Diego Pérez Ordóñez
Nunca
como ahora el pensamiento de Michel de Montaigne (1533-1592) ha demostrado
tanta potencia y tanta lucidez. Es en estas edades de intolerancia, de partición
en bandos irreconciliables, de ceguera, de radicalizaciones y divisiones
totales cuando hay que tener sus páginas más a mano. Cuando el mundo parece perder la manija y la
brújula, cuando a los líderes mundiales les falta talla histórica y
perspectiva, cuando las instituciones tambalean, reluce y relumbra la
inteligencia diamantina de Montaigne. Las reflexiones del bordelés son el más
eficiente antitóxico contra la intolerancia y contra la visión única y miope.
Esto
porque Montaigne -quizá sin mayor ánimo explícito de trascender, sin mayor
ambición de que sus reflexiones superen los siglos, como terminó por ocurrir-
hurga en temas inmemoriales: el precio de la amistad, los peligros de la
pedantería, las nubes negras de la tristeza, las resonancias de la gloria o el
valor de las palabras. Y lo hace con cierta modestia: en sus ensayos hay algo
de travesura, unas tentativas de guiño de ojo, un cierto designio de no tomarse
a sí mismo demasiado en serio, de pensar sin aparentes pretensiones. Por eso,
supongo, Montaigne eligió escribir ensayos, como sinónimo de conatos y
tentativas -por definición proclives al fracaso, a la enmendadura, al tachón y
al borrón- en vez de decantarse por el tratado o la doctrina, por contra,
rígidos, definitivos y con ánimo de sentar autoridad y cátedra. En sus páginas
Montaigne no imparte profesorado, sino que parece conversar libremente, esperar
la respuesta del otro y evaluar sus respuestas.
Lo de
Montaigne es, además, el ejercicio de introspección, de los monólogos
interiores que poco a poco, década a década y siglo a siglo, fueron edificando
la literatura universal hasta desembocar en por lo menos dos herederos
indiscutibles que inmediatamente vienen a la mente: Arthur Schnitzler y Marcel
Proust. Lo de Montaigne es en cierto modo un autorretrato abstraído y unos
apuntes para su fuero más esencial: “Y
aunque nadie me lea, ¿he perdido acaso el tiempo dedicándome durante tantas
horas ociosas a pensamientos tan útiles y agradables? …No he hecho más mi libro
de lo que mi libro me ha hecho a mí, consustancial a su autor, con una
ocupación propia, miembro de mi vida, no con una ocupación y finalidad tercera
y ajena a todos los demás libros.” (Las citas de los Ensayos
corresponden a la edición de Acantilado, Barcelona, 2007, a cargo de J. Bayod
Brau.) Una
especie de simbiosis entre autor y libro. Y un libro, como se sabe, en
constante evolución, lleno de notas al margen y de apuntes posteriores.
Qué sé yo…
Lo de
Montaigne es también un alegato intacto por la independencia de pensamiento,
por asumir el riego de la autonomía de criterios en tiempos en que no tomar
bando era quizá incluso más peligroso que decidirse por apoyar a uno de los
partidos en disputa. Montaigne, pues, elogia la verdad venga de donde venga: ‘Celebro y acaricio la verdad, sea cual
fuere la mano en la cual la encuentro, y me entrego a ella con alegría, y le
tiendo mis armas vencidas en cuanto la veo acercarse.’ No hay que olvidar
que los tiempos de este señor también eran convulsos: Francia estaba
estremecida por las guerras religiosas, al tiempo que la creencia de que los
reyes eran portadores de iluminación divina todavía no admitía mayor discusión.
En la Francia del siglo XVI los terrenos todavía no estaban abonados para los
Montesquieu, Voltaire o Rousseau, que años después ayudaron a labrar la idea de
que los reyes eran de carne y hueso, de que las leyes eran productos
racionales, de que las personas podían ser ciudadanos y no simplemente súbditos
y de que el poder debía estar acotado. Pero, aunque no se le podía pedir más,
Montaigne, con su pensamiento libre y exquisito, con sus preocupaciones íntimas
al tiempo que universales, ciertamente aportó algunos ladrillos al edificio de
la iluminación y de la sociedad plural. “En
espíritu -anota Barzun- Montaigne es
un verdadero cosmopolita, contrario a las jactancias nacionales. Ama a su país
y es leal a su rey y su Iglesia, que son los soportes que sostienen la libertad
disponible (sea cual sea la medida).” (‘Del Amanecer a la
Decadencia’, traducción de Jesús Cuéllar y de Eva Rodríguez Halffter, Madrid,
Taurus, 2001, Pág. 228)
Y
aunque la prosa de Montaigne todavía esté a leguas de ser limpia y fluida como
la de sus sucesores literarios (sus textos están salpicados de citas del mundo
clásico y no se caracterizan precisamente por su ritmo) a nadie le puede caber
duda de que su aporte es haberse convertido en una bisagra entre épocas, una
suerte de vaso comunicante entre lo antiguo y lo moderno, un puente que deja transitar
las ideas de Grecia y Roma hacia las calles de Burdeos, luego hacia los
bulevares del París para terminar por convertirse en un estándar universal. Y
quién habría pensado que Montaigne, encerrado en la torre de su castillo -en
espléndido aislamiento, como siglos después Lampedusa en el Palermo de posguerra-
administrando su biblioteca llena de citas de autores clásicos labradas en las
vigas, iba a convertirse en uno de los pensadores más admirados. Como apunta
Jorge Edwards, “Escribir en el tercer
piso de la torre de Montaigne, mirando de vez en cuando el paisaje por los
boquetes de las ventanas, paseando, abriendo un libro, bajando a estirar las
piernas, a tomar unos sorbos de vino de Castillon o de Saint-Émilion, me parece
una de las formas más perfectas de felicidad que puede concebir un ser humano.”
(‘La
Muerte de Montaigne’, Barcelona, Tusquets, 2011, Pág. 288)
De Burdeos a Petrópolis
Seguramente
por su mencionada labor de hilo conductor entre épocas, Stefan Zweig eligió
escribir un trepidante ensayo sobre Michel de Montaigne como canto de cisne.
Lejos de sus papeles y de su biblioteca vienesa y atormentado por la demencia
de la Segunda Guerra Mundial y por el irremediable ascenso nazi, al tiempo que
capeaba los calores tropicales de Petrópolis, Zweig dejó unas poderosas líneas
acerca de Montaigne, en las que el centro de gravedad es la independencia de
juicio en tiempos de conmoción. No
debemos olvidar que Zweig eligió -de todos los lugares del mundo- a Brasil para
morir: huía de la barbarie europea y de lo que él concebía como el fin de la
civilización judeocristiana, de los valores implícitos de Occidente, del tracto
desde Atenas a Roma, a París y a Viena, que ahora se veía irremediablemente
amenazado por la marea del salvajismo.
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A
Zweig, en autoexilio y camino a la muerte, no se le ocurrió escoger un mejor
interlocutor que Montaigne para representar e intentar rescatar esos valores en
peligro inminente: la absoluta soberanía de pensamiento, la facultad de
permanecer autónomo en medio de una ola incontenible de fanatismo y de
desgracia. “Leo a Montaigne como a un
descubrimiento” le escribía a su amigo Jules Romains “Ciertos autores se nos revelan solo a cierta edad y en momentos
escogidos.” A otro amigo le describió a Montaigne como el campeón de la
libertad interior, que sufrió la misma desesperación, pero pudo mantenerse
justo y sabio gracias a su entusiasmo por la libertad. (En Prochnik, George, ‘The Impossible Exile. Stefan
Zweig at the End of the World’, Nueva York, Other Press, 2014, Págs. 336 en
adelante. La traducción de los textos es mía.)
Por
eso el ensayo de Zweig sobre Montaigne (escrito sin mayores fuentes a la vista,
sin mayor rigor científico) es una boya de salvación, una última invocación a
la libertad de pensamiento y un antídoto contra lo que el vienés describe con
precisión quirúrgica como la locura generalizada:
“No se puede ser demasiado joven, ni
tampoco carecer de experiencia y desengaños, para poder apreciarlo como es
debido, y su pensamiento libre e imperturbable es aún más beneficioso cuando se
muestra a una generación que, como la nuestra, ha sido arrojada por el destino
a una catarata mundial de proporciones catastróficas. Sólo aquel que tiene que
vivir en su alma estremecida una época que, con la guerra, la violencia y las
ideologías tiránicas, amenaza la vida del individuo y, en esta vida, su más
preciosa esencia, la libertad individual, sabe cuánto coraje, cuánta honradez y
decisión se requiere para permanecer fiel a su yo más íntimo en estos tiempos
de locura gregaria…” (‘Montaigne’, traducción de J. Fontcuberta,
Barcelona, Acantilado, 2008, Pág. 11)
Así,
los ensayos de Montaigne parecen infinitos. Textos con múltiples capas y
dimensiones, con ríos subterráneos que llaman a la relectura, a la reflexión y
a la evaluación. No se puede zafar de Montaigne.