domingo, 4 de noviembre de 2012

Hitchens bajo al bisturí


“Mientras empañe el hálito
las palabras escritas en la noche
no moriré.”

José Ángel Valente

Hitchens bajo el bisturí
Diego Pérez Ordóñez

La enfermedad como germen de literatura. La enfermedad, irónicamente, como oportunidad para verse al espejo, reflexionar y empuñar la pluma. El artista mirando cara a cara a su propia expiración, próxima, irrevocable, casi pasada por autoridad de cosa juzgada. El artista caminando por los contornos de su propia tumba. Olor a éter y a formol. Los médicos que saben de lo inevitable. Estetoscopios. Presión. Latidos. Ya no hay necesidad de tratamiento. La línea que amenaza con volverse recta.  Eso fue lo que le pasó a Christopher Hitchens (1949-2011), uno de los más célebres columnistas, polemistas, comentaristas y ensayistas de los últimos años. 

Célebre por su mente aguda y por su cultura enorme y exquisita, por su capacidad de latiguear cuando debatía, por su habilidad al separar el trigo de la paja y de, así, identificar los asuntos trascendentes, aquellos que, por su consecuencia, merecen ser garabateados. Dicen que Hitchens nunca fallaba a la fecha de entrega de una nota y que era muy común que, incluso tras varios escoceses en las rocas con sus amigos, se sentara a escribir con perfecta lucidez alguna cosa memorable sobre George Orwell – uno de los ídolos más notables- unas páginas sobre Thomas Jefferson, otro de sus talismanes, o una larga meditación sobre la felación como expresión del poder político y como parte irreemplazable y forzosa de la cultura estadounidense. Claro que también fueron víctimas de su verbo inmisericorde la pobre Madre Teresa, el ex primer ministro británico Tony Blair y varios integristas religiosos de derechas. Así, el desafío consiste en el hombre vital por excelencia, el de la mente privilegiada, el del dictamen inapelable, bajo la perspectiva de la fecha de caducidad. De su propia fecha de caducidad. 



Es que Hitchens, durante la última década, se había convertido en una especie de estrella mediática: invitado habitual en programas de televisión en los que, con frecuencia, exhibía con orgullo su ateísmo porfiado, demolía los argumentos de sus contrincantes y se burlaba con cachaza de la estupidez ajena. Cuando estaba en gira para presentar en Estados Unidos sus memorias (“Hitch 22”, en 2010) sintió un dolor insoportable en el pecho y sus médicos le diagnosticaron cáncer al esófago, una enfermedad letal –él, por supuesto, lo sabía- para un bebedor y fumador irrevocable e inexorable como el inglés. Lo que sigue es lo espectacular: en vez de buscar refugio en la religión o en las supersticiones (como habría hecho la mayoría) Hitchens se dedicó a rumiar sobre su enfermedad y sobre la inminencia de la muerte. Plasmó sus sensaciones con lucidez y valentía en las páginas de “Vanity Fair” y encontró bálsamo en dos de sus grandes pasiones vitales: la conversación con sus amigos y la literatura. Según uno de los médicos que lo atendió en Washington D.C (allá intentó curarse antes de que lo trasladaran a Houston, donde murió) incluso en los peores trances, Hitchens nunca perdió la amabilidad y la cabeza fría, su singular sentido del humor y su febril interés por los libros. De acuerdo con este médico (ecuatoriano), de América Latina Christopher Hitchens guardaba una especial admiración por Jorge Luis Borges y una curiosidad nunca desagraviada de conocer las islas Galápagos…

Pónganse a pensar que hay obras maestras que jamás habrían visto la luz de no ser por la enfermedad. Es el caso de “En Busca del Tiempo Perdido”, por ejemplo. Si Marcel Proust no habría sido tan hipocondríaco, si no habría reservado su amplio tiempo para la vida social parisiense, nos habríamos perdido una de los momentos estelares de la literatura del siglo XX. “El Tiempo Perdido” redefinió a la novela contemporánea, fijó nuevos estándares, obligó a los cánones a volver al pizarrón y a la tiza. La enfermedad le permitió a Proust discurrir sobre los personajes de los salones parisinos de las bellas épocas, sobre los fines de raza, teorizar sobre el otoño de las costumbres cortesanas, contar con el tiempo necesario para escribir a su aire y con pinceladas milimétricas.  

Proust de niño tuvo un ataque de asma que lo apartó del contacto con la primavera y lo convirtió en un paranoico perenne de la posibilidad de asfixiarse. Su legendaria neurosis aportó a convertirlo en un detalloso analista de las pasiones humanas. Su sensibilidad lo empujó a crear, palabra a palabra, ritmo a ritmo (“El Tiempo Perdido” es una de esas novelas con cadencia propia, con marea interior) un monumento verdadero, una distinta forma de literatura.  Claro que Proust conocía el valor de su melancolía y de su neurastenia como ingredientes cardinales de su obra: 

Sólo la dolencia nos permite percatarnos de las cosas y conocerlas, así como estudiar a fondo ciertos mecanismos que, sin ella, ignoraríamos. El hombre que todas las noches cae en su lecho como un fardo y deja de vivir hasta que se despierta y se levanta ¿piensa en realizar, ya que no grandes descubrimientos, al menos ciertas pequeñas observaciones sobre el sueño? ¡Si apenas sabe que duerme! Algo que de insomnio resulta útil para apreciar el sueño y proyectar cierta luz sobre esa noche. Una memoria infalible no estimula a nadie a estudiar sobre los fenómenos de la memoria.” (Maurois, André, “En Busca de Marcel Proust”, Madrid, Espasa Calpe, 2005, Pág. 28)



 
Marcel Proust escribió su colosal libro –en siete tomos- viviendo como un verdadero discapacitado: despachaba todos sus asuntos desde la cama, mezclaba somníferos y calmantes a discreción, trabajaba por las noches, mientras le arremetían unos ahogos de terror. “Por su tipo de vida, sus calculados retrasos, sus precauciones para salir, los cuidados que requiere de sus huéspedes o amigos, es ya un enfermo célebre, exigiendo atenciones a las que no le habría hecho acreedor un brillante apellido, una gran fortuna ni aun un talento reconocido.” (Diesbach, Ghislain de, “Marcel Proust”, Barcelona, Anagrama, 1996, Pág. 246) Y sus biógrafos coinciden en que el escritor, a resultas de su enfermedad, tenía una hipersensibilidad que incluía olores, texturas, temperaturas, ambientes, manías por pañuelos y toallas, baños calientes a las horas menos pensadas, y sus famosas inhalaciones que él llamaba “de opio”.

También en París, unos años antes, un esteta, dandy, diletante y autor de teatro, Óscar Wilde, encontraba su ocaso en condiciones penosas. Se supone que Wilde, ya en el último lecho en un hotel de cuatro reales, mandó a pedir una botella del mejor champagne disponible, que tomó un sorbo y dijo con cierta pachorra que estaba muriendo más allá de sus posibilidades. El irlandés siempre estuvo pendiente de su propia muerte, atormentado por la enfermedad que avanzaba como un ejército de ocupación, y vivió abrumado los últimos meses de su multicolor existencia. A uno de sus amigos le había escrito “La morgue se abre ante mí. Voy y miro allí mi cama de cinc.” Uno de sus biógrafos más importantes aporta que "Los pensamientos de muerte nunca estaban lejos de su mente, y sus amigos no podían distinguir sus temores reales de sus intentos de despertar su compasión.” (Ellemann, Richard, “Oscar Wilde”, Barcelona, Edhasa, 1990, Pág. 655)

Y qué me dicen de la relación de la literatura fantástica de Borges, laberíntica, poblada de tigres, gobernada por espejos, con su propia ceguera como mínimo común denominador. Creo que se puede argumentar con solidez que la ceguera es parte esencial de la obra de Borges, y que la no videncia le permitió edificar, libro a libro, casi página a página, un universo propio, de complicado acceso, cuyos cimientos son tan disímiles como los viejos mitos vikingos, la literatura anglosajona o las tradiciones argentinas, por ejemplo. “La reacción de Borges a su ceguera –sostiene Williamson- no fue la ira –para ese entonces estaba mucho más allá de la ira- sino el estupor, una especie de incomprensión desorientada ante el destino inescrutable que parecía haber destrozado toda posibilidad de salvación por la escritura.” (Williamson, Edwin, “Borges. Una Vida. Buenos Aires, Seix Barral, Pág. 362.) 




La lucidez. La claridad. Hitchens (volvamos al tema que nos convoca) se decidió a esperar la muerte con la sabiduría de sus ídolos, de alguna forma sus predecesores, como Mark Twain o el mismo Nabokov:

“El hecho absorbente de estar mortalmente enfermo –repasó- es que inviertes una buena cantidad de tiempo preparándote para morir con una cantidad mínima de estoicismo (y provisiones para los seres amados) mientras estás simultáneamente y altamente interesado en los asuntos de la supervivencia. Esta es una notablemente distinta forma de ‘vivir’ –abogados en la mañana y doctores por la tarde- que significa que uno debe existir incluso más que lo usual en un doble estado mental.” (Los artículos de Hitchens sobre la enfermedad y la muerte han sido compilados en “Mortality”, Nueva York, Ed. Twelve, 2012, Pág. 14. La traducción es mía) 

Los últimos artículos de Hitchens, embadurnados por la prospección de la certeza de su propia muerte, curiosamente no exudan drama ni provocan pena. No provoca ternura ni afecto leer al Hitchens de sus tiempos suplementarios, saber que se muere, preguntarse si esa será su última entrega. Provoca, más bien, admiración, envidia por la valentía ajena. Da ganas de rebuscar en sus viejos escritos, en sus años de Oxford. 

También estimula a conocer las claves de la comunicación de Hitchens con sus lectores, aquello que lo lleva (que lo llevaba, pues) a empuñar la estilográfica: 

El más satisfactorio cumplido que un lector puede dar es que él o ella se sienten personalmente aludidos. Piensen en sus autores favoritos y fíjense si este no es precisamente uno de los aspectos que los atrapan, a menudo de primeras, sin que ustedes lo noten. Una buena conversación es lo único humanamente equivalente: la compresión de que argumentos decentes han sido producidos y entendidos, que la ironía está en juego y en producción, y que una expresión aburrida y obvia sería casi físicamente dolorosa. Es así como la filosofía evolucionó en los simposios, antes de que fuera reducida a escrito. Y la poesía empezó con la voz como su única fuente y con el oído como su único modo de grabación. De hecho, no sé de ningún buen escritor que fuera sordo.” (“Mortality”, Págs. 50-51)
Por eso su señora, Carol Blue, sentó por escrito que después de todo, Christopher Hitchens solía tener la última palabra.

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