Diego
Pérez Ordóñez
Ahora mismo se me ocurre que Clarice
Lispector (1920-1977) debe haber sido de esas mujeres con la que necesariamente
hay que acoderarse en una barra a tomar
un martini y hasta dos. Una mujer independiente –digna y soberana, en términos
políticos- lo suficientemente aguda como para haber trasformado la literatura
en portugués a punta de puro cuento. Lo suficientemente sofisticada como para
haber sido retratada por Giorgio de Chirico, nada menos y nada más. Lo
suficientemente modesta, sin embargo, para admitir que cuando leyó el Lobo
Estepario por primera vez se decidió a ser escritora.
Por una serie de factores la literatura de
Clarice Lispector no encaja en ningún estereotipo, no admite clasificaciones de
ninguna índole. No es ni vanguardista ni de retaguardia, ni modernista ni
romántica. Quizá apenas sea lispectoriana, judeo-brasileña. Tal vez porque ella
misma es un eslabón en el rico encadenamiento de la intelectualidad judía del siglo
pasado, que arranca con la triada de Bergson-Freud-Proust, pasando por George
Steiner y quizá nodriza literaria de Paul Auster, de sus laberintos y juegos de
espejos. Quizá porque de Ucrania (donde nació Lispector) hasta Río de Janeiro
hay varios mundos y mares de distancia. O porque en realidad fue concebida para
tratar de aliviar a su madre, que padecía de una enfermedad cuya cura – se
creía- consistía en tener una hija. Es decir, fue concebida por cuenta de una
tercera, como medio y no como un fin en sí.
Dicen sus comentaristas que la dedicada vida
de señora de diplomático la aburría a morir, que le daba lo mismo estar en
Washington D.C, en Londres, en Berna o en Nápoles, que le disgustaban las
esquelas, las tarjetas en bandeja de plata, los RSVPs, las genuflexiones y esas
cosas. Dicen que por eso se divorció y que volvió a Río a ganarse la vida
escribiendo de todo: columnas, crónicas, novelas y cuentos, lo bueno con su
nombre y con seudónimos para parar la olla. También se rumora que cuando la rutina
del hogar le ganaba la partida, solía encerrarse en un cuarto de hotel a solas
por tres o cuatro días, como para recuperar el aguante, como para que la
perspectiva vuelva a su sitio. Del mismo modo se cuenta que una noche se quedó
dormida mientras fumaba, que había tomado pastillas, que se quemó todo y que
los doctores seriamente pensaron en amputarle una mano.
Nota
alcohólica de pie de página
Luis Buñuel se tomaba –literalmente- tan en
serio sus martinis (tenían que ser secos, muy secos) que dejó plasmada la
receta en su libro de memorias. El secreto, parece, es que insumos y materiales
estén congelados: la coctelera, las copas especiales y la ginebra. Los hielos
siempre tienen que estar duros (evitar que se hagan agua), se les echa unas pocas
gotas de vermú y media cuchara de angostura. Luego de agitar y servir en las
copas heladas, hay que conservar los hielos, que guardan los olores y sabores
del cóctel. Buñuel logró negociar con su médico, al final de sus días, que le
permita bajar la dosis de martinis: apenas uno en vez de los cuatro a los que
estaba acostumbrado.
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