honesta ocupación; o, si estudio,
no busco otra cosa que la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo y que
me enseña a morir bien y a vivir bien…Para suplir un poco la traición de mi
memoria y su defecto, tan extremo que más de una vez he vuelto a coger como
nuevos y desconocidos para mí libros que había leído minuciosamente y
emborronado con mis notas unos años antes, me he acostumbrado, desde hace algún
tiempo, a añadir al final de cada libro – es decir de aquellos de los que solo
me quiero servir una vez- el momento en que he terminado de leerlo y el juicio
que saco de él en conjunto, a fin de que esto me represente cuando menos el
aire y la idea general que había concebido sobre el autor al leerlo.” (‘Ensayos’,
Barcelona, Acantilado, 2007, Págs. 587-602)
Y así Montaigne,
desde su aislamiento, le tendió un puente a Walter Benjamin. Le ayudó (sin
saberlo, por supuesto) a crear al individuo en su soledad que Benjamin identificó,
cientos de años después, como la materia prima de la novela:
“Pero el lector de una novela está a
solas, y más que todo otro lector. (Es que hasta el que lee un poema está
dispuesto a prestarle voz a las palabras en beneficio del oyente.) En esta su
soledad, el lector de novelas se adueña de su material con mayor celo que los
demás. Está dispuesto a apropiarse de él por completo, a devorarlo, por decirlo
así. En efecto, destruye y consume el material como el fuego los leños en la
chimenea. La tensión que atraviesa la novela mucho se asemeja a la corriente de
aire que anima las llamas de la chimenea y aviva su fuego.” (En
“El Narrador”).
Porque
la lectura es, a un tiempo, la singularidad, la soledad, la serenidad. Es que
la lectura puede ser el escondite por excelencia, sobre todo en días de ira y
de furia, de la dictadura del ya y del esto-es-para-ayer, del imperio de la
automatización, del absolutismo de la conexión permanente. De las épocas en que
extraviar el teléfono inteligente
puede causar paranoias equivalentes a perder un brazo, digamos.
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