Diego
Pérez Ordóñez
Se podría argumentar que en literatura- al
menos en cierta literatura- las formas guardan precedencia y prevalencia sobre
el fondo. Que la auténtica manufactura está en la prosa: en sus cuidados, en la
eufonía de cada palabra (aislada y colocada en la arquitectura misma de un
párrafo), en la minuciosa construcción sonora de una frase. Es decir que el perfilado de la palabrería, su
juiciosa labor de filigrana, pueden pesar más que la trama y que el
desenlace. Incluso parece lícito
discutir si la belleza de la prosa, su esteticismo, son la mismísima materia
prima de la literatura. La base de la discusión puede ser la eternidad de las
frases de Marcel Proust, que se desdoblan como serpentinas a lo largo de siete
tomos. La fraseología esponjosa y frondosa de Javier Marías, que esconde dentro
de sí historias de espionaje y voyerismo. Los fuegos de artificio y la gimnasia
del agudo Vladimir Nabokov o el estilo a veces tortuoso y zigzagueado de Juan
Benet, que suele incluir tantos vericuetos y tanta sonoridad que invitan a
pensar en cómo repiquetearía el antiguo árabe, los arranques de un idioma que
ha cruzado océanos.
Y hablando de Benet: para este viejo maestro
la inspiración – que también puede ser un insumo- solo cuenta cuando existe
estilo de por medio. A pesar de que ambos conceptos pueden ser identificables,
de que se compenetran y se complementan: “Para
que esa inspiración sea verdaderamente válida, hay que reconocer que dicta en
un estilo determinado que además predetermina el estilo venidero; eso es muy
evidente en las composiciones líricas, que por lo general siempre tienen un
valor inspirado….” (‘Ensayos de Incertidumbre’, Barcelona, 2011,
Pág. 484) Y aunque a Nabokov le encantaba machacarles a sus alumnos
que todo gran escritor debía tener tres facetas (la de mago, la de encantador y
la de guía) y que toda novela de calado debía incluir una combinación entre la
precisión poética y la instrucción científica, incluso cuando retaba a sus
alumnos a leer con la columna vertebral –en vez de con los lugares comunes del
cerebro y del corazón- para encontrar lo que él llamaba el estremecimiento
revelador, raras veces dejaba de citar la carta de 1852 de Flaubert por la cual
“Una frase verdaderamente en prosa debe
ser como un verso logrado en poesía, algo que no se puede cambiar, e igual de
rítmico y sonoro.” (‘Curso de Literatura Europea’, traducción de
Francisco Torres Oliver, Buenos Aires, Ed. Nuevo Extremo, 2010, Pág. 221)
Fuente: Antonia |
En muchos casos la prosa depurada, la ejecutada
pincelada a pincelada, puede constituir lo que George Steiner llama el eco
vivificador entre el libro y el lector, el intercambio vital hecho de la confianza
recíproca que lleva al placer de leer. (‘Los Logócratas’, México,
2007, Fondo de Cultura Económica, Siruela, Pág. 64) Y la
prosa refinada, graficada en palabras, a las que Edmund Burke, en su faceta de
ensayista de la estética, atribuye tres calidades: el sonido, la representación
de la pintura y la afección del alma. (‘De lo Sublime y de lo
Bello’, Madrid, Alianza, 2005, Págs. 205 y siguientes)
Para
muestra, unos botines
También es lícito argumentar que de los
estetas de la prosa, de los artistas de la palabra, el más admirable, el que más
sonoridad les da a las palabras es Juan Carlos Onetti. Fíjense apenas en este
pasaje de la ‘Novia Robada’, el cuento con el que el uruguayo le guiñó el ojo a
William Faulkner:
“En
Santa María nada pasaba, era en otoño, apenas la dulzura brillante de un sol
moribundo, puntual, lentamente apagado. Para toda la gama de sanmarianos que
miraban el cielo y la tierra antes de aceptar la sinrazón adecuada del
trabajo.”
Acá la maestría de Onetti para graficar la
sordidez de Santa María en otoño: el sol a medio gas y en plan de retirada, la
tediosa rutina del trabajo en una ciudad gris y sin destino.
O este pasaje, en el mismo plan de languidez,
de “El Astillero”:
“A
pesar de la luz gris, del frío, del viento que gemía en los agujeros de las
chapas del techo, de la debilidad de su cuerpo hambriento, caminó, pequeño y
atento, entre máquinas herrumbradas e incomprensibles, por el desfiladero que
formaban las estanterías enormes, con sus nichos cuadrilongos rellenos de
tornillos, bulones, gatos, tuercas, barrenas, resuelto a no ser desanimado por
la soledad, por el espacio inútilmente limitado, por los ojos de las
herramientas atravesados por los tallos rencorosos de las ortigas.”
O quizá este otro, en el que Onetti transita
las fronteras entre las complacencias de la prosa y la sonoridad musical de la
poesía:
“El viento descendía en suaves remolinos y entraba ancho, sin prisas, por un costado del galpón. Todas las palabras, incluyendo las sucias, las amenazantes y las orgullosas, eran olvidadas apenas terminaban de sonar.”
Nadie como el uruguayo para lograr su efecto
literario de sordidez a través de los consorcios de palabras: las máquinas
herrumbradas e incomprensibles, un desfiladero de estanterías, los nichos
cuadrilongos, seguidas del viento que baja en suaves remolinos, sin prisas, que
arrastra a las palabras. Lo anterior en concordancia con la vieja especulación
de T.S. Eliot sobre la cadencia, sobre la clave de la musicalidad de las
palabras en su punto de encrucijada, respecto de la relación de cada palabra
con aquellas que las preceden y con las que de inmediato siguen y, a su vez, sobre
la relación de las palabras con el contexto mismo de lo poético. La riqueza de
la asociación, de la colectividad adecuada entre las palabras para lograr los
efectos poéticos buscados. La búsqueda de las palabras por su grado de riqueza
y por su habilidad de mezclarse adecuadamente. (‘La Música de la
Poesía’ en ‘La Aventura sin Fin’, traducción de Juan Antonio Montiel, Barcelona,
Lumen, 2011, Pág. 348)
Fuente: Antonia |
¿Y qué me dicen de la prosa cálida de
Carpentier, a quien el crítico Harold Bloom ha calificado como el verdadero
fundador de la literatura latinoamericana contemporánea? El estilo de
Carpentier destila ardor, el bochorno de una tarde en el Caribe: “Los truenos parecían romperse en aludes
sobre los riscosos perfiles del Morne Rouge, rodando largamente al fondo de las
barrancas, cuando los delegados de las dotaciones de la Llanura de Norte
llegaron a las espesuras de Bois Caimán, enlodados hasta la cintura, temblando
bajo sus camisas mojadas. Para colmo, aquella lluvia de agosto, que pasaba de
tibia a fría según girara el viento, estaba apretando cada vez más desde la
hora de la queda de esclavos.” (El Reino de Este Mundo) El
estilo de Carpentier parece traer ecos del África, parece haber venido a bordo
de los barcos esclavistas de eras coloniales hasta llegar a las tórridas aguas
de estos lares, de ciudades amuralladas.
Y también las delineaciones –que coquetean
con el barroquismo- de Mujica Lainez (el dandy, el esteta, el coleccionista, el
traductor de Shakespeare) y su personal reinvención de la rancia Buenos Aires: “El Río de la Plata moría sobre los juncos,
a los que imprimía un soñoliento vaivén en la tarde de marzo. Detrás, la
barranca ascendía con ceibos y chañares. En la cumbre escasa se erguía un tala,
entre cuyo ramaje los zorzales s e hostigaban con gritos destemplados.” O
tal vez su descripción del estruendo de la ciudad virreinal, unas páginas más
allá: “El fragor llena las calles
angostas. Tan intenso es, que se diría que van a resquebrajarse los muros, a
derrumbarse los techos, a volar hacia los picos nevados los frágiles
balconcillos, cuando las calles, incapaces de contener el alud feroz que por
ellas se vuelca, revienten en mil pedazos, hendidas. El estrépito de las pezuñas
y los mugidos locos retumban en los últimos aposentos y en los patios más
distantes.” (De ‘Cuentos Completos’)
El gran estilo, por lo tanto, la prosa
construida y considerada como un arte soberano, como un arte con autonomía, el
escritor-artista que, en idea de Umberto Eco por ejemplo, elabora con epifanías
una técnica de la visión y pretende hacer las veces de un pintor.