domingo, 30 de junio de 2013

Grand style: la prosa como una de las bellas artes



Diego Pérez Ordóñez

Se podría argumentar que en literatura- al menos en cierta literatura- las formas guardan precedencia y prevalencia sobre el fondo. Que la auténtica manufactura está en la prosa: en sus cuidados, en la eufonía de cada palabra (aislada y colocada en la arquitectura misma de un párrafo), en la minuciosa construcción sonora de una frase.  Es decir que el perfilado de la palabrería, su juiciosa labor de filigrana, pueden pesar más que la trama y que el desenlace.  Incluso parece lícito discutir si la belleza de la prosa, su esteticismo, son la mismísima materia prima de la literatura. La base de la discusión puede ser la eternidad de las frases de Marcel Proust, que se desdoblan como serpentinas a lo largo de siete tomos. La fraseología esponjosa y frondosa de Javier Marías, que esconde dentro de sí historias de espionaje y voyerismo. Los fuegos de artificio y la gimnasia del agudo Vladimir Nabokov o el estilo a veces tortuoso y zigzagueado de Juan Benet, que suele incluir tantos vericuetos y tanta sonoridad que invitan a pensar en cómo repiquetearía el antiguo árabe, los arranques de un idioma que ha cruzado océanos.

Y hablando de Benet: para este viejo maestro la inspiración – que también puede ser un insumo- solo cuenta cuando existe estilo de por medio. A pesar de que ambos conceptos pueden ser identificables, de que se compenetran y se complementan: “Para que esa inspiración sea verdaderamente válida, hay que reconocer que dicta en un estilo determinado que además predetermina el estilo venidero; eso es muy evidente en las composiciones líricas, que por lo general siempre tienen un valor inspirado….” (‘Ensayos de Incertidumbre’, Barcelona, 2011, Pág. 484) Y aunque a Nabokov le encantaba machacarles a sus alumnos que todo gran escritor debía tener tres facetas (la de mago, la de encantador y la de guía) y que toda novela de calado debía incluir una combinación entre la precisión poética y la instrucción científica, incluso cuando retaba a sus alumnos a leer con la columna vertebral –en vez de con los lugares comunes del cerebro y del corazón- para encontrar lo que él llamaba el estremecimiento revelador, raras veces dejaba de citar la carta de 1852 de Flaubert por la cual “Una frase verdaderamente en prosa debe ser como un verso logrado en poesía, algo que no se puede cambiar, e igual de rítmico y sonoro.(‘Curso de Literatura Europea’, traducción de Francisco Torres Oliver, Buenos Aires, Ed. Nuevo Extremo, 2010, Pág. 221) 

Fuente: Antonia

En muchos casos la prosa depurada, la ejecutada pincelada a pincelada, puede constituir lo que George Steiner llama el eco vivificador entre el libro y el lector, el intercambio vital hecho de la confianza recíproca que lleva al placer de leer. (‘Los Logócratas’, México, 2007, Fondo de Cultura Económica, Siruela, Pág. 64) Y la prosa refinada, graficada en palabras, a las que Edmund Burke, en su faceta de ensayista de la estética, atribuye tres calidades: el sonido, la representación de la pintura y la afección del alma. (‘De lo Sublime y de lo Bello’, Madrid, Alianza, 2005, Págs. 205 y siguientes)

Para muestra, unos botines

También es lícito argumentar que de los estetas de la prosa, de los artistas de la palabra, el más admirable, el que más sonoridad les da a las palabras es Juan Carlos Onetti. Fíjense apenas en este pasaje de la ‘Novia Robada’, el cuento con el que el uruguayo le guiñó el ojo a William Faulkner:

“En Santa María nada pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, lentamente apagado. Para toda la gama de sanmarianos que miraban el cielo y la tierra antes de aceptar la sinrazón adecuada del trabajo.”

Acá la maestría de Onetti para graficar la sordidez de Santa María en otoño: el sol a medio gas y en plan de retirada, la tediosa rutina del trabajo en una ciudad gris y sin destino.

O este pasaje, en el mismo plan de languidez, de “El Astillero”:

“A pesar de la luz gris, del frío, del viento que gemía en los agujeros de las chapas del techo, de la debilidad de su cuerpo hambriento, caminó, pequeño y atento, entre máquinas herrumbradas e incomprensibles, por el desfiladero que formaban las estanterías enormes, con sus nichos cuadrilongos rellenos de tornillos, bulones, gatos, tuercas, barrenas, resuelto a no ser desanimado por la soledad, por el espacio inútilmente limitado, por los ojos de las herramientas atravesados por los tallos rencorosos de las ortigas.”

O quizá este otro, en el que Onetti transita las fronteras entre las complacencias de la prosa y la sonoridad musical de la poesía:

“El viento descendía en suaves remolinos y entraba ancho, sin prisas, por un costado del galpón. Todas las palabras, incluyendo las sucias, las amenazantes y las orgullosas, eran olvidadas apenas terminaban de sonar.”

Nadie como el uruguayo para lograr su efecto literario de sordidez a través de los consorcios de palabras: las máquinas herrumbradas e incomprensibles, un desfiladero de estanterías, los nichos cuadrilongos, seguidas del viento que baja en suaves remolinos, sin prisas, que arrastra a las palabras. Lo anterior en concordancia con la vieja especulación de T.S. Eliot sobre la cadencia, sobre la clave de la musicalidad de las palabras en su punto de encrucijada, respecto de la relación de cada palabra con aquellas que las preceden y con las que de inmediato siguen y, a su vez, sobre la relación de las palabras con el contexto mismo de lo poético. La riqueza de la asociación, de la colectividad adecuada entre las palabras para lograr los efectos poéticos buscados. La búsqueda de las palabras por su grado de riqueza y por su habilidad de mezclarse adecuadamente. (‘La Música de la Poesía’ en ‘La Aventura sin Fin’, traducción de Juan Antonio Montiel, Barcelona, Lumen, 2011, Pág. 348)

Fuente: Antonia
 
¿Y qué me dicen de la prosa cálida de Carpentier, a quien el crítico Harold Bloom ha calificado como el verdadero fundador de la literatura latinoamericana contemporánea? El estilo de Carpentier destila ardor, el bochorno de una tarde en el Caribe: “Los truenos parecían romperse en aludes sobre los riscosos perfiles del Morne Rouge, rodando largamente al fondo de las barrancas, cuando los delegados de las dotaciones de la Llanura de Norte llegaron a las espesuras de Bois Caimán, enlodados hasta la cintura, temblando bajo sus camisas mojadas. Para colmo, aquella lluvia de agosto, que pasaba de tibia a fría según girara el viento, estaba apretando cada vez más desde la hora de la queda de esclavos.” (El Reino de Este Mundo) El estilo de Carpentier parece traer ecos del África, parece haber venido a bordo de los barcos esclavistas de eras coloniales hasta llegar a las tórridas aguas de estos lares, de ciudades amuralladas.

Y también las delineaciones –que coquetean con el barroquismo- de Mujica Lainez (el dandy, el esteta, el coleccionista, el traductor de Shakespeare) y su personal reinvención de la rancia Buenos Aires: “El Río de la Plata moría sobre los juncos, a los que imprimía un soñoliento vaivén en la tarde de marzo. Detrás, la barranca ascendía con ceibos y chañares. En la cumbre escasa se erguía un tala, entre cuyo ramaje los zorzales s e hostigaban con gritos destemplados.” O tal vez su descripción del estruendo de la ciudad virreinal, unas páginas más allá: “El fragor llena las calles angostas. Tan intenso es, que se diría que van a resquebrajarse los muros, a derrumbarse los techos, a volar hacia los picos nevados los frágiles balconcillos, cuando las calles, incapaces de contener el alud feroz que por ellas se vuelca, revienten en mil pedazos, hendidas. El estrépito de las pezuñas y los mugidos locos retumban en los últimos aposentos y en los patios más distantes.” (De ‘Cuentos Completos’)

El gran estilo, por lo tanto, la prosa construida y considerada como un arte soberano, como un arte con autonomía, el escritor-artista que, en idea de Umberto Eco por ejemplo, elabora con epifanías una técnica de la visión y pretende hacer las veces de un pintor.

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